La biología de Trump: guerra con Musk y y un egoísmo letal para Estados Unidos

Cuanto más exitoso es el presidente norteamericano en el plano doméstico, más débil vuelve al país en el plano global. Ecos de la pelea con el magnate y el negocio creciente del ciber-crimen.

Trump este fin de semana en la UFC. Foto: Casa Blanca.

Al menos hasta el viernes, el culebrón Donald Trump – Elon Musk apuntaba a la ruptura. Quizás hoy tengamos otras noticias. Como sea, repasaremos lo sucedido. También vamos a poner el foco en algo menos estatal que de costumbre: el ciber-crimen. En SONAR, vamos a volver a Trump para estudiarlo desde la biología. Sí, como leíste. Y en ESCRITORIO te comparto dos artículos con datos novedosos sobre cómo China está actuando en finanzas y en diplomacia.

RADAR

Trump vs. Musk: ni amigos ni enemigos, todo lo contrario

Hasta hace un par de semanas, Elon Musk era algo así como el ministro sin cartera del trumpismo: dueño de X, proveedor estrella de la NASA, interlocutor privilegiado en temas de defensa y desregulación. Cierto, ya venía mostrando desgano y frustración con su tarea. Elon se aburre rápido. Con el correr de los días, se dio cuenta de que no basta un mail para echar trabajadores. Pero todo se vino abajo cuando Trump decidió bloquear la nominación de Jared Isaacman —hombre de Musk— como jefe de la NASA. ¿La razón oficial? Viejas donaciones demócratas. ¿La real? Un juego de poder donde Trump quiso dejar claro quién manda.

La respuesta de Musk fue inmediata y brutal: lo acusó de aparecer en documentos vinculados a Jeffrey Epstein, agitó la idea de un nuevo partido político y prometió financiar candidatos que desafíen a los republicanos alineados con el presidente. Trump contraatacó: cancelación de contratos federales, insultos en Truth Social y amenazas veladas contra Tesla y SpaceX.

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Más allá del drama, hay mucho en juego. Musk representa un poder económico y tecnológico sin precedentes, con influencia directa en infraestructura crítica, redes sociales y exploración espacial. Trump, por su parte, sigue siendo el epicentro de la derecha estadounidense. El conflicto entre ambos no es solo un duelo de egos: expone las tensiones entre el poder político y el privado en una democracia cada vez más mediatizada y personalista.

La pregunta, sin embargo, no es por qué se pelearon sino por qué alguna vez se soportaron. Trump y Musk son dos expresiones del mismo desdén: el político que desprecia a los expertos y el tecnólogo que desprecia a los políticos. Ambos viven en guerra con el establishment y entienden las redes sociales no como foros sino como trincheras.

Coinciden en su cruzada contra la decadencia (la europea, la multilateral, la burocrática) aunque por motivos distintos. Trump abomina a la Unión Europea porque no paga tanques; Musk, porque exige permisos. Uno quiere restaurar la grandeza americana; el otro, huir al espacio. Uno necesita más Estado; el otro, más mundo.

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En el plano simbólico, forman una pareja coherente. En lo material, son incompatibles: Trump quiere subsidios y tarifas; Musk, libertad fiscal y eficiencia. Su alianza fue siempre un malentendido. Lo sorprendente no es que haya terminado. Es que haya empezado.

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¿Se van a reconciliar? No lo descarto. Los dos entienden que, en la política espectáculo, ninguna pelea es para siempre y todo puede reciclarse como alianza. Pero por ahora, estamos ante un choque entre el presidente más disruptivo de la era moderna y el empresario más imprevisible del planeta. Estados Unidos mira, el mercado se asusta, las acciones de Tesla caen 14% y los republicanos hacen equilibrio como si tuvieran que elegir entre mamá y papá.

Ciber-crimen: la economía oscura que se come a la legal

¿Te acordás de los príncipes nigerianos que querían compartir su fortuna y te mandaban un correo pidiendo ayuda? Eso ya es vintage. La ampliación del mundo digital, sumado ahora a la inteligencia artificial, está irrumpiendo en el mercado del ciber-crimen, una industria que no para de crecer. El delito informático ya no es un costado incómodo del capitalismo digital: es la tercera economía del planeta. Las estimaciones de la industria sitúan el costo agregado del ciber-crimen en 10 mil millones de dólares solo en 2025.

No hablamos de pequeños hurtos. Durante los últimos doce meses las estafas online succionaron de la economía legal más de mil millones de dólares (más del 3% del PBI en varios países) y el FBI calcula pérdidas empresariales por 12.500 millones dólares en 2023 solo en Estados Unidos.

Según el Global Cybersecurity Outlook del World Economic Forum, el ransomware es el rey: 45% de los CEO lo señalan como su principal pesadilla, por delante del fraude habilitado por phishing y de la disrupción de la cadena de suministro. Siete de cada diez ejecutivos dicen que el riesgo creció en el último año, y casi la mitad ve a la IA generativa como la nueva gasolina de la amenaza. 

¿Por qué despega? 

  • Delito-como-servicio: kits de Ransomware-as-a-Service y foros clandestinos “alquilan” ataques listos para usar, rebajando la barrera de entrada.
  • IA generativa: voces deepfake, correos impecables y campañas de ingeniería social a escala industrial; 42% de las organizaciones ya sufrió al menos un ataque exitoso de este tipo.
  • Criptofinanzas: pagos anónimos en Bitcoin o Ethereum financian desde extorsiones rusas hasta los 1400 millones de dólares robados por el grupo norcoreano Lazarus a una plataforma cripto en solo una hora.
  • Superficie de ataque ampliada: la subcontratación de servicios TI y las cadenas de suministro digitales multiplican los puntos débiles; 54% de las grandes empresas ya lo reconoce como dolor crónico.

Quién recibe el golpe

  • Según STATISTA, los blancos industriales se concentran en el Norte Global: Norteamérica absorbe el 43% de los incidentes y Europa otro 32%. Asia capta un 14%, mientras que el resto de las regiones juntas no llegan al 10 %. El dato confirma la preferencia de los grupos de ransomware por economías con alta digitalización y capacidad de pago.
  • En América Latina, Brasil concentra más de la mitad de los ciberataques reportados en la región (56%), duplicando a México (28%) y dejando a Colombia y Perú en valores marginales (<8 %). El panorama sugiere que los actores criminales se enfocan donde hay mayor mercado digital y retorno potencial.
  • Los delincuentes siguen la lógica de la rentabilidad y de la disrupción social. Energía, salud y retail encabezan la lista: desde los cortes en hospitales británicos y costarricenses hasta el hackeo del mayor proveedor de agua de Estados Unidos en 2024. El conflicto en Ucrania mostró cómo la infraestructura energética se convierte en blanco prioritario para combos de misiles y malware.
  • A nivel geográfico, Rusia sigue siendo el refugio predilecto de los grupos de ransomware: la mayoría de las cepas más agresivas operan “con el tácito consentimiento del Estado”, según el Financial Times
  • Corea del Norte emplea bandas como brazo financiero; China y sus rivales intercambian golpes en cables submarinos y satélites.

El obstáculo geopolítico

Según el informe del WEF, seis de cada diez empresas admiten que la tensión entre potencias ya condiciona su estrategia de ciberseguridad, mientras el mosaico regulatorio se vuelve un laberinto: 69% de los encuestados dice que el exceso y la fragmentación de normas dificultan el cumplimiento y desincentivan compartir inteligencia 

En un mundo fragmentado, el ciber-crimen escala porque exporta su modelo de negocio mejor que cualquier otra industria. Frenarlo exigirá algo que hoy escasea: reglas comunes y voluntad de compartir información entre rivales estratégicos. Mientras eso no ocurra, la “tercera economía” seguirá creciendo a dos dígitos.

SONAR

La lección de biología que Trump no leyó

David Sloan Wilson, uno de los grandes biólogos evolucionistas contemporáneos, dedicó su carrera a estudiar un problema tan antiguo como fascinante: ¿cómo es que la cooperación emerge en un mundo donde, en principio, parecería premiar al más egoísta?

La respuesta, señala Wilson, está en la teoría de la selección multinivel, que sostiene que los comportamientos cooperativos pueden perder a nivel individual, pero ganar a nivel colectivo. De ese marco se desprende una frase tan simple como potente:

“Selfishness beats altruism within groups. Altruistic groups beat selfish groups.”

Es decir: dentro de un grupo, el egoísmo individual suele imponerse al altruismo. Pero en la competencia entre grupos, son los grupos altruistas —aquellos que logran suprimir el egoísmo interno y actuar de forma coordinada— los que terminan ganando. Lo que parece funcional en lo micro puede ser letal en lo macro.

Lo interesante de esta idea es que no se limita a hormigas, bandadas o manadas. Se puede aplicar con notable utilidad a la política y, en particular, a las relaciones internacionales. Porque la política también está hecha de sistemas multiescalares donde lo que resulta racional dentro del grupo puede, a la larga, destruir su eficacia frente al entorno.

Conociendo los riesgos, me tomo la licencia de traducir el argumento de Wilson al mundo de la política. Y lo hago distinguiendo dos niveles:

  • En el nivel intragrupo, el de la vida política dentro de los Estados, conviven partidos, agencias, élites y empresas. Aquí, el incentivo predominante es el egoísmo racional: cada actor maximiza poder, recursos o influencia, incluso a costa del interés general.
  • En el nivel intergrupo, la competencia entre Estados, bloques o alianzas, los grupos que logran cooperar internamente tienen ventaja. El altruismo estratégico, entendido como coordinación, planificación de largo plazo y alineamiento institucional, es lo que permite competir con eficacia en el sistema internacional. No es un valor moral, es una ventaja estructural.

Si miramos la historia internacional, no es difícil encontrar ejemplos: Roma, la Gran Bretaña imperial, Estados Unidos en la posguerra o la Unión Soviética durante su ascenso fueron potencias no solo por sus recursos, sino por su capacidad de actuar con cohesión. A su manera, China parece estar haciendo lo propio. De manera inversa, la historia sugiere que la descomposición de esa cohesión suele marcar el inicio del declive.

Y aquí es donde entra Donald Trump. Porque si hay un político que ha entendido cómo ganar dentro del grupo siendo egoísta y al mismo tiempo ha demostrado no entender nada del nivel intergrupal, es él.

Desde su irrupción en la política, pero más en particular durante su segunda presidencia, Trump ha perfeccionado el arte del egoísmo intragrupal. Fragmenta, polariza, degrada normas, y convierte las instituciones del Estado en instrumentos de lucha personal. Esto le permite consolidar poder: en el Partido Republicano, en la Corte Suprema, en los medios conservadores. En ese plano, el egoísmo le funciona. Trump es adaptativo.

Pero esa adaptabilidad es letal para el conjunto. Porque cuanto más exitoso es Trump en el plano doméstico, más débil vuelve a Estados Unidos en el plano global. El Estado pierde coherencia. La política exterior se vuelve errática. Las alianzas tradicionales se desgastan. Las agencias federales se vacían o se silencian. La percepción internacional de Estados Unidos como actor confiable se desvanece. China o Rusia no necesitan hacer casi nada: les basta con mirar.

En este sentido, Trump no es solo un actor disruptivo: es un estratega cancerígeno. Como una célula que maximiza su propia reproducción a costa del organismo que la contiene, su triunfo personal implica la degeneración del cuerpo político que lidera.

A pesar de todo, Trump sigue vendiendo la idea de que puede restaurar el poder de Estados Unidos simplemente demoliendo su arquitectura institucional. Pero no hay evidencia de que esa lógica funcione. Su mayor legado, hasta ahora, ha sido minar la confianza en las instituciones domésticas y empujar a varias organizaciones internacionales a la irrelevancia. 

El resultado, sin embargo, no es un imperio más temido, sino un país liderado por un presidente fuerte por dentro y débil por fuera. Un cacique con poder sobre su tribu, pero con poca capacidad de empujar otras piezas del mundo. Trump no trajo la paz a Ucrania. No renegoció tratados comerciales como prometió el 2 de abril pasado. No desarmó a Irán ni desplazó a China. Los canadienses lo detestan más que al invierno polar, el canal de Panamá sigue siendo de Panamá, y el uranio enriquecido sigue donde estaba: en Irán.

El trumpismo parece operar bajo una fórmula mágica según la cual la destrucción interna se traduce en dominación externa. Pero nadie ha explicado cómo funciona esa ecuación. Tal vez porque no existe. Porque el poder geopolítico no se produce con insultos en televisión ni con purgas burocráticas, sino con instituciones que funcionan, aliados que confían y estrategias que trascienden al líder de turno.

La lección de la biología evolutiva parece clara. Los sistemas más exitosos, desde superorganismos sociales hasta Estados modernos, son aquellos que logran contener el egoísmo de las partes para ordenar el poder y actuar de forma colectiva. En política internacional, esto implica que la verdadera ventaja estratégica no reside solo en tener más poder, sino en tener, además, cohesión. 

Trump hace exactamente lo contrario: destruye la arquitectura institucional que permite esa cooperación. No es un constructor, es un disgregador. Encarna una lógica adaptativa al nivel intragrupo, pero disfuncional al nivel intergrupal. Dicho de otro modo, Trump es un estratega intragrupal brillante y un estratega intergrupal catastrófico.

El problema es que ningún grupo gana afuera si está roto por dentro. Y ningún orden global sobrevive si su nodo principal funciona como una suma de piezas enfrentadas. Trump no entiende, o desprecia deliberadamente, que la cooperación doméstica no es un lujo institucional, sino una condición de posibilidad para el poder geopolítico. 

Destruir el ecosistema normativo interno puede dar réditos personales, pero es equivalente a inmunosuprimir a tu propio Estado antes de entrar en un sistema anárquico competitivo.

ESCRITORIO

El arte de parecer sin estar: China y su rol global

Hay algo casi británico en la forma en que China ejerce poder: presente en todas partes, comprometida en casi ninguna. No ocupa bases militares en cascada como Estados Unidos, no escribe cheques como en la década pasada y no promete morir por sus aliados. Y, sin embargo, está. En acuerdos comerciales, en proyectos de infraestructura, en foros multilaterales y en el lenguaje cada vez más coreografiado de sus “asociaciones estratégicas”. La potencia ascendente actúa como si en los últimos años hubiera leído un libro imaginario llamado El arte de ser tomado en serio sin hacer mucho. Y lo aplica al pie de la letra.

Dos textos recientes ayudan a descifrar este arte de la presencia sin sobreactuación. El primero, del politólogo Mathias Larsen, muestra que la chequera china se ha reducido bastante: los préstamos internacionales de Pekín cayeron un 96% desde su pico en 2016 y la inversión externa directa un 68%. ¿Las causas? Larsen examina cuatro en particular: la pandemia del Covid19; la seguridad nacional del estado receptor; los préstamos problemáticos (el 60% de los deudores están en serios problemas financieros) y las condiciones económicas internas de China. 

No es que China ya no quiera influir; simplemente dejó de hacerlo a fuerza de dólares. Hoy prefiere renegociar deudas antes que emitir nuevas, y concentrarse en nichos como la infraestructura verde donde aún conserva ventaja tecnológica. No hay refundación del orden financiero global, dice Larsen, sino una coexistencia incómoda con el viejo FMI. Una suerte de post-neoliberalismo en versión demo. Una de las principales conclusiones de Larsen es que, aunque la forma en que China financia a sus pares del sur global difiere de los principios neoliberales, su acción “no constituye una alternativa escalable para los países receptores y, por lo tanto, no puede considerarse una fuente significativa de cambio”.

El segundo artículo, de Ketian Zhang, disecciona el mapa diplomático de Pekín: ciento nueve acuerdos bilaterales, ni una sola alianza formal. Ni siquiera Rusia, con su asociación “comprehensiva y coordinada”, logra cruzar esa línea roja semántica. Zhang llama a esto la doctrina “Ricitos de Oro”: ni demasiado fría (aislamiento), ni demasiado caliente (alineamientos militares), sino justo en el punto tibio de la ambigüedad estratégica. Nada de cláusulas de defensa mutua. Apenas promesas suaves, fotos oficiales y un respaldo implícito que permite a China proyectar sin casarse.

Esta estrategia no es torpeza ni prudencia. Es doctrina. En un mundo donde el exceso de compromisos cuesta caro (basta mirar a Washington, atrapado entre Ucrania, Israel y Taiwán), la sobriedad china parece más sensata que tímida. China evita comprometer recursos donde no tiene garantía de control. No lidera a gritos ni ocupa por saturación.

Pero atención: esto no significa inactividad. Significa otra forma de activismo, quizás más taimada. El poder chino no entra por la puerta de las instituciones, sino por las ventanas de la conveniencia. Menos deuda, más condicionalidades políticas. Menos tropas, más votos en la ONU. Es como un soft power que se endurece en lo que importa (semiconductores, tierras raras, zonas marítimas) y se ablanda en lo simbólico.

Leyendo los dos artículos, la tentación consiste en señalar que China no quiere reemplazar a Estados Unidos como arquitecto del orden global. Quiere diseñar su propio ecosistema sin romper con el orden global del todo. Mientras todos intentamos decidir si esto es amenaza, oportunidad o ambas cosas, China sigue haciendo lo suyo: estar sin parecer invasivo, influir sin pagar el precio de mandar. Y en tiempos de escasez, esa puede ser la forma más sostenible de poder.

Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.