Una pastilla para ser brillante

¿No sería extraño que las drogas "inteligentes" te hicieran menos productivo?

Una pastilla que te hace (más) inteligente. No hacen falta más detalles para que compremos. Si el desarrollo de cualquier capacidad cognitiva, casi desde la primera infancia, nos exige cierto compromiso con el esfuerzo, cualquier atajo es bienvenido. Aunque esto esconde una tragedia, suele valorarse más el saber que el haber aprendido. O, como dice Alejandro Dolina: “Tengo para mí que la gente no quiere leer, si no que quiere haber leído”.

Aunque usted no lo crea, aún hoy hay personas que repiten que “solo usamos el diez por ciento de nuestra capacidad cerebral”. La posibilidad de “desbloquear” farmacológicamente el otro noventa por ciento es, más o menos, la trama de la película Limitless (2011), basada en una novela de Alan Glynn, que nos presenta una pastilla experimental que convierte a un escritor fracasado en un genio capaz de dominar cualquier idioma, surfear el mercado como un campeón y escribir una novela de un tirón. Desde su estreno el interés en pastillas y suplementos que prometen efectos similares se multiplicó hasta el espanto.

Estas sustancias suelen agruparse bajo el término “nootrópicos”, acuñado en 1972 por el psicólogo y químico rumano Corneliu Giurgea que los definió como capaces de mejorar el aprendizaje y la memoria, proteger al cerebro de lesiones y, fundamentalmente, ser no tóxicos y carecer de efectos secundarios significativos. La palabra viene del griego antiguo νόος (nóos, “mente”) y τροπέω (tropéō, “girar”, “cambiar”), y la idea era la de “cambiar” la mente hacia un mejor estado. Como era esperable, el término fue secuestrado por el marketing y hoy se aplica a cualquier cosa: desde un café con hongos hasta un mejunje de hierbas, minerales y vitaminas, pasando por nuestra querida y bien conocida yerba mate.

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El propio Glynn atribuye este renovado interés en “mejorar la mente” a los avances en neurociencias (y a la exageración de sus investigaciones) y a una mejor comprensión del funcionamiento del cerebro, pero principalmente a la ampliación de un mercado en torno a desmesuradas promesas de mejoras cognitivas: mayor concentración, claridad mental, energía sin límites, creatividad y hasta la reversión del envejecimiento. Muchos de estos productos incluso se identifican a sí mismos como la “píldora Limitless real”.

Modafinilo: qué es

No existe nada ni remotamente cercano a lo que estos productos ofrecen, pero como atestiguan incontables comentarios en redes sociales y titulares irresponsables, el candidato más popular para ocupar aquel trono imaginario es el modafinilo.

Este fármaco fue descubierto casi por accidente en Francia en los años 70 durante la búsqueda de nuevos analgésicos. Como derivado del adrafinilo, a comienzos de los 80 se probó en pacientes con narcolepsia, un trastorno del sueño que, por su baja prevalencia, había sido poco investigado y desatendido por la industria. En estas pruebas, se observó una reducción drástica de la somnolencia, sin los efectos adversos típicos de las anfetaminas. A diferencia del adrafinilo, cuyos resultados habían sido inconsistentes, el modafinilo era notablemente más predecible y eficaz.

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Si una droga podía mejorar el rendimiento cognitivo (en este caso, la capacidad de mantenerse despierto) en personas con narcolepsia, probablemente tendría un efecto similar en personas privadas de sueño, como el personal militar. Durante una conferencia de prensa en una reunión de la OTAN en marzo de 1987, Michel Jouvet, uno de sus descubridores, afirmó que el modafinilo “podría mantener a un ejército en pie y luchando durante tres días y tres noches sin efectos secundarios importantes”.

Esta semana algunos especularon que los pilotos de los B2 que hace unos días soltaron bombas en Irán luego de viajar 37 horas lo lograron gracias al modafinilo, no hay evidencia de esto ni hace falta: los vuelos son prácticamente autónomos y los pilotos pueden dormir alternándose. Si bien el uso de modafinilo en pilotos de guerra está documentado, no resuelve el problema del cansancio, cuya solución ideal es simplemente descansar.

El uso de fármacos en la guerra

El agotamiento extremo es uno de los grandes desafíos en los conflictos bélicos y el uso de anfetaminas para revertirlo cumplió un rol importante durante la Segunda Guerra Mundial, aunque no tanto por su utilidad contra la fatiga sino por sus efectos alteradores del ánimo, que derivan en mayor agresión y cierta “elevación de la moral”. En otras palabras, cuando estás bien puesto no tenés problema en hacerle la guerra a quien venga.

El modafinilo, en comparación, tenía menor riesgo de tolerancia y de dependencia, y no pasó demasiado tiempo hasta que el ejército francés hizo sus primeras pruebas durante la Guerra del Golfo a principios de los años 90. En junio de 1992 quedó registrado oficialmente para el tratamiento de la narcolepsia en Francia.

Pastilla sin receta

Una década más tarde comenzó a ampliarse su uso “off label” o sin receta médica, principalmente entre estudiantes, programadores y cualquier profesional sometido a la tiranía de la productividad, una categoría que hoy prácticamente no excluye a nadie. Luego de Limitless, la idea de que “estas drogas seguro existen (y si existen seguro que las tienen lo militares)” — y la inauguración de la escurridiza categoría con el equivocado nombre de “smart drugs” o “drogas inteligentes” — fue penetrando en el imaginario como el atajo (o el único recurso) para lograr lo que de otra manera (con un estilo de vida razonable) hubiera resultado imposible.

Mientras que en 2004, un estudio estimaba que el 4,1% de los universitarios estadounidenses había consumido estimulantes sin receta como metilfenidato (Ritalin) o dextroanfetaminas (Dexedrine y Adderall), para 2017, una encuesta global elevaba esa cifra al 30%. A diferencia del modafinilo, Adderall y Ritalin — recetados para trastornos de atención — tienen mayor potencial adictivo y efectos secundarios más marcados. El Ritalin aumenta la dopamina y actúa sobre la corteza prefrontal, afectando atención, decisiones e impulsos. Sus efectos adversos más comunes incluyen nerviosismo, insomnio, dolor de cabeza y pérdida de apetito.

La evidencia no ayuda

Ojalá existiera una pastillita mágica, pero si lo que buscamos es una que nos haga más brillantes, la evidencia científica se salió del grupo.

No hay evidencia que respalde de manera concluyente que estas “drogas inteligentes” realmente mejoren nuestra inteligencia. Fuera de su efectividad respecto de condiciones médicas específicas, su uso sin receta en personas sanas generalmente no mejora el rendimiento cognitivo complejo ni la inteligencia. En cambio, cada vez más estudios sugieren que pueden empeorar la productividad y la eficiencia, sin importar la percepción subjetiva y anecdótica que sus usuarios cuentan victoriosamente en X (ex Twitter) o Reddit. Aunque se sientan más inteligentes o productivos, la evidencia los traiciona.

Un verdadero nootrópico debe mejorar la inteligencia y no solo permitir hacer mayor esfuerzo. En otras palabras, no solo trabajar más duro sino de manera más productiva. Pero la capacidad de realizar tareas aburridas y repetitivas durante más tiempo sin dormirnos no necesariamente implica que estemos viendo la Matrix.

El efecto principal del modafinilo es simple: nos mantiene despiertos. Si bien algunos estudios sugieren que puede ofrecer una modesta ventaja en tareas específicas, especialmente en personas con un rendimiento cognitivo inicial más bajo, también se ha demostrado que puede reducir la creatividad y la flexibilidad del pensamiento. Nos acelera, pero luego nos vuelve menos productivos. Como se describe en un estudio de 2023, los participantes que tomaron estos fármacos mostraron más entusiasmo y dedicaron más tiempo a resolver un problema, pero sus resultados fueron más erráticos. El peor final.

¿Más brillantes?

Como explica la neurocientífica Elizabeth Bowman, autora de este último estudio: “Escuchamos que a veces las personas toman una pastilla para intentar quedarse despiertos y así poder escribir un ensayo toda la noche y terminan limpiando el baño”.

La pregunta farmacológicamente irrelevante pero no por eso menos interesante es de dónde viene tanto interés. La respuesta apunta menos a la cognición y más a la motivación o, mejor dicho, al interés por reforzar artificialmente la fuerza de voluntad: el modafinilo no necesariamente ayuda en la obtención de nuevas ideas sino que hace que las tareas más tediosas se sientan absorbentes, si no directamente fascinantes. Lo que sería una trabajo monótono y alienante se disuelve así en un delicioso torrente de dopamina.

Esto se ancla en discursos acerca de “hackear la mente” a fines de lograr cierta “optimización personal” que calza perfectamente en un mundo que nos exige funcionar como máquinas. La cultura del hustle, que glorifica la productividad a costa de estrés y culpa, crea el problema y lo instala hasta que se nos presenta inevitable, para luego vendernos la solución en una cápsula o algún suplemento.

El amor por el trabajo

Pero este desenfrenado interés por toquetear nuestra química no solo nos condena a una extraña desconexión emocional (el amor por el trabajo que florece a expensas del amor por las personas, como lo describió un periodista de Vice): existen riesgos concretos. Aunque el modafinilo no es directamente adictivo, sí aumenta los niveles de dopamina de forma similar a otras drogas estimulantes, por lo que existe cierta preocupación por su potencial de abuso y dependencia, puede reducir la eficacia de los anticonceptivos hormonales en tanto aumenta la actividad enzimática y hace que estos se descompongan en el cuerpo más rápido de lo habitual, y está asociado a un mayor riesgo de malformaciones congénitas si se toma durante el embarazo.

Si a esto le sumamos que sabemos muy poco sobre sus efectos a largo plazo y suele comprarse sin indicación médica muchas veces en mercados ilegales sin control de calidad, la combinación es una receta para el desastre. (¡Lo dijo! ¡Lo dijo!)

Aunque de todo lo anterior se desprenden preocupaciones que bien podrían ser dejadas a un lado en pos de elegir libremente qué nos metemos en el cuerpo, quedan algunas consideraciones éticas que tampoco guardan demasiado misterio. Podemos partir de la injusticia: si las drogas dan una ventaja, su uso es una forma de dopaje académico o profesional. Pero están quienes proponen una visión contraria: si los fármacos benefician más a quienes parten de un nivel cognitivo más bajo, podrían actuar como “niveladores” de la inteligencia al ser distribuídos de forma equitativa.

La importancia de no hacer nada

En términos geopolíticos, se vuelve imaginable un mundo donde en aquellos países con regulaciones más laxas se normalice su uso mientras en otros el temor por quedarse atrás adopte su uso de manera forzosa para no perder productividad. Es más fácil imaginar que la mano invisible del mercado nos deposite pastillas en la lengua para poder mantener el inhumano ritmo de nuestras vidas que la posibilidad de reconocer las necesidades fisiológicas de nuestra especie y, en una de esas, se pueda poner de moda, de una vez por todas, la importancia de no hacer nada.

El mayor riesgo no es la competencia, sino la conformidad. Al apoyarnos en una herramienta externa para generar el interés que no podemos encontrar por nuestra propia cuenta corremos el riesgo de perder algo fundamental: al igual que delegamos en herramientas de inteligencia artificial el esfuerzo y la fricción — a menudo la parte más formativa del trabajo — , nuestros suplementos de fuerza de voluntad artificial en lugar de engañarnos sobre nuestras capacidades lo hacen sobre nuestros deseos. Al hacernos disfrutar de lo que no nos gusta, perdemos oportunidad de cuestionar por qué no es así. Nos ayudan a adaptarnos a un sistema roto en lugar de cambiarlo.

Salud integral

En contra de lo que promueve el mercado de la “optimización personal” con sus fantasías de soluciones rápidas y bien empaquetadas, la evidencia parece apuntar hacia otras maneras genuinamente eficaces que permiten mejorar la cognición. El problema es que nada tienen que ver con las riesgosas promesas de una pastilla sino más bien con una comprensión más amplia y multifactorial de la salud cerebral. Como argumentan Daniel George y Peter Whitehouse, esta industria se basa en un enfoque reduccionista que aísla al cerebro de su contexto e ignora la miríada de factores que influyen en la salud cerebral a lo largo de la vida, como la alimentación, el estilo de vida, la exposición a neurotoxinas, el estrés, las oportunidades de aprendizaje, el acceso a atención médica y las lesiones en la cabeza.

Pero hay que tragarse esa pastilla.

Foto: Depositphotos

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