La guerra como atmósfera: el reflejo colectivo del miedo
Las cinco regiones geográficas del planeta incrementaron su gasto en defensa, una imagen del estado de nervios permanente que domina la política internacional.

RADAR
Elecciones en Canadá y Australia: el adversario exterior como estrategia electoral
El 28 de abril y el 3 de mayo se realizaron elecciones en Canadá y Australia respectivamente. En Canadá, Mark Carney resucitó al Partido Liberal y lo llevó a un inesperado 43,7% del voto, obteniendo 169 escaños y, con ellos, el derecho a formar gobierno. Lo hizo mientras su rival conservador, Pierre Poilievre — el más trumpista sin ser Trump — , se desplomaba hasta perder incluso su propia banca.
Al otro lado del Pacífico, Anthony Albanese logró algo aún más improbable: una reelección laborista en Australia, con mayoría absoluta (85 de 150 escaños) y la derrota personal de su contrincante, Peter Dutton, otro émulo del estilo MAGA, que también perdió su escaño.
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En ambos casos, los titulares podrían ser intercambiables: líderes centristas que no eran favoritos, partidos que parecían condenados, y votantes que, ante la amenaza de un Trump sin filtro, prefirieron la competencia con compostura. Como si el electorado anglosajón, cansado de la grandilocuencia, hubiera votado — al fin — por el sonido de una frase bien construida. Si, los votantes escogen gobiernos, pero es el mundo quien muchas veces decide su menú de opciones.
No es que Trump haya hecho campaña en ninguno de los dos países, claro. No necesitaba. Sus aranceles, sus amenazas veladas (o no tanto) de anexión, y su desdén por los aliados tradicionales hicieron más por los liberales de Ottawa y los laboristas de Canberra que cualquier spot televisivo. El resultado ha sido doble: la reelección arrolladora de Albanese y la resurrección política de Carney, que hace apenas meses era una figura de Davos más que de Winnipeg.
Ambos triunfaron no simplemente a pesar del trumpismo global, sino gracias a él. La temeraria promesa de Pierre Poilievre de hacer “Canada First” lo hundió. Su contraparte australiana, Peter Dutton, no resistió el espejo que le pusieron enfrente: una imagen demasiado parecida al presidente estadounidense, sin su carisma televisivo. Las elecciones, en ese sentido, fueron menos un referéndum sobre los programas de gobierno que sobre el temperamento nacional: la dignidad frente al vasallaje, la autonomía frente al servilismo.
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SumateY sin embargo, el triunfo trae consigo un fardo que la euforia postelectoral no alcanza a ocultar. Carney hereda una economía golpeada por aranceles, con sectores industriales en riesgo y un electorado dividido. Su mandato comienza con la paradoja de haber ganado sin mayoría parlamentaria. Albanese, por su parte, deberá reconciliar promesas sociales (vivienda, salud) con un contexto fiscal cada vez más exigente y una región — el Indo-Pacífico — donde la geopolítica no da tregua.
Mark Carney y Anthony Albanese no fueron elegidos por incendiar multitudes ni por prometer revoluciones. Ganaron porque, en un mundo que se desliza hacia el histrionismo, ofrecieron algo escaso: compostura.
Carney, banquero de élite global, parecía una caricatura del tecnócrata inofensivo… hasta que Donald Trump decidió convertir a Canadá en objeto de burla y amenaza. De pronto, su perfil de gestor serio y cosmopolita se volvió deseable. Gobernar, después de todo, exige saber cómo funciona el mundo.
Albanese, más terrenal, más sindical que financiero, sobrevivió a tres años de desgaste y emergió como lo que muchos australianos querían: alguien que no imitara a Trump ni buscara validación en su sombra. Mientras su rival se enredaba en guiños populistas, él ofrecía calma.
¿Cómo harán ahora para lidiar con Trump? Una de las ficciones más convenientes del orden occidental ha sido siempre la idea de una alianza entre iguales. Canadá y Australia, dos democracias educadas y económicamente sofisticadas, aceptaron tiempo atrás su rol de “hermanos menores” en el pacto atlántico y pacífico, respectivamente. Washington manda, ellos acompañan. A veces con entusiasmo, a veces con resignación. Pero nunca, hasta ahora, con abierta desconfianza.
Donald Trump ha roto esa coreografía
Desde que comenzó su segundo mandato, Trump trató a Canadá con el mismo tacto con que un promotor inmobiliario trata a un inquilino moroso. Lo que solía ser un vínculo comercial mutuamente beneficioso se ha transformado en una relación punitiva: aranceles, amenazas de anexión simbólica, y un desprecio olímpico por las convenciones diplomáticas más elementales. El resultado no ha sido la sumisión, sino Mark Carney: Un tecnócrata globalista, educado en Oxford, que hizo campaña no por cortar lazos con Washington, sino por defender a Canadá de su abrazo asfixiante.
En Australia, el guion fue similar aunque menos melodramático. La relación con Estados Unidos ha sido un activo político indiscutido desde la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando Trump retiró exenciones arancelarias y trató a Canberra con la displicencia que reserva a los socios sin tarjetas de crédito doradas, algo cambió. Anthony Albanese, un primer ministro cuya popularidad se evaporaba hace apenas semanas, entendió el momento: la mejor forma de recuperar autoridad era afirmar que Australia no toma prestado ni su estilo ni su dignidad.
Ambos países siguen, por supuesto, siendo aliados de Estados Unidos. No hay visos de ruptura ni fantasías de neutralidad. El comercio entre Canadá y Estados Unidos es tan fluido, tan cotidiano, que roza lo fisiológico: respiran uno del otro. En 2024, movieron entre sí cerca de USD 760.000 millones, una cifra que coloca su vínculo comercial no sólo entre los más intensos del mundo, sino también entre los más silenciosos. Para ponerlo en escala: lo que Canadá y Estados Unidos comercian en una semana equivale a todo el comercio anual entre Estados Unidos y la Argentina. Siete días de rutina fronteriza superan doce meses de diplomacia latinoamericana.
Albanese, que se describe como un reformista, no como un revolucionario, ganó su reelección marcando distancia del trumpismo, pero eso no significa que vaya a comprar sus submarinos en Shanghai. En un gesto de realismo estratégico digno de la era posutópica, su gobierno sigue adelante con el programa AUKUS: un acuerdo trilateral con Estados Unidos y el Reino Unido para dotar a Australia de submarinos nucleares de diseño occidental. Mientras critica a Trump en público, Albanese le encarga a Washington — y no a Beijing — la defensa del Indo-Pacífico.
Pero más allá de esta interdependencia, lo que está emergiendo, sutilmente, es una nueva disposición mental: la alianza ya no es un acto reflejo, sino una decisión revisable. El costo político de parecer sumiso ante Washington se ha vuelto mayor que el de resistir su agenda. Y eso, en términos diplomáticos, es una revolución.
Ambos líderes tienen a su favor el aura del estadista razonable, de esos que no gritan en mítines ni buscan trending topics. Pero esa ventaja es también su mayor prueba: en un mundo donde lo ruidoso se confunde con lo fuerte, ¿podrán liderar sin convertirse en caricaturas de fuerza?
Trump les regaló la victoria. Ahora deberán ganarse el poder.
SONAR
La guerra como atmósfera
En política internacional, la tensión entre “cañones” y “manteca” — entre seguridad y bienestar, defensa y desarrollo — es tan antigua como persistente. Los Estados, se dice, deben elegir entre gastar en el ejército o en la sociedad. No siempre es una disyuntiva absoluta, pero sí es una tensión estructural. En años de relativa paz, la balanza tiende hacia la manteca: inversión en salud, educación, infraestructura. En tiempos de amenaza, los cañones reclaman prioridad.
Hoy, ese péndulo se ha volcado con fuerza. El mundo está rearmándose. Y no como ejercicio de previsión prudente, sino como reflejo colectivo de miedo.
La semana pasada se dieron a conocer los datos del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI) sobre el gasto militar global. Y las noticias no son buenas.
En 2024, el gasto militar global creció 9,4% y alcanzó los 2,7 billones (trillones gringos) de dólares, el 2.5% del PBI global, lo que representa el mayor aumento en términos reales desde que cayó el Muro de Berlín. Fue el décimo año consecutivo de incremento. Más de cien países decidieron invertir más en defensa. No es una anomalía: es una tendencia.
Europa volvió a ser el epicentro del rearme. Con la guerra en Ucrania en su tercer año y con la sombra de un posible repliegue estadounidense, los países del continente duplicaron apuestas: Alemania alcanzó un gasto militar de 88.500 millones de dólares, un 28% más que en 2023. Polonia invirtió el 4,2% de su PBI. Suecia, ya dentro de la OTAN, aumentó su presupuesto un 34%. En total, el gasto europeo superó los niveles registrados al final de la Guerra Fría.
La OTAN en su conjunto representa ahora el 55% del gasto militar mundial. Estados Unidos gasta más que todos los países de Europa combinados. En Asia, China lleva treinta años ininterrumpidos de expansión militar. Japón tuvo su mayor incremento presupuestario desde 1952. En Medio Oriente, Israel aumentó su gasto un 65% y alcanzó el segundo mayor peso militar en proporción al PBI, superado solo por Ucrania, que destina el 34% de su economía a la guerra.
Lo que sorprende no es que algunos países gasten más — eso siempre ocurre en tiempos de tensión — sino que gasten todos al mismo tiempo y sin horizonte claro de contención. Por segundo año seguido, las cinco regiones geográficas del planeta incrementaron su gasto en defensa, un reflejo del estado de nervios permanente que domina la política internacional.
El rearme no es solo una política: es una nueva normalidad. Se rearma Europa, porque hay guerra. Se rearma Medio Oriente porque hay más de una. En Asia, por si acaso. En América Latina, incluso sin guerras interestatales, el músculo militar se activa para tareas internas: seguridad, control, disuasión. Hasta en África, con presupuestos más modestos, el gasto subió.
Pero cada misil tiene su costo de oportunidad. Cada punto del PBI que va a defensa no va a educación, salud, protección social, ni transición energética. No financia innovación verde ni redes de seguridad ante el cambio climático. No mejora la infraestructura civil ni la resiliencia social. De hecho, la expansión del gasto militar convive con la contracción del espacio fiscal para todo lo demás. Los presupuestos nacionales, cada vez más estrechos, se están rediseñando bajo la lógica del conflicto. Los recursos que se movilizan en nombre de la seguridad no necesariamente producen más seguridad, pero sí producen menos desarrollo.
Las decisiones presupuestarias no son neutrales: son apuestas sobre qué tipo de futuro se quiere construir. Y, por ahora, el futuro que se financia es uno más armado, más temeroso, y menos preparado para combatir las amenazas no militares del siglo 21.
Este cambio tiene implicancias filosóficas. Durante décadas, la política global se organizó en torno a la promesa kantiana de una paz duradera, sostenida por el derecho internacional, el comercio, la cooperación y la democracia. Se hablaba de “dividendos de la paz” tras el fin de la Guerra Fría, como si la historia finalmente se hubiera ordenado.
Pero hoy, esa promesa se disuelve ante un retorno hobbesiano del Estado como Leviatán armado, celoso, desconfiado. El mundo parece asumir que el conflicto es inevitable, que el otro es una amenaza, y que la seguridad no se negocia: se impone.
ESCRITORIO
¿Y si el mundo se volviera viejo antes de volverse rico?
El último informe de McKinsey sobre la transformación demográfica global es, a la vez, diagnóstico y advertencia. El mundo envejece. Más de dos tercios de la población ya vive en países con tasas de natalidad por debajo del nivel de reemplazo. El resultado es previsible y radical: menos jóvenes, más personas mayores, y una presión creciente sobre los sistemas económicos, fiscales y sociales. En el norte global, las poblaciones envejecen y se contraen; en el sur, los nacimientos aún resisten, pero el giro es inminente.
Este cambio es menos estridente que una guerra, pero más profundo que muchas. La pirámide poblacional deviene obelisco: más viejos, menos jóvenes, menos soldados, menos consumidores, menos contribuyentes. La población económicamente activa se estanca o cae. El contrato social tambalea: ¿quién sostendrá a los jubilados cuando haya menos trabajadores por cada uno?
Y aquí es donde lo demográfico se vuelve geopolítico. Los países con poblaciones jóvenes (como India, Nigeria o Etiopía) ganan peso no por crecimiento militar sino por ser los únicos con brazos disponibles para trabajar, consumir y, eventualmente, liderar. Mientras tanto, las potencias actuales — de Europa a China — enfrentarán un dilema: aceptar el declive o rediseñar sus sociedades para trabajar más, vivir diferente y reproducirse más. Ninguna de esas tres opciones es fácil. Todas son políticamente explosivas.
El informe traza una relación muy interesante entre envejecimiento y robotización impulsada por la Inteligencia Artificial. Lo que hace décadas parecía un reemplazo innecesario o distópico — máquinas que conducen, atienden, traducen, programan — hoy empieza a verse como necesidad estructural. No porque se quiera desplazar a los humanos, sino porque no habrá suficientes humanos para hacer el trabajo. La escasez de mano de obra joven no es solo un problema del mercado laboral: es una redefinición del contrato social. Países como Japón ya muestran la dirección: altos niveles de automatización conviven con envejecimiento extremo. La pregunta no es si los robots nos van a reemplazar, sino si van a poder sostenernos cuando ya no haya suficientes trabajadores para hacerlo.
¿Qué opinan los argentinos y las argentinas sobre el mundo y la política exterior de Milei?
Son pocas las encuestas que analizan sistemáticamente la política exterior de la Argentina. Acá te comparto una: la de Zuban Córdoba y Asociados que salió unos días atrás. El mensaje que me queda en general es que el electorado argentino no está comprando el viraje ideológico pro-Trump/derecha global que Milei intenta vender.
Según los datos de la encuesta, la mitad del país cree que la imagen internacional de Argentina ha empeorado desde su llegada al poder. Más aún: el 55,5% prefiere que el país exhiba una postura de neutralidad ante la pugna entre Estados Unidos y China. Dato curioso: las mujeres son casi 6 puntos más neutralistas que los hombres. Otro dato curioso: incluso la mitad de los votantes de Milei prefiere la neutralidad al alineamiento con Washington.
Y aquí otra sorpresa: China supera ampliamente a Estados Unidos como actor estabilizador global (36% vs. 16%), una inversión de roles que hubiera hecho parpadear al mismísimo Kissinger. No es que los argentinos se hayan vuelto maoístas, pero sí parecen inmunes al evangelio de Washington.
A esto se suma un escepticismo marcado hacia la política exterior del presidente: el 58,6% considera que no es la que necesita el país, aunque un 61,6% reconoce su afinidad con Trump, lo que en esta parte del mundo no es precisamente un halago. Si la política internacional es una vitrina de aspiraciones nacionales, los argentinos están diciendo que prefieren una en tonos más sobrios y menos libertarios. El Milei global, por ahora, no enamora.
El informe viene con dos análisis bien interesantes sobre los resultados de la encuesta. Uno es un texto de Florencia Rubiolo que podés leer acá. El otro es un breve video de Gabriel Puricelli que encontrás acá.