Adolescencia: ¿es en serio?

No se trata de una serie sobre adolescentes: se trata de lo que pasa en un mundo sin adultos.

Owen Cooper como Jamie Miller, Erin Doherty como Briony Ariston, en Adolescencia. Cortesía de Netflix para TIME.

La historia es así (alerta spoiler)

La policía encuentra el cuerpo de una joven asesinada de siete puñaladas. Con pruebas concluyentes, allana la casa del homicida, un chico de 13 años, y lo detiene frente a la perplejidad absoluta de su familia, que supone que a ellos no les está pasando eso, que se trata de un error judicial digno de una serie de Netflix.

Ya en la comisaría, el acusado repite una y otra vez a su padre y a todo aquel que quiera escucharlo, que es inocente. Lo sostiene durante el interrogatorio policial, hasta que le muestran un video en el que se lo ve, más allá de toda duda razonable, asesinando a una compañera de escuela. Game over.

El caso parece cerrado, pero el policía a cargo decide ir a la escuela del acusado para encontrar el móvil del crimen. Sus primeros pasos son erráticos: no entiende el lenguaje, ni los códigos, ni la dinámica, y mucho menos la mezcla de caos y duelo que dejó el crimen. Además, los estudiantes —sin excepción— lo desafían con hostilidad y sarcasmo. Hasta que uno de ellos (que resulta ser su propio hijo, plot twist mediante) le explica qué hay detrás del asesinato: el victimario había sido humillado por la víctima a través de Instagram, y objeto de burla por parte de sus compañeros. Lo acusaron de INCEL (célibe involuntario), lo que en ese ecosistema digital equivale a una marca social imborrable. El padre policía, finalmente, logra armar el rompecabezas y encuadrar el asunto dentro del universo de las redes sociales, el cyberbullying y la ultraderecha británica. Caso cerrado. O eso parece.

Porque en el tercer capítulo, una entrevista entre el homicida y una psicóloga aporta una capa de comprensión: el cyberbullying es apenas el móvil, no la causa. El homicida presenta una estructura de personalidad psicopática y narcisista: es incapaz de sentir empatía o culpa, sufre ataques de ira incontrolables, nunca reconoce el homicidio y posee una notable capacidad de seducción y manipulación de la que se jacta contando cómo logró engañar a varios profesionales en entrevistas anteriores y cómo decidió invitar a salir a su futura víctima a sabiendas de que se encontraba vulnerable por la viralización de fotos desnuda. Un encanto.

El último capítulo se centra en el sufrimiento de la familia. No solo por el hijo, sino porque ellos mismos son ahora víctimas de hostigamiento: adolescentes y adultos —sí, adultos— acusan al padre de pedófilo y los persiguen en redes sociales y en el barrio. La angustia familiar se potencia por la culpa, especialmente del padre, que se reprocha no haber hecho lo que había que hacer. En una última escena, lo vemos llorando frente a la cama vacía de su hijo preso donde solo quedó, mudo testigo de la catástrofe, un osito de peluche de Taiwán. Fin.

Adolescencia… ¿en serio?

El primer problema de la serie es su título: ¿por qué Adolescencia? Salvo en el capítulo de la escuela, donde se ve —muy por encima— algo de la vida adolescente y se sugieren algunas claves sobre redes sociales y bullying, no hay mucho más. De hecho, están ausentes los estereotipos habituales del género como sexo irresponsable, drogas, alcohol, autolesiones, ataques de pánico, trastornos alimenticios, depresión o juego compulsivo. Lo que tenemos es, en cambio, la historia de un psicópata precoz que asesina a una compañera de clase cuando nadie lo esperaba porque aún no había dado señales de su psicopatología.

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La serie rasguña elementos de una prefigurativa: relaciones aplanadas adultos-adolescentes, desaparición de secretos intergeneracionales, y la escena clave en la que el hijo le explica al padre cómo funcionan las cosas. “Me dio pena verte perdido en todo esto, perdón”, se compadece. Pero enseguida aparecen las postales trilladas con frases como “estos chicos son imposibles” o esa joyita de una policía: “Las escuelas huelen a repollo, vómito y masturbación”. Raro que no metieron un “presumiblemente drogados” con “familias disfuncionales”.

Pero entre tanto cliché, no hay relación entre ese entorno y el crimen: no mata por adolescente, mata por psicópata. Fin del misterio.

Para colmo, el protagonista ni siquiera parece un adolescente. Es menudito (no pegó el estirón), con una expresión infantil clarísima y sin signos del desarrollo puberal: voz aguda, sin vello facial ni nuez de Adán. Independientemente de los motivos detrás del casting, si no supiéramos su edad ni el título de la serie, estaríamos frente a una docu-serie de psicopatía infantil.

Entonces… ¿por qué Adolescencia?

Tal vez haya que dejar de buscarle lógica narrativa al título y empezar a pensarlo desde otro lugar; por ejemplo, el marketing. Adolescencia suena bien, despierta interés, dispara clics. Es una palabra poderosa pero ambigua, cargada de ansiedad colectiva y promesas de conflicto. Ya no es la adolescencia del siglo XX, angustiada, que no encontraba lugar entre el mundo infantil y el adulto: esta es una adolescencia empoderada que también sirve para vender o al menos prometer casi cualquier cosa, incluso en esta historia donde los adolescentes son actores de reparto, o extras. El título funciona como esas etiquetas en las redes que no tienen nada que ver con el contenido pero posicionan. Adolescencia como hashtag. O como esas noticias en plataformas con títulos incendiarios y contenido congelado. Adolescencia como gancho; como clickbait.

Pero hay otra una explicación más incómoda: ¿y si Adolescencia no se refiere a los chicos sino a los adultos? O, mejor, ¿a un mundo sin adultos?

Sí, los mismos que negocian con sus hijos cada día si van a ir o no a la escuela. Los que ante el asesinato de una estudiante proponen como respuesta una “sala de apoyo al duelo”, como si un par de sillones pudieran recomponer lo irrecuperable. Los que afirman saber cómo relacionarse con adolescentes al mismo tiempo que explican, con gesto de alivio, por qué decidieron no tener hijos.
Los que sienten que sus hijos los miran con lástima; como una especie de accidente generacional: adultos que dan cringe. Los que se preguntan todo el tiempo si están siendo buenos padres, si alguna vez lo fueron, qué hicieron mal, por qué priorizaron otras cosas y cómo pueden compensar. En la serie, con comida china, donde se espera que se le retribuya el “tiempo de calidad” con un generoso “papá: perdón por tu trauma”.

Esos son los verdaderos protagonistas de Adolescencia: los (no) adultos desconcertados, desbordados, que buscan manuales de instrucciones para una tormenta que está sucediendo y que no entienden ni hacen el esfuerzo de entender. Adultos que no construyen asimetría, no intervienen, no dicen que no. Pero lloran.

Tal vez Adolescencia sí tenga sentido como título, solo que no donde pensábamos. No es una serie sobre adolescentes, sino sobre adultos en una crisis crónica que ya dejó de ser crisis porque se cronificó indefinidamente.

No es casual que los gobiernos y las autoridades educativas recomienden la serie para verla sanamente y en familia. Hay que aprovechar la coartada hasta que nos avivemos.

Epílogo: la edad del desconcierto

Al final, Adolescencia no es el relato de una etapa de la vida, sino un síntoma de época, en la que los adolescentes funcionan como excusa para adultos sin brújula, sin sacrificio y no solo sin autoridad sino preguntándose todo el tiempo qué significa. No estamos ante una historia sobre la adolescencia, sino frente a la radiografía de un mundo sin adultos.

La serie comienza con un crimen y termina con adultos que se preguntan qué hicieron mal, cómo compensar, si alguna vez supieron algo sobre sus hijos. En lugar de intervenir, ofrecen contención. En lugar de actuar, proponen una “sala de duelo”. Y cuando todo falla, apelan a gestos mínimos, simbólicos, insuficientes. No hay sanción, no hay no, ni consuelo, ni guía, ni ley. Solo culpa, confusión, y una ternura inútil y, digamos todo, patética..

Quizás por eso el título es Adolescencia y no Adolescentes, porque remite al tiempo extendido en el que navegan los adultos. La serie no lo dice, pero lo muestra: la adolescencia no es una edad biológica, sino un estado generalizado de la adultez que ya no es.

Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella. Académico Asociado de Argentinos por la Educación.