Cónclave y apuesta: las plataformas de juego se meten en la elección del nuevo papa

La discusión trascendió a los vaticanistas y teólogos y llegó a los mercados de apuestas. Orígenes, ideologías y posibles resultados de la elección del sumo pontífice.

RADAR

La sede está vacante

La muerte del papa Francisco abre un enorme interrogante acerca del futuro de la Iglesia Católica. Su elección en 2013 fue saludada como un reequilibrio del mundo católico hacia el sur global, aunque sus implicancias doctrinales hayan sido más suaves que sísmicas. Ahora, el Vaticano se enfrenta a una elección que será tanto teológica como tectónica. No hay elección más global que la de un papa: 1.300 millones de católicos, una corte electoral de cardenales que representan continentes enteros, y una serie de dilemas tan antiguos como la Iglesia, pero que hoy se expresan en el lenguaje de la diplomacia y la demografía.

Te propongo que miremos el desafío por capas: vayamos de lo más inmediato a lo más estructural.

El cónclave. Días atrás, María de los Ángeles Lasa publicó un muy interesante texto cargado de datos y análisis acerca del proceso para seleccionar pontífices que te lo recomiendo mucho. Durante el siglo XX y XXI, nos cuenta Lasa, el Vaticano debió organizar 10 cónclaves, el primero en 1903, que terminó con la elección de Pio X; y el último en 2013, que eligió a Francisco. El promedio de duración de estos cónclaves, según los datos aportados por Lasa, fue de 3.2 días. Estos diez cónclaves necesitaron menos de 15 rondas de votación y la mayoría de ellos se resolvió antes de la décima ronda. En un análisis estadístico de supervivencia que hace Lasa (una técnica para estudiar el tiempo que transcurre hasta que ocurra un evento), el 50% de los cónclaves ya había elegido pontífice para la sexta ronda. La predicción de Lasa, que encuentro muy verosímil, es que el cónclave que está comenzando durará entre 2 y 3 días, con 4 a 6 rondas de votación.

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Más allá de esta línea de base, sin embargo, me fascina (como buen nerd) la idea de que el líder espiritual de 1.300 millones de personas sea elegido por votación secreta, en una sala cerrada. El cónclave papal — ese proto-parlamento de ancianos célibes — parece un anacronismo, y lo es. Pero también es, de manera más subversiva, una pieza inadvertida de modernidad: una suerte de democracia ritualizada antes de que la democracia se pusiera de moda.

La pregunta no es si la Iglesia es democrática. Claramente no lo es: el colegio electoral no representa al “pueblo católico” ni por género, ni por raza, ni por ideología. Sin embargo, la idea de que la autoridad no se hereda sino que se decide, que incluso el cargo más sagrado requiere consentimiento humano, insinúa algo revolucionario. Mucho antes de Rousseau o Jefferson, estaba la convicción tácita de que hasta en los asuntos más divinos hace falta votar.

¿Tiene la democracia raíces religiosas? No directamente. Pero la tradición judeocristiana siempre sostuvo dos ideas incómodas: que el individuo posee dignidad propia y que la autoridad necesita interpretación. De esa mezcla entre libertad y falibilidad humana surge, tímidamente, el principio democrático: no la búsqueda del bien revelado, sino la necesidad de un acuerdo imperfecto.

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Mientras escribo, me viene a la mente la afirmación de Einstein: “Dios no juega a los dados”. El físico hablaba del cosmos, pero la frase captura también la ansiedad teológica: en el corazón del cónclave no hay azar puro. No es una lotería. Es una coreografía de cálculo, de alianzas, de viejas rivalidades que, paradójicamente, busca producir algo que se parezca a la voluntad de Dios.

Tal vez Dios no vota. Pero viendo las alternativas –herencias dinásticas, dictaduras militares, iluminaciones carismáticas–, difícilmente objete que los cardenales, aunque confusos y limitados, lo hagan en su nombre.

¿Quién será el próximo papa? No tengo la menor idea. La discusión va desde lo que opinan vaticanistas y teólogos hasta lo que dicen los mercados de apuestas. Polymarket, por ejemplo, registró el fin de semana más de 7 millones de dólares en apuestas. Al menos hasta el sábado, Pietro Parolin encabezaba el mercado, con un 30% de chances de ser el próximo.

Leyendo a expertos y comentaristas, encuentro al menos dos formas de razonar para contestar esta pregunta: el team de las mayorías y lo esperado y el team de las minorías y la sorpresa.

El primer grupo nos dice que lo más probable es que el próximo Papa sea alguien cercano al sentir y pensar de Francisco. El argumento es bastante claro: de los 135 cardenales con derecho a voto, todos menos 27 fueron elegidos por Francisco. Muchos de ellos no vienen de Europa sino de América Latina, África y Asia. Según mi cálculo, con datos de un sitio web lleno de información sobre los cardenales, 72 cardenales vienen del norte global y 63 vienen del sur global. Aunque el campo está bastante parejo, el sur viene creciendo en población católica más que el norte. La presión para evitar la sobrerrepresentación de Europa será mayor.

El segundo equipo pone reparos al primero y razona de otro modo. En primer lugar, Francisco fue elegido en 2013 en un cónclave con mayoría de cardenales nombrados por Juan Pablo II y Benedicto. Si hubiéramos razonado como el primer grupo, nos habríamos equivocado. En segundo lugar, entonces, no podemos asumir que todos los nuevos cardenales están cerca del sentir de Francisco. Gerhard Muller (de Alemania) y Jean-Claude Hollerich (de Luxemburgo) están en las antípodas del arco teológico, pero los dos fueron nombrados Cardenales por Francisco. Gianfranco Ravasi, de Italia y nombrado por Benedicto, estaría en algún intermedio entre estos dos. El Espíritu Santo, dicen, no mira las bases de apoyo.

En segundo lugar, los nuevos cardenales no son vecinos europeos; viven a varios husos horarios de distancia. Comparten una religión, pero están muy lejos entre ellos en términos geográficos y culturales. Esto genera un problema de acción colectiva porque esencialmente se conocen muy poco. Y si pensamos en términos de grupos concentrados, el lobby conservador podría tener más capacidad de coordinación, no necesariamente para seleccionar un papa en particular, pero al menos sí para vetarlo. Para esto, les bastaría con conseguir algunos aliados conservadores en el sur global, que los hay.

Más allá del consabido enfrentamiento entre conservadores y progresistas, la sucesión papal podría leerse también en términos de estilo antes que de doctrina. Inspirados en la distinción entre “alto” (o sobrio-refinado) y “bajo” (informal-popular) que propone Pierre Ostiguy para analizar líderes políticos, cabe preguntarse si la Iglesia optará por un regreso al formalismo solemne y al orden curial, o si profundizará el giro hacia una presencia más llana, periférica y popular. No se trata solo de ideas teológicas, sino de modos de habitar el poder: de si el próximo papa restaurará la majestad de Roma o insistirá en diluir su centralidad en un mundo multipolar. En la tensión entre alta ceremonia y proximidad se juega tanto el futuro simbólico como político de la Iglesia.

El centro y la periferia. Tanto en religión como en política, a veces las periferias terminan dictando el futuro del centro. El catolicismo, durante siglos un edificio de piedra anclado en Roma, se ha vuelto un fenómeno móvil, mestizo y estadísticamente ajeno a Europa. Hoy, los católicos ya no se parecen a Rafael ni hablan latín. Habitan los bordes: Lagos, Manila, Medellín. El viaje más largo del papa Francisco fue de 12 días. No hizo Roma — París — Berlín. Visitó Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Singapur.

La geografía de la fe está cambiando. Según cálculos del Gordon-Conwell Theological Seminary, el “centro de gravedad” católico — ese punto imaginario en el cual igualan norte y sur, este y oeste — se ha desplazado desde Jerusalén hasta la frontera entre Senegal y Guinea-Bisáu, y se proyecta que en 2050 podría tocar la costa de Costa de Marfil. La metáfora es potente: la Iglesia está siendo arrastrada, no por voluntad propia, sino por la presión demográfica del sur global. Rápido de reflejos, Francisco designó cardenales en 25 países que nunca antes habían tenido uno, incluyendo Singapur y Timor Oriental. El papa Benedicto viajó tres veces a África y nunca visitó Asia. Francisco, en cambio, visitó 13 países en Asia y 9 en África.

El cambio, entonces, es espiritual pero también geopolítico. En un mundo donde la autoridad de Occidente se difumina, el catolicismo se ve compelido a reflejar un nuevo equilibrio de poder. El 39% de los cardenales que elegirán al próximo papa son europeos, y esa proporción se reduce con cada consistorio. El sur global no solo es el nuevo banco de fieles: es el nuevo colegio electoral.

En este sentido, Francisco entendió antes que la mayoría que la diplomacia vaticana debía romper con su ensimismamiento europeo si quería seguir siendo relevante. Su acercamiento a China, improbable y polémico, fue la apuesta más audaz: una paciente diplomacia de silencios, retrocesos y gestos — incluido aceptar oblicuamente designaciones episcopales no consensuadas — que terminó resucitando un diálogo interrumpido durante décadas. El precio fue alto, en críticas de Washington y del ala más ortodoxa de la Iglesia. Pero a cambio, el Vaticano ganó lo que Francisco siempre buscó: credibilidad como actor global, no rehén de viejos bloques de poder.

¿Y Roma? Roma resiste. De los 265 papas desde Pedro, más de 80% han sido italianos. Pero el último fue argentino; el anterior alemán y antes de Benedicto el polaco Juan Pablo II. Roma sigue siendo el lugar donde se elige al papa, pero ya no es el lugar desde donde se explica el mundo.

Mientras los progresistas del norte quieren una Iglesia inclusiva y moderna, muchos fieles del sur global son conservadores en lo moral. Francisco intentó una alquimia: voz del sur, sensibilidad del norte. Su sucesor enfrentará una aritmética difícil: cómo conciliar a un episcopado africano que defiende posturas ortodoxas con una feligresía europea cada vez más ausente, salvo cuando la Iglesia se vuelve más acogedora.

En el fondo, esta transformación del catolicismo revela una tensión global más profunda. Las religiones universales, como las potencias hegemónicas, deben adaptarse a un mundo multipolar. El Vaticano enfrenta su propio momento unipolar: un pasado de supremacía europea que choca con un presente descentralizado, dinámico y menos predecible. Como en la política internacional, la pregunta no es si cederá el poder, sino cómo y a quién.

SONAR

El Ártico o la fractura blanca

El Ártico fue, durante mucho tiempo, la excepción. Un rincón del planeta donde la geopolítica seguía las reglas de la cortesía y la cooperación, incluso cuando el resto del mundo se adentraba en la confrontación. Esa era la esperanza: que el hielo perenne sirviera también como escudo contra el instinto humano de la rivalidad. Esa esperanza, hoy, se está derritiendo tan rápido como los glaciares que la sostenían.

Climáticamente, el Ártico es la versión acelerada del desastre: se calienta cuatro veces más rápido que el promedio global. Geopolíticamente, se ha convertido en el teatro donde las grandes potencias se proyectan, con viejos reflejos de desconfianza y nuevas ambiciones estratégicas. El hielo retrocede y deja al descubierto no solo nuevas rutas marítimas y reservas de recursos, sino también la oportunidad, irresistible para algunos, de una reconfiguración del tablero de poder global.

Estados Unidos, tras décadas de indiferencia, ha despertado bruscamente. La retórica de Donald Trump sobre comprar Groenlandia puede haber sido excéntrica, pero el fondo era claro: asegurar posiciones en un hemisferio cada vez más disputado. El vicepresidente JD Vance lo dijo sin tapujos: “Dinamarca no está haciendo su trabajo”. El mensaje es inequívoco: Washington no quiere rivales cerca de casa.

Rusia, mientras tanto, nunca dejó de mirar al norte. Su Flota del Norte se mantiene intacta, incluso mientras las tropas terrestres rusas se desgastan en Ucrania. Moscú ha reactivado bases de la Guerra Fría y ampliado su infraestructura ártica, apostando al potencial de la Ruta del Mar del Norte como alternativa a los corredores comerciales tradicionales.

China, por su parte, se autodefine a fuerza de imaginación como un “estado cercano al Ártico”, invirtiendo en investigación polar, exploración energética y, discretamente, en capacidades militares. Sin acceso geográfico directo, apuesta a la paciencia y la presencia económica para insertarse en la disputa.

Noruega y Dinamarca, soberanas pero expuestas, enfrentan el desafío más sutil: no basta con el derecho internacional para sostener el control; hace falta, también, una inversión política activa. Mantener a Groenlandia o Svalbard como piezas estables del orden ártico requiere más que tratados: exige compromiso, presencia y recursos. Hasta ahora, la respuesta europea ha sido tibia: preferencia por lo ambiental sobre lo estratégico, prudencia diplomática frente al zumbido creciente de las ambiciones militares.

El peligro mayor no es, aún, una guerra sobre el hielo. Es el debilitamiento de los consensos básicos que mantenían el Ártico como una zona de baja tensión. La suspensión práctica del Consejo Ártico tras la invasión rusa de Ucrania dejó un vacío que nadie sabe bien cómo llenar. Mientras tanto, Estados Unidos, Rusia y China compiten con discursos que cada vez recuerdan más a la lógica de las “esferas de influencia”, esa reliquia de un orden que Europa prefería creer superado.

Lo que está en juego no es solo la gobernanza de una región remota. Es la prueba de si el multilateralismo aún tiene cabida en un mundo en recongelación política. O si, en cambio, el deshielo ártico traerá consigo un endurecimiento general de la competencia global.

En ese sentido, Groenlandia — con su población que cabría en un estadio de fútbol — y su vastedad gélida se ha convertido, de manera casi trágica, en un espejo de un orden mundial cada vez más desnudo de ilusiones. Como dijo un líder local: “Pensábamos que podíamos mantenernos fuera de la geopolítica. Ya no es posible.”

ESCRITORIO

El FMI y su análisis del contexto global luego del “Día de la Liberación”

El Fondo Monetario Internacional (FMI) presentó una nueva edición del World Economic Outlook (WEO) bajo el título Un momento crítico en medio de cambios de política. En la conferencia de prensa, el economista jefe Pierre-Olivier Gourinchas advirtió que el sistema económico global que ha regido las últimas ocho décadas está entrando en una fase de redefinición, impulsada por una escalada de tarifas comerciales y un aumento marcado en la incertidumbre política.

La proyección de crecimiento global fue revisada a la baja: se espera una expansión de 2,8% en 2025 y 3% en 2026, una reducción de 0,8 puntos porcentuales respecto a la actualización de enero. De no haberse anunciado las nuevas tarifas de abril, la corrección habría sido mucho más leve. En paralelo, la expansión del comercio mundial sufrirá un freno severo, pasando de 3,8% en 2024 a apenas 1,7% este año.

Entre los factores destacados están:

Estados Unidos: crecimiento revisado a 1,8% para 2025, con una inflación sostenida en 3%. El impacto de las tarifas equivale a una caída de 0,4 puntos del PBI, sumado a un enfriamiento ya en marcha. El riesgo de recesión aumentó, pasando de 17% en octubre pasado a 30% actualmente.

China: la proyección de crecimiento cayó a 4%. El impacto de las tarifas entre Estados Unidos y China es significativo, aunque parcialmente compensado por medidas de estímulo fiscal. Se proyecta inflación cero para 2025, reflejando presiones deflacionarias.

Mercados emergentes: los países de ingresos medios y bajos sufrirán tanto por la menor demanda global como por la caída de precios de commodities. La depreciación reciente del dólar ofrece algo de alivio financiero, pero no revierte una tendencia de menor crecimiento.

Aunque el FMI descarta un escenario de recesión global inmediata, advierte que los riesgos se han desplazado decididamente hacia el lado negativo. La volatilidad financiera ha aumentado, aunque sin generar todavía desórdenes de magnitud sistémica. En síntesis, el diagnóstico general es sobrio: el desorden comercial está erosionando las perspectivas de crecimiento, y solo una corrección en las políticas proteccionistas podría mejorar rápidamente el escenario.

Otras lecturas

Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.