Masacre de Napalpí: los cuervos no volaron una semana
En el entonces Territorio Nacional de Chaco se produjo una de las matanzas más salvajes de la historia argentina que consiguió (algo de) justicia casi cien años después.

El 19 de julio de 1924 se produjo la Masacre de Napalpí, el asesinato masivo de pobladores de la reducción ubicada en el entonces Territorio Nacional de Chaco.
La reducción de Napalpí funcionó entre 1911 y 1956. Era parte de un sistema de concentración de personas creado para someter a la población originaria que había sobrevivido a la campaña Desierto Verde, la versión de la Campaña del Desierto para el norte argentino. Luego de las avanzadas del general Benjamín Victoria, en 1884, y la del coronel Enrique Rostagno, en 1911, se instauró una nueva forma de dominación estatal sobre el territorio. Fue el fin de las fronteras entre las etnias y el establecimiento de un sistema de reducciones, que desarticuló los modos de vida anteriores de la población originaria para volcarlos al mercado como mano de obra disponible. Y gratuita. El historiador qom, Juan Chico, describió que la propuesta del gobierno nacional era que todos los que no fueran exterminados “sean ‘traídos’ a la ‘civilización’. Lo que pasa es que, dentro de esos proyectos de reducción, la propia palabra ‘reducción’ implica achicar el espacio físico y el derecho”.
El territorio de la reducción estaba ubicado en Colonia Aborigen Chaco, una localidad a 150 kilómetros de Resistencia. En el Censo de 1913, se establece que residen en la colonia 344 personas de origen toba (qom), 312 mocovíes (mocqoi) y 38 vilelas. Para 1915, según el presidente Victorino de la Plaza, “ya trabajan y van siendo civilizados con resultados financieros halagadores” unas 1.300 personas. El sistema de reducciones llegó a tener más de 7.000 personas en su momento de apogeo.
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La reducción se componía de diversos edificios, con una administración, casas para los empleados, almacén de provisión, escuela y depósito para la cosecha. Cuando un indígena ingresaba a la colonia, el administrador le otorgaba “un crédito” y una vivienda de adobe y paja. Al final de la cosecha, verificada la venta, se le descontaba el total de lo adelantado en víveres, útiles y ropa, que sólo podía ser comprado en el almacén de la reducción. La cuenta siempre daba una nueva deuda que había que saldar con más trabajo. Las familias ingresadas recibían además tierras para el cultivo, cuyo fruto sólo podía ser vendido al administrador de la reducción, que decidía el precio.
El hecho que desencadenó la masacre en Napalpí, coinciden la mayoría de los autores, fue un decreto del entonces gobernador del Territorio Nacional del Chaco y Formosa, Fernando Centeno. Los productores de algodón de la zona habían conseguido desarrollar su negocio a costa de una mano de obra cautiva que no podían perder. El auge de la industria algodonera había comenzado en 1923, a partir de la crisis internacional del algodón, a la que Argentina se acopló fomentando los talleres textiles urbanos y aprovechando el desarrollo del ferrocarril, lo que abrió las puertas de la proyección exportadora.
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SumatePero la gran ventaja comparativa era el bajo costo de una mano de obra cautiva. Y el decreto de Centeno vino a garantizarles ese “derecho adquirido” al trabajo barato, para no decir gratuito. Contrario a cualquier forma de capitalismo más o menos moderna, para 1924 los productores algodoneros consiguieron que se prohibiera a los trabajadores del Gran Chaco Argentino migrar –o ser migrados, como ocurría– a los ingenios azucareros de Salta y Jujuy, hacia donde generalmente se dirigían para la zafra. Las condiciones allí no eran mucho mejores. Pero al menos eran explotados a cambio de algo. Melitona Enrique, sobreviviente de la masacre, contó décadas después que en el algodonal ni siquiera se pagaba con plata. Solo mercadería para la olla grande en la que todos comían.
Los habitantes de la reducción se quejaron de la medida, que además iba acompañada de una baja en el precio que se pagaba por el algodón producido. Primero reclamaron a las autoridades del lugar. Y, luego, como forma de protesta, casi mil habitantes de la comunidad se refugiaron en el monte más cercano. Podría llamarse una especie de huelga, si hubiera habido alguna condición laboral por la que reclamar. Era, antes que nada, una medida de autodefensa.
La respuesta de las autoridades y los patrones fue la ejecución de una masacre. El 18 de julio, el gobernador Centeno dio la orden de proceder con rigor contra “los sublevados”. Un grupo de colonos envió ese día una carta al presidente de la Cámara de Comercio e Industrias, denunciando una situación “creada por indígenas revoltosos que, en un número de quinientos perfectamente armados y equipados, asaltan, saquean y asesinan indefensos pobladores”. Reclamaban que, si no les mandaban policías, “nos remitan armas, que serán esgrimidas por pobladores para defender estos frutos de tantos esfuerzos y sacrificios”. No se referían al sacrificio de los indígenas reducidos a la esclavitud, sino al propio.
El pedido de los colonos se cumplió a la mañana siguiente. Un avión comenzó a sobrevolar la reducción. A partir de aquí hay dos relatos, que tal vez sean complementarios: uno dice que el avión arrojó primero comida para hacer salir a los escondidos en el monte. Otra versión sostiene que directamente se rociaron sustancias químicas sobre las tolderías y el monte para incendiarlas.
Durante 45 minutos, hombres, mujeres y niños desarmados, con las manos en alto, fueron acribillados a balazos mientras salían de sus refugios. Se dispararon más de 5.000 cartuchos de fusil. Los que lograban escapar de las balas eran recibidos con machetes por un grupo de 130 personas entre Gendarmería de Línea, policía local y los propios terratenientes que cercaron la zona. Se estima que apenas lograron escapar 38 niños y 15 adultos. Algunos cadáveres fueron enterrados en zonas comunes y otros incinerados. Los cuerpos mutilados de los líderes de la “protesta”, como el cacique Maidana, fueron mutilados y exhibidos en la plaza de Quitilipi, una ciudad cercana. De los quinientos pobladores perfectamente armados y equipados que habían denunciado los colonos no había noticia. No hubo un solo miembro de las fuerzas de seguridad del Estado herido.
A partir de entonces se construyó la versión, no sobre una masacre planificada, sino sobre una respuesta simétrica a un intento de sublevación. Los medios de comunicación de la época acompañaron la versión del intento de rebelión. Si no se aplacaba a tiempo, decían, podría derivar en un malón que atacaría la capital, Resistencia. El diario La Nación del día posterior hizo una descripción precisa de lo sucedido. Sostuvo que los indios habían sido abatidos por la policía montada y que los colonos habían participado del ataque. Contó que, en la refriega, resultaron muertos el cacique Maidana, baleado ocho veces, y numerosos indios, sin dar con la cifra ni con la identificación porque la mayoría terminó carbonizada. Se lamentó, finalmente, de que “la falta de energía de la policía, o la inexperiencia de la táctica militar haya dejado que la mayoría de los indios se dispersara por la colonia algodonera más rica de Sáenz Peña, sembrando la alarma entre los colonos”. La Voz del Chaco, del 21 de julio, fue un poco más allá: dijo que se había librado un “reñido combate entre indios mocovíes y tobas”. Una disputa interna. El expediente judicial abierto se caratuló como “Sublevación Indígena en la Reducción de Napalpí”. La investigación recogió la versión policial e incorporó, como justificación, una serie de delitos previos y presuntos enfrentamientos con la policía de quienes luego resultaron asesinados.
El tema comenzaba a perder estado público cuando el diputado socialista Francisco Pérez Leirós solicitó la interpelación por el Congreso del ministro del Interior, Vicente Gallo, debido a la cantidad de denuncias contra el gobernador Centeno. Diana Lentón reconstruye ese debate en la tesis “De centauros a protegidos”. Centeno está acusado no solo de persecución política y de prohibir la salida de los pobladores sino también de delitos comunes como el contrabando de cueros, víveres y armas, la trata de personas y la organización de un sistema de apuestas clandestinas.
Durante la interpelación a Gallo, en septiembre de ese año, Pérez Leirós presenta un informe que revela que la persecución en el territorio había continuado incluso luego de la masacre. La policía siguió buscando y tratando de asesinar a los pocos sobrevivientes que quedaron. El informe mencionado viene de alguien que está en el lugar –días después se sabrá que es Enrique Lynch Arribálzaga, que había sido director de la reducción– y envía una muestra que el diputado ofrece a sus compañeros de la Cámara: saca un frasco que contiene una oreja humana, que habría pertenecido al cacique Maidana. Con el frasco en la mano, Pérez Leirós denuncia la barbarie de la represión. Trae a cuento una cita de un discurso de Aristóbulo del Valle en el Congreso, en agosto de 1884, en respuesta a la propuesta del entonces presidente, Julio A. Roca, de repetir en territorios chaqueños lo que se llamó “la feliz experiencia de la conquista de la Pampa y la Patagonia”. Leyó, entonces, Pérez Leirós:
Hemos reproducido las escenas bárbaras –no tienen otro nombre– de que ha sido teatro el mundo, mientras ha existido el comercio civil de los esclavos. Hemos tomado familias de los indios salvajes, las hemos traído a este centro de civilización, donde todos los derechos parece que debieran encontrar garantías, y no hemos respetado en estas familias ninguno de los derechos que pertenecen no ya al hombre civilizado, sino al ser humano: al hombre lo hemos esclavizado, a la mujer la hemos prostituido; al niño lo hemos arrancado del seno de la madre, al anciano lo hemos llevado a servir como esclavo a cualquier parte; en una palabra, hemos desconocido y hemos violado todas las leyes que gobiernan las acciones morales del hombre.
El episodio de la oreja –que el radicalismo denuncia como falso– junto al descubrimiento del autor del informe, al que le adjudicaron razones políticas, clausuró el debate en el Congreso.
Hay que saltar a noviembre de 2004 para que el tema reaparezca. El Instituto del Aborígen Chaqueño (I.D.A.CH) inició una demanda civil por la masacre, a la que consideró un crimen de lesa humanidad contra una etnia que debía ser resarcida. La Procuración del Tesoro rechazó la demanda. En 2014, el Ministerio Público reabrió una investigación (por fuera de la anterior) con el objetivo de dar a conocer los eventuales delitos de lesa humanidad cometidos en Napalpí y solicitó la apertura de un juicio por la verdad, una institución estrenada por el Poder Judicial para hacer frente a la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y a los indultos para los responsables de la última dictadura cívico-militar. Se trató de una forma de reconstruir un proceso de verdad histórica, ya que resultaba imposible juzgar a los responsables de la masacre de Napalpí, que ya estaban muertos.
El juicio por la verdad comenzó en abril de 2022 y se llegó a una sentencia luego de dos meses de audiencias. El veredicto, con traducción simultánea al qom y moqoit, sostuvo la responsabilidad del Estado nacional en la masacre de Napalpí del 19 de julio de 1924 y consideró al hecho un crimen de lesa humanidad cometido en el marco de un proceso de genocidio de los pueblos indígenas. Aquí se puede leer la sentencia.
Durante las audiencias se leyeron testimonios históricos que la propia comunidad fue recogiendo a lo largo de las décadas en las que la masacre fue silenciada. Muchos de esos documentos están disponibles aquí. Melitona Enrique, una de las últimas sobrevivientes de la masacre hasta su fallecimiento en 2008, recordó cómo había sido ese día:
Le sorprendieron a los indígenas. Los masacraron sin saber la razón. Bien temprano llegaron los policías. Se asustaron toda la gente cuando llegaron a la costa. Era una explosión. Muchos murieron de los mocovíes, ancianos, jóvenes y jovencitas. Murieron todas nuestras abuelas. Qué se van a enfrentar al arma de fuego. Iban cayendo las ancianas que estaban cantando. Los cuervos no volaron una semana porque estaban comiendo de los cuerpos.