Los derechos humanos según Trump
El Departamento de Estado de EE.UU. está revisando y reescribiendo sus informes con nuevas categorías que se adaptan a la nueva gestión.

Hoy nos enteramos de la triste noticia del fallecimiento del papa Francisco, a sus 88 años, en su residencia del Vaticano, la Casa Santa Marta. Estuvo 12 años al frente de la Iglesia Católica, y para pensar en su legado Cenital sacó un especial que se llama Vox populi. En él escribe Juan Grabois sobre las convicciones de Jorge Bergoglio, Hernán Reyes Alcaide piensa al papa latinoamericano, Sol Prieto hace lo suyo sobre el camino lento de la inclusión femenina a la Iglesia, una crónica sobre el cónclave que lo eligió a mano de Tomás Aguerre, Juan Maquieyra, Marta Alanis sobre el papa aliado y una entrevista de Claudio Mardones a Gustavo Carrara. Espero que puedas leerlo y pensar en él.
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RADAR
Los derechos humanos ya no son lo que solían ser
Quien haya trabajado o leído sobre derechos humanos a nivel global sabrá que los informes anuales del Departamento de Estado de Estados Unidos fueron siempre una pieza informativa clave para examinar el avance o retroceso de los derechos humanos en el mundo.
Hasta ahora.
¿Qué está pasando? La administración Trump está reescribiendo los informes anuales sobre derechos humanos del Departamento de Estado para eliminar categorías clave de abusos, como corrupción gubernamental, condiciones carcelarias severas, represión a la participación política y restricciones a derechos civiles básicos como la protesta, la privacidad y la libertad de reunión.
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Sumate- También se eliminarán referencias a violencia de género, ataques a personas con discapacidad, represión a organizaciones de derechos humanos y discriminación contra la comunidad LGBTQ+.
- La consigna oficial es “alinear los informes con la política actual y órdenes ejecutivas recientes”.
¿Por qué? El recorte no responde a nuevas metodologías ni a ajustes técnicos: es una redefinición ideológica del propio concepto de derechos humanos desde el Poder Ejecutivo.
- En lugar de reflejar estándares internacionales amplios, los informes se adaptarán a una noción más restringida centrada en libertades religiosas y propiedad privada.
- Esta visión, impulsada por figuras como Mike Pompeo y hoy por el Secretario de Estado Marco Rubio, refleja la voluntad de dejar de “señalar con el dedo” a aliados estratégicos —como Hungría, El Salvador o Arabia Saudita— y de reducir el alcance normativo de los informes como insumo diplomático.
¿Por qué es importante este cambio? La credibilidad de Estados Unidos como referente global en derechos humanos no es solo simbólica: alimenta decisiones de ayuda exterior, acuerdos de cooperación y marcos de rendición de cuentas.
- Al recortar estos reportes, Washington debilita su propia capacidad de presión moral y abandona una herramienta clave de soft power.
- Más aún: envía una señal clara a regímenes autoritarios de que ciertas violaciones ya no importan. La política exterior, en este nuevo molde, ya no se guía por principios universales, sino por afinidades coyunturales y conveniencias estratégicas.
¿Una nueva guerra en Gaza?
¿Qué está pasando? Desde hace varios días, distintos medios internacionales señalan que detrás de la violencia de Israel en Gaza hay otra lógica.
- Algunos hablan de una “segunda” guerra en Gaza. Si la primera estuvo impulsada por la necesidad de retaliar y recuperar la disuasión, la segunda está impulsada por un deseo de expansión territorial y relocalización de palestinos.
- La primera fue una guerra de necesidad. La segunda sería una guerra de elección. Esta vez, la violencia no parece dirigirse a poner presión sobre Hamas para sentarse a negociar.
Los incentivos son varios. Benjamin Netanyahu busca distraer a la sociedad de los juicios que enfrenta. La extrema derecha ve una oportunidad para cumplir su deseo de poblar la Franja de Gaza, de la cual Israel se retiró en 2005.
- Israel creó una nueva oficina gubernamental con el objetivo de facilitar la “salida voluntaria” de palestinos residentes en Gaza hacia terceros países.
- La medida fue aprobada por el gabinete de seguridad poco después de la reanudación de la guerra, y es promovida activamente por figuras de la ultraderecha israelí como el ministro de Finanzas Bezalel Smotrich quien considera que, si se sortean los desafíos logísticos, el territorio podría quedar vaciado de sus 2 millones de habitantes en el plazo de un año.
La población, sin embargo, tiene otra mirada. Una encuesta de marzo del Institute for National Security Studies de Israel encontró que el 54% por ciento de la población cree que la decisión de volver a la guerra fue políticamente motivada y un 29% se opone a retomar los combates en Gaza.
El escenario más probable. Todo indica que Israel está ampliando las zonas de seguridad (o buffer zones) en Gaza, en Siria y en el Líbano y que estas zonas serán más permanentes que temporarias. En Gaza, según datos del propio Ejército, Israel controla cerca del 30% del territorio.
SONAR
Hay una teoría políticamente útil, pero que me interesa cuestionar, según la cual el poder económico está disperso. Que la globalización democratizó el acceso a los mercados. Que con un teléfono y una app cualquiera puede invertir, comerciar, acumular. Que el ascenso “del resto” muestra un campo de juego más equilibrado entre el norte y el sur global. Lo que esta ilusión omite —por omisión o por conveniencia— es que el mundo está más concentrado que nunca: en riqueza, en propiedad, en capacidad de decisión. No en los Estados-nación, sino en los fondos que se sientan en sus banquetas de mármol: BlackRock, Blackstone, Vanguard, entre otras.
En el ambiente se las conoce como “las Big Three”. Repasemos algunos números. La industria de la gestión de activos administra 120 billones (trillones gringos), más o menos el 26% de la riqueza privada global. Si hacemos foco en las Big Three, encontramos que administran activos por 23 billones de dólares, un poco menos que el PBI de Estados Unidos y poco más de 3 veces el PBI de toda América Latina.
Las Big Three están en todas partes: son las principales accionistas en el 88% de las firmas del S&P500. BlackRock, por ejemplo, administra más de 10 billones de dólares, algo más que dos PBI de Alemania. Está presente en casi todas las empresas que cotizan en bolsa. Es dueña de pedacitos de todo —Apple, Exxon, Pfizer, Nestlé— como si fuera el fondo indexado del universo. Se presenta como un actor técnico, casi aburrido, pero actúa como regulador informal, como asesor estatal, como Poder Ejecutivo alternativo. Cuando la pandemia detuvo al planeta, la Reserva Federal no recurrió al Congreso ni a un comité de emergencia: llamó a BlackRock para gestionar compras de bonos. Ni siquiera hizo falta una licitación.
Blackstone opera con menos glamour mediático, pero con igual ambición imperial. Se especializa en activos reales: hoteles, viviendas, infraestructura. Donde un Estado ve déficit, Blackstone ve oportunidad. Administra capital privado para tomar empresas enteras, reestructurarlas, y exprimir valor donde antes había utilidad pública o empleo estable. Su presencia en el real estate global es tan vasta que ya incide en precios de alquiler, modelos urbanos y políticas de vivienda, sin haber ganado una sola elección.
Ambos fondos —junto con sus primos Vanguard, State Street y otros nombres no tan conocidos— son hoy la aristocracia del capitalismo sin fronteras. Operan en una escala para la que los marcos regulatorios tradicionales son poco más que decorado. No son “empresas” en el sentido convencional, sino infraestructuras del capital global: plataformas desde donde se asigna poder, riesgo y rentabilidad con más eficiencia (y menos escrutinio) que desde cualquier parlamento.
El poder que acumulan no es sólo financiero. Es epistémico. Definen qué es inversión “sostenible”. Qué sectores deben crecer. Qué significa “riesgo aceptable”. Son los nuevos tecnócratas, pero sin Estado ni ciudadanía. No rinden cuentas ante contribuyentes sino ante retornos anuales. La geopolítica los menciona poco, porque no entran en las categorías clásicas. Pero son ellos quienes hoy trazan las líneas invisibles de la interdependencia.
Sí, el acceso al mercado se hizo más democrático. Pero el proceso termina en concentración. A medida que aumentó la participación en inversiones, la propiedad de acción en Estados Unidos se volvió cada vez más desigual. En 1990, el 0.1% más rico poseía el 13.5% de las acciones y participaciones en fondos mutuos. En 2020, pasó a concentrar el 23%. Mientras, el 50% más pobre apenas llega al 0.8% de las acciones del país.
¿Hacia dónde nos dirigimos? Lo fascinante del capitalismo contemporáneo no es su omnipresencia, sino su mutación. Lo que alguna vez fue un sistema dominado por industriales y bancos dio paso a una era de gestores de activos: entidades que no solo invierten en el capitalismo, sino que lo administran, lo rediseñan y, en muchos casos, lo sustituyen.
Algunos comenzaron a hablar de un “capitalismo de gestores de activos”. En este artículo de acceso abierto vas a poder comprender su dinámica. Los autores proponen tres formas de diseccionar este fenómeno. Primero, miran a los gestores de activos como empresas capitalistas por derecho propio: no son meros intermediarios pasivos, sino organizaciones con intereses, estrategias y ambiciones. Segundo, los analizan como arquitectos de otros capitalistas: al definir las reglas del juego —mediante sus criterios de inversión, su aversión al riesgo o su fijación por la eficiencia— moldean las decisiones de las empresas en las que invierten. Y tercero, observan cómo su influencia trasciende la economía corporativa y se proyecta hacia el diseño institucional, la política fiscal, la distribución espacial de la riqueza y, por supuesto, la democracia misma, en tanto Blackrock tiene más capacidad de veto que muchos parlamentos. ¿Puede la política recuperar el control de lo público cuando lo públicofue empaquetado en un fondo? ¿Es posible una infraestructura común si todo tiene un rendimiento esperado?
ESCRITORIO
Gobernar es recibir
La política exterior china se está reconfigurando en torno a una fórmula de poder blando tan antigua como efectiva: si el mundo no viene a ti, invítalo. Desde 2023, Pekín profundizó una estrategia que denomina head-of-state diplomacy, una diplomacia de alto nivel que convierte a Xi Jinping en anfitrión de presidentes y primeros ministros de todo el Sur Global. A diferencia del apogeo de la era Xi (2013–2019), cuando el líder chino viajaba en promedio a 14 países por año, hoy el foco está en recibir. En 2024, Xi hizo solo nueve viajes al exterior, pero 84 líderes extranjeros aterrizaron en Pekín, el 74% de ellos provenientes del Sur Global.
Un informe del International Institute for Strategic Studies (IISS) señala que este giro no es casual. Forma parte de una narrativa más amplia, una en la que China se propone como la voz legítima del Sur Global, en contraste con un Occidente que aparece cada vez más errático, proteccionista o indiferente. La propuesta china es simple y tentadora: un orden internacional alternativo donde la soberanía se respeta, la no injerencia se garantiza y la redistribución de poder global —al menos en el discurso— se promueve. Todo esto encapsulado en iniciativas como la Global Security Initiative, el Global Development Initiative y el Global Civilization Initiative, cada una reforzando un mismo mensaje: no estamos aquí para imponer, sino para asociarnos.
Pero como en todo proyecto de poder, hay tensiones. China quiere ser la voz del sur sin dejar de ser una gran potencia con intereses propios. Quiere mediar en disputas regionales sin tomar partido. Y sobre todo, quiere asegurar que su ideología —el Xi Jinping Thought— se traduzca en legitimidad internacional sin que eso implique concesiones materiales.
La pregunta que surge del informe del IISS es si el Sur Global comprará este relato en el largo plazo, especialmente cuando los intereses de China entren en colisión con los de sus nuevos socios. En la política mundial, las alianzas retóricas son baratas; las concesiones reales, no tanto. Pekín lo sabe. Washington, tal vez, lo olvidó.