Intimidades
Vulnerar la intimidad de otros en pos de la vanidad parece normalizado. Frente a la exhibición total, el entrever abre un resquicio por donde puede pasar el deseo.

I. En el último texto nombré la extimidad, término inventado por Lacan. Y como me pasa casi siempre, después de escribir, a medida que pasan los días, algo vuelve a mí de todo eso. Lejos de agotar los temas, estos textos que voy escribiendo más bien los inician, o los continúan –porque de algunas cosas ya escribí antes–. Nuevas vueltas a los mismos rulos, y entonces aparecen nuevos peinados, pequeñas variaciones sobre lo mismo –como cuando cambiamos un pequeño objeto de lugar y cambia el espacio entero–, insistencias que hacen que algo deje de girar en falso para, por fin, desanudarse. Cositas que no había pensado antes, cuestiones a las que quiero volver, textos que quiero releer –aunque en rigor sería leer, porque, parafraseando a Heráclito, uno no lee dos veces el mismo libro–. Lacan dice que esas vueltas de rosca son justamente los pensamientos acerca de las cosas que no se dominan, a las que se les da vueltas sesenta y seis veces en el mismo sentido antes de lograr comprender. Y dice “meditando muevo, hurgo”.
II. Sobre los modos en los que en estas épocas se vulnera la intimidad ya escribí bastante, porque es uno de los asuntos que más me molestan. Pero no es una pequeña molestia, sino una enorme, un dolor de pecho, una patada en el estómago. No distinguir entre palabra privada y palabra pública y vulnerar la intimidad de otros en pos de la vanidad es una de las violencias más naturalizadas de estos tiempos. Se practica todos los días y en varios ámbitos. Madres y padres contando intimidades de sus hijos, docentes contando intimidades de los estudiantes, médicos contando intimidades de los pacientes, amigos contando intimidades de los amigos, directores de tesis contando intimidades de los tesistas, ex parejas contando intimidades de sus ex, psicólogos y psicoanalistas contando intimidades de los pacientes, pacientes contando intimidades de sus análisis (Freud advierte que un paciente que habla en todas partes de su análisis lo termina haciendo inocuo. Podríamos hacer extensiva esa cuestión a los psicoanalistas: también hacen inocuo un análisis por hablar en todas partes de los pacientes). Porque vulnerar las propias intimidades tampoco es inofensivo. Algunos creadores de contenido son muchas veces, como dijo tan agudamente Andy Chango, “creadores de incontinencia” y sus zafarranchos se llevan puesto al otro sin que les importe demasiado. Todo eso en pos de obtener likes y hacer el circo de las vanidades. Pero como todo eso sigue ahí, y está cada vez peor, entonces acá estoy de nuevo, intentando escribir para pensar algo y no sólo sentir molestia. En los días que pasaron desde la última entrega me pasaron dos cosas alrededor de esto: alguien vulneró mi privacidad y expuso públicamente una conversación que mantuvimos en privado (me dio una especie de tristeza y de pena, ni siquiera me dio enojo) y Mijael Kaufman Falchuk quiso conversar conmigo acerca de la intimidad y grabamos un episodio para su podcast #RATO. Fue una conversación muy agradable, apacible y sin apuro –algo que no abunda en estos tiempos y que agradezco–.
III. Extimidad es un término que Lacan inventa porque hay algo de imposible en la intimidad. “No hay intimidad puesto que cuando un sujeto quiere ir hacia lo íntimo de sí mismo se encuentra con lo éxtimo de sí mismo”, dice Germán García. Es una intimidad que viene de afuera. Es una especie de intimidad exterior, porque nunca es sin el Otro. En ese sentido, la intimidad está en penumbras, es ajena y es opaca también para cada uno. Estamos atravesados por esa extimidad, por ese cuerpo extraño y extrañado que se llama inconsciente. Por eso en un análisis se crea un espacio entre dos que configura una intimidad inédita, una intimidad que hace posible el despliegue de la extrañeza, de la ajenidad que irrumpe súbita e incómodamente. Una extimidad alojada en un espacio y un tiempo atinados. Algo así como lo que dice Gastón Bachelard, tomar contacto de nuevo “con la reserva insondable de los ensueños de intimidad”.
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IV. Pienso que la intimidad no está sólo determinada por el contenido, sino que, muchas veces, lo está sobre todo por la forma. Quiero decir que no depende del qué se preserva, sino del cómo algo se mantiene preservado. Hay cuestiones que socialmente ya están estipuladas como íntimas y que, por definición, hay que mantener fuera del alcance de menores y de las garras de la esfera pública. Sí, ya se sabe cuáles son, están marcadas y cada cultura se ocupa de definirlas muy bien. Tienen que ver, por lo general, con el cuerpo, no sólo con sus “partes íntimas”, sino con todo aquello que pudiera hacer visibles los cuerpos en lo que de exceso tienen. La intimidad de los cuerpos, su estado ideal, dice David Le Breton, “lo alcanza en las sociedades occidentales en las que ocupa el lugar del silencio, de la discreción, del borramiento, incluso del escamoteo ritualizado”. Ese escamoteo ritualizado acaso tenga que ver con los modos en que, tendiente a mantenerlo disciplinado, normalizado, sin demasiados ruidos ni manifestaciones, la civilización apacigua los cuerpos y los subsume en códigos –y eso en todas las épocas–. La carne se familiariza y se disipa, se domestica y se tamiza, se higieniza y se educa de modo tal que sus pasiones no interrumpan la vida cotidiana, no intercepten el intercambio entre los sujetos ni el flujo del capital. Cada cultura tiene sus regímenes de pudor. De modo que estas cuestiones premarcadas sí están definidas por su objeto. Pero hay otro tipo de intimidad que se define mucho más en la forma, en las maneras en las que cada uno se inventa esa intimidad que no está previamente definida. No tiene que ver con la civilización, ni con el pudor, ni con la vergüenza ni con la timidez, sino con otra cosa: con ese lugar preciso que alguien encuentra como intransferible, indecible, intangible, como ese lugar preciso en el que la mirada no entra, pero no porque esté prohibida o vedada, sino porque resulta imposible dar a ver eso.
V. Gastón Bachelard lee la intimidad como un espacio y escribe su poética, “un espacio que no se abre a cualquiera”, dice. Y sigue entonces esas pistas en las casas, en cómo fueron concebidas, en qué rincones se encuentra la intimidad, en qué rincones se encuentra uno con la intimidad (armarios, cajones, el adentro y el afuera). Porque se trata, no de un paisaje, sino de un estado del alma. Habla de la casa natal, pero de los recuerdos de casas indescriptibles: “Las verdaderas casas del recuerdo, las casas donde vuelven a conducirnos nuestros sueños, las casas enriquecidas por un onirismo fiel, se resisten a toda descripción. Describirlas equivaldría a ¡enseñarlas!”. La casa indescriptible, esa mezcla confusa de imágenes indefinidas sobre las que, sin embargo, se imprime algo que es íntimo: un olor único, una sensación que permanecía borrada. “La intimidad se esconde” y leo ahí, no un gesto voluntario de esconderla, sino que ella misma se presenta escondida.
VI. Bachelard sugiere que “los valores de intimidad son tan absorbentes que el lector no lee ya nuestro cuarto: vuelve a ver el suyo”, y resulta que leyendo este libro me brotó un recuerdo que no tenía para nada a mano, que no sé si lo había recordado antes: de chica, cuando mis padres no estaban, me pasaba horas revisando sus placares. Eran vestidores, y cada uno tenía el suyo, con lo cual el tiempo que pasaba ahí era mucho. Por supuesto que no buscaba nada en particular, sólo me disponía a esa satisfacción del espiar, del revisar y me entregaba hacia el encuentro de lo que no buscaba. Lo hacía a menudo, insistentemente. Vino a mí la sensación adrenalìnica de revisar clandestinamente, la vibración del cuerpo al estar frente a lo inabordable. Pienso ahora que, más que la pulsión infantil de ver –descripta tan bien por Freud– se trataba de otra cosa. Y ahora leo esto de Bachelard que, sin dudas, da con la clave: “El espacio interior del armario es un espacio de intimidad (…). Allí reina el orden o más bien, allí el orden es un reino. El orden no es simplemente geométrico. El orden se acuerda allí de la historia de la familia”. Acaso fuera eso lo que buscaba insistentemente: la historia de mi familia, una historia que nunca fue contada del todo, que siempre fue un tanto borrosa (por algo se dice “el muerto en el placard”). Sin saberlo hurgaba en los placards para intentar descifrar los secretos familiares (ahora advierto que empecé hablando de pensar y hurgar).
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SumateVII. Una amiga me dijo hace poco que yo era una persona discreta. Me conmovió mucho escucharlo, no sólo porque vino de ella, a quien considero lúcida y aguda, sino porque advertí que ese era un rasgo muy, muy característico de mi mamá. Y si bien valoro mucho la discreción, no sabía, hasta que mi amiga me lo dijo, que fuera algo que se me notara.
VIII. Y entonces Bachelard introduce algo fundamental: la penumbra. La intimidad es sinónimo de penumbras, no de iluminación total. Y pienso entonces en estos tiempos en los que la intimidad está sitiada, asediada por imágenes y por el dar todo a ver. Pienso en que no se admiten las penumbras y las ambigüedades, las medias luces y las cosas sin aclarar. Penumbras, una de las canciones que más me gustan de Sandro, dice: “Entre la penumbra/ De un suave interior”. El suave interior que nos conduce a ese espacio que no se abre a cualquiera, el suave interior de esa casa indescriptible, el suave interior que se sustrae del asedio de la época, y coloca un velo para que la mirada se atenúe. Porque no hay deseo sin velo. Velo y deseo son casi sinónimos. La verdad singular de cada quien sólo puede escribirse entre las líneas del decir, en el susurro del lenguaje. La verdad singular de cada quien no puede decirse sino a medias, en un entre. La verdad singular de cada quien tiende a ser pulsátil e intermitente, se va escribiendo en la alternancia, en el intersticio del lenguaje, en los pliegues, en los pequeños espacios que quedan cuando la cosa no encaja del todo, como en esos marcos de la ventana o de las puertas por donde se cuela el chiflido y que se llama “luz”. Una luz matizada, esa que no enceguece, esa que encuentra cómo filtrarse. Penumbras.
IX. Si todo se ofrece a la mirada, ya no hay modo de escandir las escenas, las fantasías; ya no hay resquicio, ya no hay alternancia entre luces y sombras: estamos cegados de tanta claridad. Ya no podemos mirar. Cuerpos, sexualidad, vidas privadas, experiencias traumáticas, personas llorando frente a cámara, duelos, intimidad: todo expuesto en los medios masivos y en las redes sociales. La intimidad cercenada y expuesta contra sí misma. Una euforia mostrativa que resulta en una aplanadora de diferencias, en una topadora del otro. Todo es pasible de ser instagrameable. Hasta la foto con el cadáver de Diego Maradona no pararon. Y no pararán.
X. Para Bachelard, entonces, la intimidad se enlaza a regiones, espacios, zonas “donde el peso psíquico domina”. Y estar en estos espacios es sinónimo de bienestar. En las antípodas, “los espacios de hostilidad (…). Esos espacios del odio y del combate”. En las grandes urbes, “todo es máquina y la vida íntima huye por todas partes”. Se tratará entonces de inventar los espacios de intimidad para resistir a la guerra de las imágenes, a la guerra cegadora, a los combates y embates del mundo de la mostración, de la mounstración.
XI. ¿Qué lugar queda hoy para el refugio de la intimidad? ¿Dónde están a salvo nuestros secretos hoy que todo se puede dar a ver y mirar? Porque, como sugiere Jean Allouch, «la ideología de la transparencia es una paranoización de la vida”. Difícil no sentirse perseguido (o incluso pasar por perseguidor) después de poner todo a disposición de las miradas omniscientes y omnipresentes de los demás en el espacio público de las redes sociales. Como dice Roland Barthes: “La «vida privada» no es más que esa zona del espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender”. La intimidad como espectáculo, de Paula Sibilia, fue un libro pionero para pensar estas cuestiones y ya es un clásico. Publicado en 2008 por FCE, sigue vigente y el desafío está vivo: “Por eso, quizá la verdadera megalomanía y la mayor de las excentricidades contemporáneas deban encontrar su camino en esa resistencia aparentemente humilde a las tiranías de la exposición que todo lo degluten para convertirlo en espectáculo. En una sigilosa búsqueda de la riqueza que puede haber en lo indecible y lo inmostrable, y quizá también en otras formas de creación que logran burlar los imperativos de lo exponible, comunicable y vendible (…). Generar cortocircuitos capaces de hacer estallar tanta modorra auto celebratoria para abrir el campo de lo pensable y de lo posible y para crear nuevas formas de ser y estar en el mundo”.
XII. Hablando de partes íntimas: después de las vicisitudes que tuvo en su recorrido, el cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet, fue adquirido por Jacques Lacan para su casa de fin de semana en Guitrancourt. Se dice que la compra fue un consejo de Georges Bataille. La historia es conocida: al cabo de un tiempo, Sylvie Bataille, ahora Sylvie Lacan, sugiere a Jacques que por favor cubra el cuadro de algún modo. Es así que se le pide a André Masson que realice un panel de madera con un dibujo abstracto para cubrir, para disimular la figuración. Resulta difícil no leer en esa anécdota las consideraciones de Lacan sobre la función del velo en el erotismo.
Leyendo “El fetichismo”, un artículo de Freud, y afirmando que “lo que se ama en el objeto es lo que falta”, hace hincapié en cómo la noción de velo resulta fundamental para que pueda suscitarse el deseo. No se trata de velar por pudor, de tapar algo que está ahí, sino lo contrario: se trata de que el velo disimule lo que no hay. Esa falta es, justamente, el lugar donde se prende, donde se engancha el deseo. El velo permite que se proyecte una imagen que cautiva, que fascina y a la vez realiza, más allá, el objeto del deseo.
Se trata de la alternancia, la que en sí misma es erótica. Como dice Roland Barthes, es la intermitencia la que es erótica: “La de la piel que centellea entre dos piezas, entre dos bordes; es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición desaparición”. O como cuando Juan José Saer dice: “lo desconocido es una abstracción; lo conocido un desierto. Pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación”. No hay deseo sin opacidad. Es a medias, entre. Sylvie Lacan con su pedido no hace sino exacerbar el erotismo del cuadro que hoy se muestra sin velos y al desnudo a la vista de todos, a la luz de los reflectores del Musée d´Orsay.