Confirme que no es un robot
En la era de los mensajes urgentes y los gestos descartables, la humanidad parece desvanecerse detrás de la pantalla. El resultado: vínculos menos humanos, más insensibles y anestesiados.
I. Tiende a usarse la miopía como metáfora de la cortedad de entendederas de alguien, de sus limitaciones para analizar algo o pensar algo. Sin embargo, creo que es exactamente al revés: la miopía posibilita mirar las cosas de cerca, enfocar los detalles y desenfocar un poco el fondo. Porque a veces hay que hacer foco en las minuciosidades, no en detrimento de la vista general, sino para que esa vista sea igualmente precisa. Se trata, también y sobre todo, de que el bosque no tape el árbol. Nuestra vida cotidiana está sin dudas afectada por la vista ampliada, por el bosque; pero no lo está menos, y hasta diría que lo está bastante más, por el árbol. Una política de Estado nos puede arruinar el día, o incluso la vida; un gobierno nos puede mantener malhumorados, angustiados, hartos. Pero lo podemos pensar al revés: incluso estando a gusto con un gobierno, incluso estando alguien tranquilo con cómo está un país o un mundo, un día puede verse arruinado o malhumorado por algo del pequeño lazo con los otros. Y todavía algo peor: podemos estar malhumorados, hartos, angustiados por el contexto, y los maltratos o destratos de la vida cotidiana nos arruinan aún más. ¡Aún más! Los microlazos cotidianos con nuestros mundos, con el mundo, resultan finalmente lo que va haciendo de nuestros días, días más o menos lindos, más o menos transitables, más o menos hostiles, más o menos amorosos.
II. Ya casi nadie está afuera de la vertiginosidad, velocidad y estridencia de este nuevo mundo. Cada vez hay que hacer más esfuerzos para poder sustraerse de la lógica infernal del tecnocapital. Cada vez es más trabajoso mantener un pie un poco afuera para no ser comidos enteros por la voracidad de la hiperconectividad y la hiperproductividad. Y no me refiero solamente a si usamos o no usamos redes sociales, me refiero a que esa voracidad es una manera del mundo en la que estamos todos metidos. Esa voracidad es la del mundo, sí. Pero somos parte de ese mundo y también somos responsables de nuestras propias voracidades. No somos almas bellas en este presente que nos toca. ¿Cómo cerrarle un poco la boca a esa bestia que pretende devorarnos día a día? ¿Qué hacer para no prender la topadora que se lleva puesto a todo aquel que aparezca en el camino? Nuestros cansancios actuales están hechos de muchas cosas, y por supuesto que la precarización laboral es una de las más importantes. Pero creo que hay una capa densa de cansancio hecha de esa boca hambrienta que a veces podemos ser nosotros mismos y, a veces, son los otros. Y es que el lazo con los otros también está precarizado. El infierno son los otros, diría Sartre; Vorágine infernal, diría Botticelli.
III. Muchos autores se están ocupando de la epidemia de soledad que brotó en el mundo, de unos años a esta parte. Pareciera ser una soledad novedosa en la medida en que coincide con los tiempos de la hiperconectividad. Quizás más que soledad habría que decir aislamiento, porque si no, la soledad se lleva la mala prensa y sabemos que hay varias soledades, algunas están hoy en falta. Sentirse solo con otros no es lo mismo que estar solo con otros. En inglés existen dos palabras para nombrar esos matices: solitude y loneliness. Dos palabras, una distinción necesaria para poder pensar que no todas las soledades se padecen. La paradoja de esta situación actual, la de la hiperconectividad, es que estamos conectados, pero no estamos con otros, aunque también, y sobre todo, esto: porque estamos conectados nunca estamos solos. ¿De qué manera esta hiperconectividad afecta la percepción de los otros? No ya si los percibimos de tal o cual forma, sino que, directa y drásticamente, no los percibimos.
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IV. ¿Cómo es que, muchas veces, no se advierte que del otro lado no hay un humano? En las mutaciones del mundo que se están produciendo me interesa pensar la forma en la que se pierde la noción de que, del otro lado –del teléfono, de la computadora, de la puerta, de la ventana– hay otro ¡otro ser humano! Porque en la forma en la que se vienen dando ciertos lazos es notable la deshumanización. A la deshumanización de las guerras del mundo, ahora se suma la deshumanización de las guerras cotidianas con los otros. Por guerra cotidiana no me estoy refiriendo ahora a que “la gente” en la calle está nerviosa y agresiva, no. Me refiero a cómo algunas escenas están desencajadas, desquiciadas, desubicadas, “desordenadas” –diría mi amiga Florencia–.
V. En ese punto, la cosa se está poniendo –si es que ya no se puso– obscena, en el sentido no sólo de lo repulsivo –que también– sino, sobre todo, del fuera de escena. No se trata de mera desconsideración o de mala educación, se trata de otra clase de destrato, uno que adquiere las vestiduras de lo maquinal. Una pediatra tiene como leyenda del WhatsApp el pedido de que no le envíen fotos de la materia fecal de sus niños porque está harta de recibirlas, aún así, le envían fotos de la materia fecal de sus niños; una directora de escuela recibe un mensaje de un padre para que le diga cuánto calza su hijo; un docente universitario recibe un mail de un estudiante en su casilla personal para saber si hay paro; un médico recibe la foto de un herpes sin ni siquiera saber de quién es; una persona recibe mensajes de voz a pesar de tener una leyenda que dice que no escucha mensajes de voz; una maestra se comunica con una madre para informar que su hijo está descompuesto y la madre solicita una foto de las heces de su hijo –ay las madres y su fascinación con las heces de sus hijos–; un autor que no nos conoce ni conocemos nos envía –sin que se lo hayamos pedido– su libro en PDF y “espera comentarios”, al tiempo vuelve a mandar mensaje preguntando si ya hemos leído su libro; las personas que no nos conocen ni conocemos mandan audios extensos hablando solas y obligándonos a escucharlas; llueven los pedidos laborales que no advierten que eso que están pidiendo “de onda” se trata de trabajo y entonces no mencionan el asuntito del dinero y en cambio mencionan que sería muy importante que los ayudemos con su emprendimiento cultural (hay muchísimas personas haciendo cosas a pulmón, pero con el pulmón del otro); una persona que no conocemos insiste con varios mensajes, con un pedido muy desubicado, en el lapso de pocas horas y como no obtiene respuesta –el receptor del mensaje está ocupado trabajando, o velando a su abuelo, o sacando agua de su casa inundada, o está ocupado haciendo nada y no puede o, simplemente, no tiene ganas de contestar, quién sabe– asesta el golpe final a las 7 A.M del día siguiente informando que necesita urgente una respuesta, etc. etc. etc. (cada uno de ustedes debe tener más para agregar a esta lista). Y todo eso sin mediar palabra, sin que medien disculpas, sin que haya alguna advertencia de que se están desubicando. Porque a cualquiera de nosotros nos puede pasar que necesitemos algo un poco fuera de lugar, el asunto es si advertimos o no que estamos en ese fuera de lugar. O, lo que es peor, se encabalga esa desubicación en la peor de las conjunciones adversativas: “pero”. “Ya sé que estás de vacaciones, pero necesito tal cosa”; “ya sé que es domingo, pero necesito tal cosa”, “ya sé que son las 11 de la noche, pero necesito tal cosa”. Esa enunciación es fatal porque se traduce un poco en “me cago en vos, yo necesito X”. Y por supuesto que no me estoy refiriendo a demandas de conocidos, amigos, familiares –que no por eso están exentos–, sino que me refiero a relaciones laborales o, simplemente, a mensajes de personas desconocidas que quieren algo de nosotros.
VI. Quieren algo de nosotros, pero esa forma de dirigirse reclama que quieren algo y se olvidan de nosotros. Se olvidan de que hay alguien ahí. Como esa forma de la hostilidad que noto ahora –seguramente estuvo siempre, pero ahora se nota más– que es la siguiente: alguien nos pide algo, nos ocupamos en responder para decir que no podemos –incluso a veces tenemos el gesto de explicar las razones de la negativa– y ese otro entonces ya no contesta más. Evidencia de esa manera, lo sepa o no, cierta enunciación: sólo le interesábamos si accedíamos a su pedido –que además llegó con un mensaje larguísimo o con pompas y circunstancias y elogios y halagos y frases como “sería un honor que…”–. La sensación que muchos tienen ante estos gestos desagradables es la de la descartabilidad, la de sentirse intercambiables, la de que al otro le da lo mismo el quién mientras haya alguien –cualquiera– que acceda a su demanda. Ese gesto deja evidenciado el sesgo objetualizador tan de estos tiempos: el otro no es percibido como un sujeto, sino como un objeto que nos da o no nos da lo que necesitamos. En esa manera de pedir se evidencia que no estaban pidiéndonos algo, sino que pretendían extraernos un pedazo. Extractivismo también en las relaciones. La desconsideración por el otro existió siempre, lo nuevo es que esa desconsideración se haga norma porque el espacio digital lo posibilita.
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SumateVII. Franco “Bifo” Berardi tiene una vasta obra en la que pone en evidencia, desde distintos lados y desde hace muchos años, su interés por el mundo contemporáneo y las consecuencias en los lazos y en el mundo del trabajo, por ejemplo. Ahora hablo de Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva –editado por Caja Negra en 2018–. Allí Bifo se detiene en los detalles de lo que llama la mutación en la sensibilidad. Dice que el centro de su atención, en este libro, es “la extinción del hombre o de la mujer humanista (…). Algo ha cambiado profundamente en su mirada, en su comportamiento y (sospecho que), también en sus sentimientos, en la manera en la que sienten y se perciben a sí mismos”. Y eso, sin dudas, también afecta la manera de percibir a los otros. Sigue Bifo: “La mutación digital está invirtiendo la manera en la que percibimos nuestro entorno y también la manera en la que lo proyectamos” y esto afecta, dice, “nuestra sensibilidad y sensitividad”. Me detengo ahora especialmente en lo siguiente: para el autor, se trata de un cambio en la percepción erótica, es decir, en el eros de la vida, eso que nos hace humanos. Dice que, a medida que nuestra comunicación pasa “cada vez menos por la conjunción de los cuerpos y cada vez más por la conexión de máquinas”, vamos perdiendo “la capacidad para detectar lo indetectable, para leer los signos invisibles y para sentir los signos de sufrimiento o de placer del otro”. Hace una distinción entre conectividad y conjunción y sugiere que la diferencia pasa por lo siguiente: mientras que en la conjunción se trata del contacto con el cuerpo, con la piel, con la temperatura de los cuerpos, con los gestos, con lo indecible, en la conexión se trata de una asepsia, de una gramática de la conectividad hecha de códigos preestablecidos que no admiten esa ambigüedad ni esa interpretación que sí se juegan en la conjunción. Es decir que en la conjunción hay interlocución, hay otro hacia el que nos dirigimos y del que esperamos que participe en la interpretación del mensaje, incluso cuando eso admita el malentendido. En la conjunción hay lugar para los matices, los silencios, lo indecible, la gestualidad, los tonos, los silencios, el humor. El libro de Bifo despliega todo eso que transcurre con la mutación de la sensibilidad. Menos humanos, más insensibles y anestesiados. La cosa se está poniendo robótica. Conozco a alguien al que no le gusta no contestarle o no agradecerle a los bots. Tiene, justamente, el impulso contrario: humaniza a los bots.
VIII. Las redes sociales –incluido WhatsApp– son un generador constante de intercambios con personas que, la mayoría de las veces, no sabemos quiénes son: no conocemos su voz, sus tonos, sus gestos, etc. Entonces tenemos vía libre para atribuirles todo lo que nuestra fantasía pretenda. Se tiene libertad total para suposiciones y atribuciones. No suelo estar de acuerdo con la idea de que hay que bancarse el odio de los demás porque, por ejemplo, hacemos algo público –desde publicar una foto en redes hasta escribir o dar una entrevista o lo que sea que elegimos hacer público–. No suelo estar de acuerdo con encasillar las cosas en, por ejemplo, la noción de “hater”. A menos que abramos esa cosa y veamos que, ahí adentro, ese odio –que está en mayor o menor medida vomitado en el espacio público, desde el jefe de Estado y sus trolls, hasta aquel que comenta hostilmente una publicación o insulta porque sí a alguien– también se está naturalizando.
No soy optimista, pero tampoco soy pesimista. Ni me refugio en el optimismo ¡de esta salimos mejores!, ni me resigno en el pesimismo ¡el mundo está así, no hay nada que hacer! Creo que se trata de poner de sí, de estar un poco más atentos; se trata de ensayar maneras para que este estado de cosas no nos arrase. Ensayar formas de concebir a los otros como otros, ensayar nuevas formas de transitar los espacios cotidianos y, como diría Barthes, pensar cómo vivir juntos.