Contenido sin contenido: ¿qué fue del arte en el reino de la viralidad?
En la era de los algoritmos y la economía de la atención, la creatividad se diluye en un mar de publicaciones efímeras. ¿Cómo pasamos de la expresión artística a la producción de material diseñado para circular, pero no para perdurar?
“Escuchar a la gente hablar de «contenido» me hace sentir como el relleno de un almohadón”, hace dos años confesaba la actriz y productora Emma Thompson. “¿Contenido? ¿A qué se refieren con eso? Es algo vulgar, en realidad”, agregaba.
Y no es una pregunta sencilla de responder.
En el libro Content (2022), la historiadora Kate Eichhorn se propone atender esta inquietud y explorar qué es exactamente el “contenido”, quién lo produce, cómo llegó a considerarse tan importante y de qué modo podría seguir influyendo en nuestra economía, cultura, política y vida cotidiana.
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El concepto parece haberse filtrado tímidamente en nuestro vocabulario a principio de los años 90 a partir de las discusiones en torno a la “industria del contenido” en Internet, que refería de manera muy amplia a todo tipo de empresas abocadas a ofrecer contenido digital de cualquier tipo, desde publicaciones de texto hasta música y películas. Por supuesto, el mercado era por entonces minúsculo.
Una rápida visita a un diccionario es inútil (“Cosa que está contenida dentro de otra” o bien “Conjunto de cosas que se expresan en un escrito, un discurso o una obra”), aunque tiene algo de poesía el hecho de que “contenido” abarque tanto un post en Instagram como aquello que podemos encontrar en un pañal.
Provisoriamente, y tautológicamente, “contenido” puede ser todo lo que así denomine un “creador de contenidos”, sea un texto, un video, una canción, una pintura o lo que esa semana pueda venderse al mejor postor, enmarcado en otra economía de los eufemismos bajo la promesa de independencia y autonomía.
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SumateEsta íntima relación entre los “contenidos” e Internet ya estaba presente cuando, en 1996, Bill Gates comentó que “el contenido es rey”. En el mundo apenas había 36 millones de usuarios conectados pero su observación resultó acertada: “El contenido es donde espero que verdaderamente se gane dinero en Internet. (…) Aquellos que tengan éxito impulsarán Internet como un mercado de ideas, experiencias y productos, un mercado de contenido”.
Con la llegada de la web social — donde el contenido pasó a ser generado por los usuarios en lugar de grandes empresas — , esta promesa parecía haberse cumplido: la esperanza de que cualquiera con acceso a Internet pudiera aprovechar las bajas barreras de entrada para compartir sus ideas y hacer que la información circulara.
Los blogs, en particular, encontraron una afinidad natural con los esquemas de monetización basados en publicidad, lo que permitió a muchas personas vivir de su escritura sin depender de intermediarios como publicaciones o revistas.
Sin embargo, al consolidarse las redes sociales como eje central de nuestro consumo de información, hace unos 15 años, la monetización de nuestra atención se concentró en un puñado de plataformas y dio lugar al interés por la “economía de la atención”, un concepto introducido en los años 70, que encontró su máxima expresión en los “algoritmos” detrás de la curaduría automática de contenidos.
Las redes sociales amplificaron hasta el ridículo la capacidad de encontrar audiencias, bajo el costo de la pérdida de agencia no solo en lo que consumimos, sino también en lo que se espera que hagamos: alcanza con que se baje un interruptor en alguna parte para que de repente el contenido que es “rey” deje de ser el texto o la imagen y pase a ser el video, y mañana sea otra cosa.
Eichhorn, esperablemente desencantada con el asunto, ensaya una definición propia de “contenido” como material digital “que puede circular únicamente con el propósito de circular”, bajo la cual el género, el formato o el soporte de un contenido, señala, pasan a ser preocupaciones secundarias y en algunos casos incluso irrelevantes. Un podcast se desprende de una serie de televisión, un documental acompaña el estreno de una película, un artículo periodístico se convierte en largometraje o incluso la vida privada de quien crea una obra se vuelve parte de la “industria de contenidos”.
Todo esto, que de manera mucho más caritativa alguna vez fue descrito como transmedia, se vuelve ahora una abrumadora avalancha de texto, audio y video que llena nuestros “feeds” como “parte de un flujo único e indistinguible”, donde no solo se trivializa la creatividad sino que ya no queda claro qué es lo que realmente crean los “creadores de contenidos”.
Lo insípido del contenido digital sería entonces una decisión de diseño que mejora sus chances de dar vueltas por nuestros espacios digitales, y lo que explica que en muchos casos las empresas más exitosas no sean necesariamente aquellas que producen o venden contenidos sino las que facilitan su circulación.
Esta idea millonaria se instaló tras el sacudón que supuso la crisis de la burbuja puntocom, a principios de los años 2000. A diferencia de la primera generación de emprendedores que veía en la web la oportunidad de vender algún producto o servicio digital, quienes vinieron después descubrieron que podían ganar mucho más dinero sin vender ni hacer nada: solo tenían que procurar suficientes visitas a un sitio web donde pudieran mostrarse anuncios.
Esto tuvo un profundo impacto no solo en cuánto contenido se producía sino también en su naturaleza y las condiciones de su producción. Este modelo de negocios no se apoya necesariamente en el valor de lo que se hace sino en su capacidad para atraer atención, que luego empresas como Google y Meta se encargan de vender al mejor postor.
Cuando en 2003 Google introdujo la posibilidad de mostrar anuncios en cualquier sitio web, sin siquiera tener conocimientos de programación, el otrora amarillismo cobró un nuevo color y nació el famoso “clickbait”, conjunción de “clic” y “carnada” en inglés.
Este término surgió para referirse a los artículos superficiales cuyo título explota nuestra curiosidad solo para que los visitemos y puedan cobrarse los ingresos por publicidad. Pero en la actualidad podríamos estirarla también hasta contemplar videos en los que se cometen errores adrede para que los usuarios lo corrijan en los comentarios o incluso los artistas falsos que pueblan las playlists más escuchadas de Spotify, entre muchas otras formas deshonestas de estrujar interacción.
Jugando con el “capital cultural” de Pierre Bourdieu, Eichhorn habla de “capital de contenido” para describir la forma en que las redes sociales rápidamente condenan al ostracismo si dejamos de publicar contenidos con el mismo vertiginoso ritmo de siempre, por lo que una permanente presencia en el “feed” de la audiencia es un requisito no negociable si nos interesa existir.
Pero mientras que el “capital cultural” describe el modo en que nuestros gustos y referencias confieren reputación, el “capital de contenido” describe la capacidad de hacer exactamente lo que las redes sociales esperan que hagamos, a riesgo de perderlo todo si no lo hacemos.
Es esto lo que explica los niveles brutales de ansiedad y burnout de los creadores de contenidos, un problema tan frecuente que incluso YouTube incluye consejos en su material de ayuda para enfrentar el efecto en la salud mental asociada a ofrecerse como engranaje en una insaciable máquina de contenidos.
Aunque, casi sin darnos cuenta, en un par de años pasamos de que todo el mundo quisiera ser influencer al deseo de volverse “creador de contenidos”, no todas las personas que caen bajo esa incómoda definición lo eligieron, como mencionaba Emma Thompson.
En el cambiante universo de las plataformas y sus caprichos no hay lugar para negociar, y en poco menos de una década quienes lograron independizarse a partir de su escritura, en especial, se encontraron de un momento a otro con que escribir ya no alcanzaba y ahora también debían dar bien en cámara y manejarse con soltura en un soporte que quizá poco o nada tenía que ver con lo que hacen o quieren hacer.
Quienes alguna vez podrían haber hecho una carrera dedicándose a lo que hacen bien — escribir libros, hacer películas o pintar — , de repente se ven ante la urgencia existencial de dedicar una considerable cantidad de tiempo a producir contenidos, de cualquier formato, sobre sí mismos y su trabajo, o bien pagarle a alguien para que lo haga.
No importa a qué nos dediquemos, debemos encontrar el modo de “compartirlo” de una manera que sea breve, llamativa, entretenida, bien iluminada e, idealmente, que no exija demasiada reflexión. Si no entra en un par de minutos, no sirve. En contra de la fricción propia del cultivo de una identidad intelectual, la “cultura snack”, como la bautizó Carlos Scolari, debe poder ingerirse en bocados de poco valor nutritivo.
Podemos aprovechar cierta deriva lingüística para recordar algunos de los comentarios de Susan Sontag en “Contra la interpretación”, de 1966. Si bien allí no hablaba de “contenido” en los mismos términos de la cultura digital, sí nos permite dilucidar una crítica contra esta fijación por un término con el que ningún autor o artista se referiría a lo que hace, y que, sin embargo, se nos impuso con la fuerza del vocabulario comercial y consumista que no se preocupa por la cultura, sino por su mercantilización.
“Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos”, escribe Sontag. “Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más. (…) La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive qué es lo que es y no en mostrar qué significa”. Forzando aún más la referencia, la “creator economy” suele ser una de pura interpretación y muy poco arte.
No escapa a lo paradójico que gran parte de lo que supuestamente se “crea” no sea más que una pobre regurgitación automática de lo que alguien más hizo — hace unas horas, la semana pasada o hace un siglo y medio — y que, a medida que se multiplican nuestras opciones para evitar el profundo terror que produce la idea de aburrirnos, también parezca redescubrirse el encanto por todo lo que el tiempo intentó sepultar y no pudo. La próxima gran idea de Hollywood vendrá de los años 80.
Esta jerga, esta manera de hablar de “contenido” y no de obra, de literatura, de cine, de televisión, de periodismo, de música, de lo que sea, es propia de los negocios, de presupuestos y de retornos de inversión, aspectos inevitables de una vida en el mundo libre, pero no necesariamente centrales. Reducir todo quehacer humano compartido, toda preocupación artística o intelectual, todo acto de creación, a un “contenido” parece vaciarlo de cualquier cosa más interesante y nos hace caer en la trampa de evaluar todo por igual.
En esta nefasta retórica del “consumo” de “contenido” se pierde la dimensión fundamental de por qué, de hecho, nos enfrentamos a ciertas experiencias estéticas que en última instancia podrían resultar transformadoras, si nos damos la oportunidad.
Tal vez descubramos qué es lo que realmente llena tanto “contenido”.