Guerra Civil en Sudán: una “crisis humanitaria de proporciones industriales”
Así calificó la ONU al enfrentamiento en el país africano. A dos años de iniciado el conflicto, la paz se aleja.

Daniel Noboa, el actual presidente de Ecuador, ganó la segunda vuelta a través de su partido, la Acción Democrática Nacional (ADN). Las encuestas anunciaban un resultado más apretado entre Noboa y Luisa González, la mujer heredera del correísmo. Los votantes señalaron otra cosa: darle a Noboa el beneficio de la duda y estirar el plazo de su gestión. El Consejo Nacional Electoral confirmó el triunfo de Noboa, sin embargo González no aceptó su derrota y denunció fraude, además de solicitar el recuento de votos. Siendo que la diferencia fue de casi diez puntos entre Noboa y ella, dudo que su reclamo pueda prosperar.
Mi advertencia rápida: evitar el espejo con la Argentina. Luisa González, de izquierda, se declara evangélica y dice leer la Biblia a diario. Daniel Noboa, el empresario, se refiere en el sitio de ADN al “desarrollo sustentable”, la “interseccionalidad de género”, la “interculturalidad” y los derechos humanos. Y para marearte aún más, te comento que ADN se autopercibe como un “movimiento político de centro izquierda” con “valores democráticos y progresistas que promueve la justicia y el bienestar social”.
Entiendo si Noboa te da otra vibra. La obsesión de su familia, además del dinero, es el poder. Su padre, Álvaro Noboa, se postuló a la presidencia en cinco oportunidades, perdiendo en todas. En enero de 2024, su hijo en la presidencia decretó el estado de conflicto armado en el país, militarizó la seguridad y redujo derechos y libertades, incluyendo falsos positivos y abuso policial en ascenso. También adoptó medidas impopulares, como subir el IVA y reducir subsidios a los combustibles. Y, claro, fue de los pocos líderes de la región que fue invitado a la asunción de Trump, de quien busca fervorosamente el apoyo. Todo esto amerita que pongamos nuestra lupa en él de acá a un tiempo. Por ahora, lo dejamos festejar. Pero antes te recomiendo la lectura de este panorama pre-elecciones de Jordana Timerman.
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Hablar de lo que hizo Trump la semana que pasó parece inevitable; pero como también lo hicimos la entrega anterior, está vez iremos al hueso. Me interesa poner el acento en lo que está pasando en Sudán, que no es nada bueno. Más allá, hoy Sonar viene a explorar qué está pasando en el espacio. Y Escritorio te recomienda un texto de muchas voces e ideas súper interesantes.
RADAR
El shock Trump y la policrisis
Es uno de los mayores logros estratégicos de Donald Trump: haber convertido su persona en el centro de gravedad de la conversación política global. No importa si firma un decreto, si lo revoca, si amenaza con invadir un país o simplemente se pelea con Disney, cada gesto suyo acapara titulares, disuelve agendas y agota el ancho de banda informativo de gobiernos, medios y ciudadanos. El precio es que mientras nos obsesionamos con su último capricho, se reconfiguran zonas enteras del planeta sin que lo registremos. Trump es, en el fondo, una distracción de proporciones históricas que al mundo le cuesta muy caro.
En el interminable tit-for-tat entre Estados Unidos y China —aranceles, represalias, controles de exportación, restricciones a inversiones— lo que termina erosionándose, además del comercio, es la previsibilidad. Las reglas del juego ya no existen: se improvisan, se recalculan, se instrumentalizan según el humor político y del mercado del momento. Y en ese escenario, la tarifa más alta no es del 145% sobre China ni de 25% sobre el acero, ni del 10% sobre casi todos los mortales; es la prima de incertidumbre que pagarán todos los actores que dependan de un mínimo de estabilidad para operar.
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SumateHay algo profundamente irónico —y trágico— en la asimetría temporal del orden internacional: su construcción avanza con la paciencia de un contable, paso a paso, tratado a tratado, cumbre tras cumbre. Pero su desintegración opera con la furia de un incendio forestal. Lo que tomó décadas consolidar —normas, instituciones, confianza— puede deshacerse en meses, incluso semanas, bajo la presión combinada de líderes cínicos, crisis acumuladas y una opinión pública fatigada. Es un fenómeno casi geométrico: cada ruptura genera nuevas fracturas, que a su vez aceleran otras más. La arquitectura del orden global se construye con lápiz, pero se derrumba con dinamita.
A este derrumbe muchos lo denominan policrisis, que no significa la coincidencia de múltiples crisis, sino su interacción sinérgica: una especie de efecto compuesto de la desgracia. Climática, geopolítica, tecnológica, democrática… cada crisis no solo agrava a las otras, sino que desordena los mecanismos que antes servían para resolverlas. En tiempos normales, una recesión se combate con política fiscal; un conflicto, con diplomacia; una pandemia, con sistemas de salud robustos. Pero en la policrisis, los remedios chocan entre sí, y el sistema responde como un paciente agotado por demasiadas enfermedades al mismo tiempo. Es un derrumbe que no sigue una línea recta, sino una espiral descendente. Y nadie sabe dónde está el fondo.
Cierto, no romanticemos lo que teníamos antes. La nostalgia de muchos líderes por el orden liberal internacional suele pecar de selectiva. Fue, en el mejor de los casos, un proyecto inconcluso, más predicado que practicado, cuya arquitectura sirvió tanto para extender la cooperación como para consolidar jerarquías. Era un orden con zonas francas para la hipocresía: intervención en nombre de los derechos humanos cuando convenía, no intervención cuando no. Multilateralismo para los discursos, bilateralismo para las concesiones. Y si bien ofreció estabilidad y prosperidad a muchos, también dejó fuera a grandes segmentos del sur global. No estamos perdiendo un paraíso, sino un marco funcional con profundas grietas. Pero como suele ocurrir, es solo al borde del colapso que empezamos a echarlo de menos.
Sudán: a dos años del conflicto, la paz se aleja
La guerra civil en Sudán es una de las tantas cosas que estamos dejando de lado por culpa del Donald, el transaccional. Para Naciones Unidas, estamos ante “una crisis humanitaria de proporciones industriales”, pero a Trump no le mueve un pelo.
Sudán es un país de 46 millones de habitantes, de mayoría musulmana, con un ingreso anual promedio de 750 dólares. No solamente es de los países más pobres del planeta: la guerra hizo descender la recaudación fiscal un 80%; cerca de la mitad de la población atraviesa una crisis alimentaria y 13 millones dejaron sus hogares.
A dos años del inicio de la guerra civil, el país se encuentra al borde de la fragmentación, y el conflicto amenaza con desbordar a toda la región. El momento decisivo llegó en marzo de 2025, cuando el ejército sudanés logró recuperar el control de Jartum, la capital, que desde el inicio de la guerra había estado bajo dominio de las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), una poderosa milicia paramilitar.
La reconquista de la ciudad no fue sólo simbólica: representó una victoria estratégica que consolidó el poder del ejército en el corazón político y administrativo del país. Pero en lugar de abrir la puerta a negociaciones de paz, este avance pareció reforzar la convicción de ambas partes de que la guerra puede ganarse en el campo de batalla. El ejército quiere aprovechar su impulso para desmantelar a la RSF de una vez por todas, mientras que la RSF apuesta por expandir la guerra a nuevas zonas, construir alianzas con otros grupos armados —como el SPLM-North— y seguir recibiendo apoyo externo.
Porque si algo define a esta guerra, más allá de su violencia, es el peso del juego regional. El ejército cuenta con el respaldo político y militar de Egipto y Arabia Saudita, mientras que la RSF recibe armas, dinero y legitimidad por parte de Emiratos Árabes Unidos, que lo niega. En paralelo, Chad juega un papel ambivalente —acusado de facilitar rutas de armas para la RSF— y Sudán del Sur, inestable por cuenta propia, corre riesgo de quedar arrastrado a un conflicto que se extiende cada vez más a lo largo de la frontera común. Lo que está en juego ya no es solo el control del Estado sudanés: es la posibilidad de que todo el noreste africano quede atrapado en una dinámica de guerras subsidiarias, al estilo de Siria o Libia, pero en un corredor aún más frágil y estratégico por su acceso al Mar Rojo.
En el plano interno, el panorama es igual de sombrío. Con medio país enfrentando inseguridad alimentaria aguda y millones desplazados, la guerra ha dinamitado lo poco que quedaba del proceso de transición pos-Bashir. La militarización de la sociedad se acelera. El ejército ha comenzado a armar milicias locales para combatir a la RSF en Darfur y Kordofán, una táctica que podría volverse en su contra, generando caos e ingobernabilidad en el este del país. Por su parte, la RSF, tras perder Jartum, intenta reposicionarse con ofensivas en el sur y el norte, con apoyo de nuevos aliados insurgentes. El país se descompone en múltiples conflictos superpuestos, con el riesgo creciente de que las partes formen gobiernos rivales y Sudán se encamine hacia una partición de facto.
La posibilidad de negociaciones existe, pero requiere presión internacional coordinada. Egipto y Arabia Saudita tienen influencia directa sobre el general Burhan, y podrían usar la victoria en Jartum como punto de partida para exigir una salida política. Emiratos debería hacer lo propio con la RSF. Las condiciones para un acuerdo duradero —un alto el fuego, una mediación creíble, un compromiso regional para desescalar— son difíciles pero no imposibles. El problema es que, por ahora, cada actor externo sigue jugando su propio juego.
Occidente también tiene un rol que aún no ha asumido. El gobierno de Trump mostró poco interés en Sudán, pero su cercanía con Riad, El Cairo y Abu Dabi le otorga margen de maniobra si decide actuar. La Unión Europea, el Reino Unido, Noruega y Suiza organizan conferencias, promueven ayuda humanitaria, pero sin una estrategia diplomática común y sostenida, su influencia será marginal. El martes, 15 de abril, Londres albergará una conferencia en el segundo aniversario del conflicto. Puede ser una oportunidad para reposicionar a Europa en la agenda de paz, pero solo si se abandona la tibieza.
El tiempo corre en contra. Cada día que pasa sin negociación real es un paso más hacia la fragmentación de Sudán y la desestabilización de su vecindario. La pregunta no es si esta guerra afectará a otros países: es cuántos y por cuánto tiempo.
SONAR
El espacio: la última órbita de Wall Street y la crisis de los comunes
Por mucho tiempo, el espacio fue el escenario de la épica nacional: cohetes soviéticos, astronautas norteamericanos, el espíritu de Kennedy, el ingenio del MIT. Ahora, es más bien una carrera entre Jeff Bezos y Elon Musk, con Richard Branson jugando al excéntrico de ocasión. La NASA ya no compite contra la URSS, sino que terceriza la hazaña a contratistas que también venden internet satelital o viajes suborbitales a magnates aburridos. El espacio se privatizó. Y no hubo referéndum.
SpaceX lanza satélites a ritmo industrial —más de 7.000 en órbita— mientras Amazon, a través de Kuiper, planea poner 3.000 más para que uno pueda ver The Boys desde una aldea remota en Mongolia. Todo esto suena a inclusión digital, hasta que se considera que cada lanzamiento mete más chatarra en la órbita baja, que ya se parece a la autopista Panamericana en hora pico.
Y ahí es donde el progreso se topa con su sombra. La órbita terrestre baja se ha convertido en una ilustración perfecta de lo que ocurre cuando los incentivos individuales destruyen un bien colectivo. Es el típico problema de los comunes, pero a lo Musk: futurista, glamoroso y miope.
Cada actor —estatal o privado— tiene razones perfectamente racionales para lanzar su satélite ahora, cuanto antes, y cuantos más mejor. Los gobiernos quieren vigilancia, defensa y prestigio. Las empresas buscan cobertura global y, por qué no, algún contrato con una aerolínea o una agencia de espionaje. Nadie quiere quedarse fuera de una economía orbital que promete rendimientos tan altos como el precio del oxígeno en Marte. Entonces todos corren, todos lanzan, todos ocupan. Y, como siempre en estos casos, nadie limpia.
El resultado es que la órbita baja, ese espacio que alguna vez fue exclusivo de superpotencias con cohetes del tamaño de rascacielos, se está llenando de microobjetos, mini satélites y mega problemas. Se estima que hay más de un millón de fragmentos de desechos mayores a un centímetro. Un centímetro puede no parecer mucho, hasta que se mueve a 28.000 km/h. A esa velocidad, un tornillo olvidado puede partir un satélite como si fuera una cáscara de huevo.
Los datos son elocuentes: desde 2018, los satélites en órbita baja se duplicaron. Entre 2019 y 2023, los lanzamientos espaciales se cuadruplicaron. SpaceX, responsable del 60% de los satélites actuales, informó que cada uno de sus aparatos Starlink realizó en promedio 14 maniobras de evasión en apenas seis meses. La Estación Espacial Internacional tuvo que cancelar caminatas espaciales y refugiar a sus astronautas. Lo que antes era rareza, hoy es protocolo.
Y no es solo basura: es basura con historia. En 2007, China probó un misil antisatélite destruyendo uno de los suyos, generando 3.000 fragmentos. En 2009, un satélite ruso inactivo chocó con uno de Iridium, creando 2.000 más. En 2021, Rusia volvió al juego con otra prueba. Si el espacio fuera un parque, ya estaría clausurado por seguridad.
Y sin embargo, seguimos lanzando. Porque el costo de no lanzar —quedarse atrás en la carrera tecnológica, económica y militar— es percibido como mayor que el riesgo de saturar la órbita. Es el clásico dilema: si todos ejercen su derecho, todos pierden su beneficio. Nadie quiere ser el primero en autorregularse. Nadie quiere pagar por un sistema de tránsito orbital si puede jugar gratis. Nadie quiere limpiar el patio si puede seguir tirando basura al jardín del otro.
Lo irónico —y trágico— es que este escenario estaba anunciado desde hace décadas. La tragedia de los comunes fue formulada en contextos mucho más terrenales: pasturas, pesquerías, aire limpio. Pero la lógica no cambia cuando se eleva a 500 kilómetros de altura. El espacio no es infinito, al menos no el espacio útil. Y menos aún cuando uno quiere evitar colisiones con la precisión de un cirujano mientras comparte la órbita con miles de objetos que no responden a un joystick.
Mientras tanto, el negocio es tan rentable como riesgoso. Starlink podría alcanzar 8 millones de suscriptores para fines de 2025. Quilty Space estima ingresos de 12 mil millones de dólares. Aerolíneas, fuerzas armadas y agencias de inteligencia son clientes frecuentes. Amazon, como siempre, promete bundlear internet satelital con Prime. “Mire The Rings of Power desde la estratósfera”.
Y Musk, claro, sueña con Marte. Su ideal: enviar una misión no tripulada en 2026. (Vivir en Marte: el sueño y la pesadilla de la odisea conquistadora de Elon Musk, escribió Valentín Muro en #RecetaParaElDesastre, el news de ciencia y tecnología de Cenital). Mientras tanto, aquí en la Tierra, gobiernos como el de Ontario cancelan contratos con Starlink en represalia por las tarifas de Trump, e Italia se pregunta por qué debería pagar 1.700 millones de dólares a una empresa que opera como brazo comercial de una potencia que le impone aranceles.
El problema no es técnico. Es político. Las soluciones existen: gestión del tráfico espacial, acuerdos multilaterales, cuotas, incentivos para el reciclaje orbital. Pero todos están demasiado ocupados lanzando la próxima constelación para detenerse a pensar en reglas. ¿Por qué ceder espacio hoy si puedo ocuparlo y forzar a los demás a adaptarse a mis términos mañana?
Así funciona el egoísmo racional. Así se destruye un recurso común. Así se construye, en nombre del progreso, una catástrofe perfectamente previsible. La tragedia de los comunes ya no es una parábola pastoral. Es un thriller geopolítico en órbita. Y está en marcha.
ESCRITORIO
El desorden de los otros
El orden liberal internacional, ese sistema de reglas y pretensiones normativas nacido al calor del siglo XX estadounidense, se está deshilachando. Es lo que decimos todos. Y sin embargo, lo más fascinante del momento no es tanto su declive, sino la ausencia de un reemplazo coherente. Si el mundo está dejando atrás una arquitectura institucional liderada por Occidente, ¿qué está construyendo en su lugar?
El informe de Chatham House, Competing Visions of International Order (marzo 2025), ofrece una respuesta tentativa reuniendo las voces de excelentes expertos y expertas sobre las estrategias de Estados Unidos, China, Rusia, India, Brasil, Alemania, Francia, Turquía, Arabia Saudita, Indonesia, Irán y Japón.
Lo que presenta no es una pugna entre un viejo orden y uno nuevo, sino una dispersión de perspectivas nacionales, cada una ajustada a su historia, ambiciones y grado de resentimiento estratégico.
Estados Unidos quiere reformular el orden a su medida, China quiere rediseñarlo a lo largo de líneas más westfalianas; India busca aprovechar la policrisis para ganar centralidad sin levantar demasiado polvo. Rusia, en cambio, parece empeñada en destruir sin construir. Brasil quiere más voz sin más responsabilidades. Arabia Saudita se mueve con un pragmatismo que haría sonrojar a Talleyrand. El juego de Irán es la resistencia. El de Indonesia, la autonomía y el no-alineamiento. Y el de Japón un orden con menos principios y más pragmatismo.
No hay, entonces, un proyecto alternativo con vocación universal. Lo que hay es una competencia de narrativas, de geometrías variables, de equilibrios inestables. El resultado es un sistema internacional que ya no gira en torno a un centro ni se organiza en bloques. “Hoy Estados Unidos aparece cada vez más solo”, señala Leslie Vinjamuri, su editora. El juego de hoy se parece más a una no-conversación en donde cada actor escribe su propio reglamento y lo impone donde puede. Esta fragmentación normativa, esta colisión de expectativas y principios, es lo que convierte al mundo actual en un espacio radicalmente más difícil de gobernar.
Lo que hace valioso al informe no es solo su diagnóstico, sino la posibilidad que brinda de comparar visiones y políticas exteriores tan diversas. De mirar cómo cada país —no solo las grandes potencias— interpreta este interregno. Porque en el fondo, la geopolítica no es solo una lucha de poder, sino una disputa por el sentido del orden. Y hoy, como nunca antes en décadas, ese sentido está en disputa.