Oleadas humanas en el Palacio de Invierno: el día que Rusia estremeció al mundo

Simples y vagos deseos de los obreros convertidos en estructura. Los momentos previos al 7 de noviembre, la fecha occidental de la Revolución de Octubre.

El 7 de noviembre de 1917 los bolcheviques tomaron por asalto el Palacio de Invierno, la sede del Gobierno Provisional de Rusia. El evento se ha conocido como la Revolución de Octubre, pues Rusia utilizaba todavía su propio calendario, que iba trece días por detrás del que usaba Occidente. Para hacerlo más sencillo, usaremos aquí nuestro calendario.

Estamos entonces en un fresco martes 6 de noviembre de 1917. Nuestro lugar es Petrogrado, la ciudad que años después se llamará Leningrado y hoy San Petersburgo. El zarismo había caído en marzo –la llamada Revolución de Febrero, que en nuestro calendario ya fue en marzo–. Se había terminado la dinastía más longeva de la historia moderna, la de los Romanov, que gobernó durante 304 años el país.

En Petrogrado se encuentra el protagonista de nuestra historia. Se llama John Reed y es un periodista norteamericano que viene de cubrir otra revolución, la de México. De los encuentros entre Reed y uno de los líderes de esa revolución, Pancho Villa, nació un libro muy lindo, México insurgente. El prestigio de Reed, el estallido de la guerra en Europa y su adhesión a la causa de los trabajadores lo ubicó en Petrogrado en 1917. De esta experiencia escribirá una crónica que nos guiará por estos días: Los diez días que conmovieron al mundo, que además de inspirar este pequeño texto ha provocado películas tan bonitas como Octubre o Reds.

Si te gusta Un día en la vida podés suscribirte y recibirlo en tu casilla cada semana.

1917 es un año convulso. Tras la caída de los Romanov asumió el desorden propio de toda revolución. Se había establecido lo que Lenin y Trotski, un poco importantes también en esta historia, describieron como un poder dual. Un muy querido amigo de esta casa, el teórico marxista boliviano René Zavaleta, hace lo siguiente: titula su libro El poder dual –una adaptación del concepto leninista a la realidad latinoamericana–, pero sostiene que no debe hablarse de poder dual sino de dualidad de poderes. No se trata de un solo poder compuesto por dos caras (“el poder dual no es un Jano”, dice). Se trata de “dos tipos de Estado que se desarrollan de un modo coetáneo en el interior de los mismos elementos esenciales anteriores”. Esto es importante, dice, porque implica necesariamente un desarrollo antagónico.

Y así fue. Tenemos, luego de la Revolución de Febrero, un Gobierno Provisional compuesto por diputados liberales y socialdemócratas de la Duma –encabezado primero por el príncipe Gueorgui Lvov y luego por Aleksandr Kerenski, ya veremos–. Por el otro, se había creado el Soviet de Petrogrado, también encabezado por el socialismo moderado, los mencheviques, pero con presencia de un pequeño grupo de revolucionarios denominados bolcheviques. “Una secta”, escribe nuestro cronista John Reed para referirse a que luego de la revolución el partido bolchevique, recién salido de la clandestinidad, era poco numeroso y marginal.

La convivencia estalla rápidamente. El nuevo gobierno va lento, sin rumbo y pone más energía en perseguir la disidencia bolchevique que en avanzar con el programa de la revolución. Toda la situación está atravesada por la guerra y por la participación de Rusia en ella. Pero el debate es incluso más profundo que la guerra. En esos meses se discute si la clase capitalista debe participar del gobierno. Los socialistas moderados consideran que sí. Que la Revolución de Febrero ha sido una revolución política para terminar con la forma de gobierno del zarismo y pasar a una república parlamentaria. Pero que el desarrollo de la clase obrera aún no es lo suficientemente maduro para una revolución de otro tipo. El consenso aparece como amplio y encuentra solo dos oposiciones: la de las propias clases capitalistas, que consideran que incluso esta primera ha ido demasiado lejos; la de los bolcheviques, que consideran que se ha quedado demasiado cerca.

Cenital no es gratis: lo banca su audiencia. Y ahora te toca a vos. En Cenital entendemos al periodismo como un servicio público. Por eso nuestras notas siempre estarán accesibles para todos. Pero investigar es caro y la parte más ardua del trabajo periodístico no se ve. Por eso le pedimos a quienes puedan que se sumen a nuestro círculo de Mejores amigos y nos permitan seguir creciendo. Si te gusta lo que hacemos, sumate vos también.

Sumate

Cuenta Reed que en septiembre lo visita un sociólogo extranjero. Le dice que recorrió el mundo de los negocios y la intelectualidad rusa y que la conclusión de ese sector es que la revolución está menguando. El sociólogo emprende un viaje por Rusia y ve todo lo contrario: campesinos pidiendo la propiedad de las tierras y obreros la de sus fábricas. Ambas observaciones, le contesta Reed, son correctas. “Las clases pudientes se hacían cada vez más conservadoras, en tanto que las masas se radicalizaban más y más”, describe. En esa lógica, el programa de la revolución de febrero iba perdiendo fuerza y horizonte. El socialismo moderado, dice Reed, necesitaba de la burguesía para sostenerse. Pero la burguesía no necesitaba de los moderados.

Hay que saltarse muchos eventos –entre ellos, para mencionar uno solo, el regreso de Lenin a Rusia en abril y sus tesis– para llegar directo a la crisis de septiembre que resolvió –o quiso resolver– la cuestión del gobierno. El general Lavr Kornílov marchó sobre Petrogrado para terminar con la revolución y tomar el poder. A su espalda, dice Reed, “descubrióse de pronto el puño blindado de la burguesía”. El golpe de Kornílov fracasó. Lo detuvieron los comités de soldados. Pero abrió una crisis importante que terminó con la disolución del gabinete y la formación de un nuevo gobierno. Kerenski quería que la burguesía estuviera integrada, a través de representantes de los kadetes, como se conocía a los diputados liberales del Partido de la Libertad Popular (KD). Su partido se opuso a que lo hiciera y aquel amenazó con renunciar. Finalmente se formó un directorio provisional encabezado por Kerenski, hasta que se resolviera definitivamente la composición. El levantamiento de Kornílov había conseguido unir a la gran mayoría de los grupos socialistas.

El poder quedó así visiblemente dividido entre dos instituciones: el Gobierno Provisional, en cabeza de Kerenski, y el Soviet de Petrogrado, en cabeza de León Trotski, con Lenin en la clandestinidad después de haber regresado a Rusia en abril.

Reed se traslada de un edificio al otro durante toda su crónica. El Palacio de Invierno queda en el centro de la ciudad, pero el edificio que alberga el Soviet de Petrogrado, el Instituto Smolny, está en las afueras, a orillas del río Neva. Durante el zarismo, el lugar funcionaba como escuela del convento Smolny para las hijas de la nobleza rusa. La revolución lo incautó y lo entregó a las organizaciones de obreros y soldados. Además del soviet, funcionaba allí el Comité Ejecutivo Central de los soviets (CEC) y los comités centrales de los partidos políticos. Reed pasa mucho tiempo en ese edificio, entrevistando gente, participando de asambleas o simplemente observando. Un día está llegando y ve a Trotski en la puerta sin poder entrar. Se olvidó su pase y se reproduce este diálogo con el guardia de la puerta.

—No importa, usted me conoce, soy Trotski.

—¿Dónde está el pase? — respondió terco el soldado. No puede pasar, yo no conozco a nadie.

—Pero si soy el Presidente del Soviet de Petrogrado.

—Bien — contestó el soldado — , si es usted una persona tan importante debe llevar encima cualquier papel.

Trotski –que tenía mucha paciencia, dice Reed– le pidió ver a algún comandante. Finalmente llegó uno:

—Trotski, he oído ese nombre en algún sitio. Bueno, pase, camarada.

Se acerca el frío, el mítico frío ruso que había frenado a Napoleón. “El invierno fue siempre el mejor amigo de Rusia, tal vez ahora nos libre de la revolución”, le dice un industrial a Reed. Septiembre y octubre son los peores meses del año particularmente en Petrogrado. El cielo está permanentemente gris y cae una lluvia que forma “un barro espeso, resbaladizo y pegajoso” en las calles. Entra una corriente de viento húmedo desde el Golfo de Finlandia. Hay escasez. Por la noche se prenden pocos faroles callejeros. Los domicilios particulares tienen electricidad limitada y las velas cuestan caras. Desde las 3 de la tarde hasta las 10 de la mañana, Petrogrado vive a oscuras.

En ese contexto, una fecha corría al Gobierno. Debía convocar al II Congreso de los Soviets en septiembre y no tenía ninguna intención de hacerlo. Controlaba el CEC, el órgano que debía realizar la convocatoria. El contexto le dio a la prédica bolchevique un terreno para ganar adeptos. La consigna “Todo el poder a los soviets” dejaba de ser una consigna y comenzaba a parecerse a un programa de acción. El Gobierno Provisional solo ofrecía encerronas. Durante ese mes, los bolcheviques conquistaron la mayoría en el Soviet de Petrogrado, luego en el de Moscú, Kiev, Odesa y otras ciudades. La dualidad de poderes comenzaba a inclinarse hacia uno de los dos polos. El CEC, cada vez más desgastado, seguía negando la convocatoria al II Congreso de los Soviets de toda Rusia.

Ya estamos ahí, entonces. Es el 7 de noviembre y la tensión entre los dos poderes, el Gobierno Provisional y el Soviet, está en su punto cúlmine. Ese día debía abrir, finalmente, el II Congreso de los Soviets. Ambos polos se acusan mutuamente de pretender eliminar a su rival. La prensa aliada al gobierno de Kerenski aseguraba que los bolcheviques preparaban una insurrección y exigían la detención de los miembros del Soviet y la suspensión del Congreso. Algunos panfletos, cuenta Reed (que compraba todos los que podía), instigaban a una matanza general de bolcheviques.

En los días previos, desde el Instituto Smolny, Trotski negaba la organización de una insurrección, aunque advertía: “el Soviet de Petrogrado no ha ordenado ninguna manifestación. Pero si se hace necesaria, no nos detendremos ante ella y nos apoyará toda la guarnición de Petrogrado”. Días antes se produjo una reunión importante, de todo el Comité del Partido Bolchevique para discutir el llamado a la insurrección. Solo Lenin y Trotski la defendieron. Reed relata que en una primera votación la moción quedó rechazada. Que entonces se levantó de su sitio “un sencillo obrero, con el rostro contraído de ira” y dijo:

— Hablo en nombre del proletariado de Petrogrado. Nosotros estamos por la insurrección. Hagan lo que quieran, pero yo les declaro que como permitan la disolución de los Soviets no marcharemos más con ustedes por un mismo camino.

Varios soldados se manifestaron en el mismo sentido, votaron de nuevo y la insurrección quedó decidida. La chispa final fue la reacción del Gobierno Provisional frente a una batalla naval que se produjo con Alemania en el Golfo de Riga. Temiendo que Petrogrado se hallara en peligro, Kerenski elaboró un plan para evacuar la capital, retirar las grandes fábricas y mudar el gobierno a Moscú. Los bolcheviques denunciaron que abandonaba la capital para debilitar la revolución y se produjo un estallido de indignación popular que obligó a retrotraer la medida.

El 7 de noviembre, nuestro cronista John Reed se despertó temprano. Vio por las calles patrullas cosacas dispuestas a entrar en combate más por anti bolcheviques que por adherentes al Gobierno Provisional. Vio tropas de oficiales junkers desfilaban hacia el Palacio de Invierno para protegerlo. Compró un folleto escrito por Lenin titulado “¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?”, una pregunta que rondaba, pero que no hacía más que confirmar lo que iba a suceder ese día. Reed se metió a un cine, a ver una película italiana –a él y a Trotski, en el capítulo sobre la toma del palacio de su Historia de la Revolución Rusa, les llama la atención la misma cosa: mientras estos eventos tenían lugar la vida cotidiana de la ciudad seguía su curso–. Cuando terminó la película volvió al Soviet, que estaba funcionando de manera permanente. Había varios oradores. Trotski, Kámenev y Volodarksi hablaban horas y horas seguidas, los delegados se mantenían en pie como podían y algunos dormían en el suelo de la asamblea.

Sabemos más de lo que ocurría entonces en el Palacio de Invierno por el relato de Trotski que por el de Reed. El panorama es desolador para Kerenski y las tropas que lo acompañan. Las comunicaciones están cortadas, salvo por un teléfono que sobrevive en una terraza. Faltan víveres y hay municiones apenas para unas horas. Las tropas cosacas y los blindados aparecen como el horizonte de esperanza para definir la contienda y repeler el asalto bolchevique. Pero no llegan. “A medida que iba triunfando la insurrección, el número de autos blindados aumentaba y el ejército de la neutralidad se derretía: tal es, de ordinario, el destino de la neutralidad en toda lucha seria”, escribe Trotski. A las tres de la madrugada, Reed sale del Smolny y se dirige al Palacio de Invierno. Ha escuchado que renunció Kerenski. Logró entrar mostrando su pasaporte norteamericano, diciendo que estaba en una misión oficial. Adentro todo era caos. Llegaron hasta la puerta del despacho de Kerenski, pidieron verlo y alguien les dijo que ya se había ido. Era cierto.

Mientras Reed conversaba con un Capitán de Estado Mayor, que lo reconoció como norteamericano y le pedía ayuda para irse de Rusia, comenzaron a escuchar un tiroteo. “¡Vienen!, ¡vienen!”, comenzaron a gritar los soldados mientras tomaban sus fusiles y se apostaban en mis ventanas. Reed, junto a un grupo de periodistas, logró salir del Palacio y se fueron a comer al Hotel de France. Apenas se sentaron, un mozo vino a pedirles que se mudaran a otro salón que no diera a la calle. Va a haber muchos tiros, dijo. Los comensales decidieron volver a salir. La ciudad permanecía a oscuras, con apenas algunos faroles encendidos –que, además de iluminar, cuenta Trotski, servían como método de comunicación con la Marina aliada a los bolcheviques–.

Volvieron en tranvía al Smolny para terminar de escuchar la última resolución aprobada: “El Soviet de Diputados Obreros y Soldados de Petrogrado saluda la victoriosa revolución del proletariado y de la guarnición de Petrogrado”. En la tribuna apareció Lenin, recibido con una ovación –“un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Ojos pequeños, nariz grande, boca ancha y noble, mentón saliente, afeitado, pero ya asomaba la barbita tan conocida en el pasado y en el futuro. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla”, lo describe Reed, que ya lo había visto antes–.

Y todavía faltaba. Reed volverá al Palacio, un rato después, para presenciar el ingreso y la toma del edificio por los bolcheviques. Verá las puertas abiertas de par en par, el ingreso de soldados, de guardias rojos, de gente que pasaba por ahí. Verá “una oleada humana que entró corriendo”. Algunos intentaron tomar objetos del Palacio y chocaron contra soldados revolucionarios que les gritaron: “Compañeros, no toquen nada. ¡Esto pertenece al pueblo!”. El Gobierno Provisional había caído. Se había terminado la dualidad de poderes. Todo el poder, tal como proponía el Partido Bolchevique, había pasado a los soviets. Quedaban tareas pendientes. La revolución, lejos de terminar, recién empezaba. Enumera Reed algunas: poner en orden la ciudad, mantener a los soldados de su lado, vencer a la Duma, sostenerse frente a Alemania, prepararse para la contraofensiva de Kerenski, informar a las provincias de toda Rusia, conseguir que los funcionarios públicos respondieran a las nuevas órdenes (cosa que no sucedía).

Pero la historia que cuenta Reed hasta ese día es otra. Es la historia de cómo los bolcheviques pasaron de ser una secta a formar el Gobierno. Es la historia de las indecisiones del Gobierno Provisional que anunciaba una cosa y luego la contraria. Es la historia de la resistencia de las clases pudientes –las llama así– a permitir algo más de libertad para la población. Es la historia de la guerra, de la escasez y de las condiciones de los obreros y campesinos de toda Rusia. En la conjunción de todos los factores, los bolcheviques encontraron un programa: paz, pan y trabajo. “Tomaron los simples y vagos deseos de los obreros, soldados y campesinos y con ellos estructuraron su programa inmediato”, dice Reed. Le agregaron a la receta un método, un cómo llevar adelante ese programa: trasladando todo el poder del Palacio de Invierno al Edificio Smolny. Llevando todo el poder a los Soviets.

Otras lecturas

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.