268 palabras de Abraham Lincoln

El discurso de Gettysburg le puso palabras a la batalla más sangrienta de la guerra civil norteamericana. Esta es la historia de esos dos minutos.

El 19 de noviembre de 1863 el presidente norteamericano Abraham Lincoln pronunció el discurso de Gettysburg durante la inauguración de un cementerio en esa ciudad.

El cementerio nacional era una necesidad y un símbolo. Apenas tres meses antes, en el pueblo de Gettysburg, estado de Pensilvania, había tenido lugar el enfrentamiento más sangriento y decisivo de la guerra civil norteamericana. El ejército de la Unión y el Confederado andaban sin buscarse pero sabiendo que iban a encontrarse, podríamos parafrasear. Los rivales se movilizaban hacia el norte, para un enfrentamiento, pero sin saber dónde sería.

Gettysburg era un pueblo más fácil de defender que de atacar, dice John Keegan en Secesión, un libro hermoso sobre la (no tan hermosa) guerra civil. Es una extensión de terreno despejado y ondulado, con pocos árboles. Un lugar próspero, con casas de ladrillos, edificios grandes y sólidos de la Universidad de Gettysburg y un seminario luterano. Al sur del pueblo, dos cadenas de cerros: el Seminary Ridge hacia el oeste y el Cemetery Ridge al este. El extremo sur de este último llegaba hasta dos pequeñas colinas que nos van a interesar: Little Round Top y Round Top.

Si te gusta Un día en la vida podés suscribirte y recibirlo en tu casilla cada semana.

La guerra civil llevaba más de dos años. Los estados del sur comenzaron la secesión en abril de 1861, después de la elección de Abraham Lincoln como presidente de la Unión en noviembre del año anterior. Para 1863 –año en que el presidente abolió la esclavitud– la Unión lleva cierta ventaja pero no consigue acabar con la rebelión confederada. Estos últimos corren con una ventaja. No necesitan derrotar al ejército rival sino sostener la secesión y, fundamentalmente, lograr el reconocimiento de Europa como estado aparte de la Unión. Por eso, Gettysburg se convertirá en una batalla decisiva.

El ejército del sur confederado tiene un plan que encabeza y ejecuta el comandante de sus tropas, el famosísimo General Robert Edward Lee. Después de resistir durante más de dos años, Lee quiere llevar la guerra al territorio de la Unión. En Ángeles y asesinos, una novela histórica muy conocida y útil para entender esta batalla, Michael Shaara describe la incursión de Lee al norte como un hecho para imponerse en la contienda política, más que buscar una resolución militar.

El hecho político es amedrentar a las grandes ciudades del norte y llevar a Lincoln a una negociación, además de demostrarle a Europa que el sur es un nuevo Estado. Las tropas unionistas cambiaron de general pocos días antes, luego de la derrota de Joseph Hooker en Chancellorsville a manos de Lee. Lincoln lo sustituyó por el general George Gordon Meade, quien ordenó a las tropas de su ejército volver hacia el norte para impedir la incursión confederada en territorio de la Unión. El itinerario de regreso de ambos ejércitos iba a cruzarlos, sin haberlo planeado, en el pequeño poblado de Gettysburg.

Cenital no es gratis: lo banca su audiencia. Y ahora te toca a vos. En Cenital entendemos al periodismo como un servicio público. Por eso nuestras notas siempre estarán accesibles para todos. Pero investigar es caro y la parte más ardua del trabajo periodístico no se ve. Por eso le pedimos a quienes puedan que se sumen a nuestro círculo de Mejores amigos y nos permitan seguir creciendo. Si te gusta lo que hacemos, sumate vos también.

Sumate

Y así llegamos al 1° de julio de 1963 cuando comienza el enfrentamiento directo, luego de que tropas confederadas llegaran al pueblo con la información de que allí podrían hacerse con un bien muy preciado para la guerra: zapatos. En esa incursión se encontraron con una tropa de caballería del norte. Así se abrió el primer enfrentamiento directo entre las tropas rivales. Los unionistas consiguieron resistir un primer ataque confederado y quedaron a la espera de la llegada de refuerzos. De lo contrario, podrían perder la ventaja táctica que llevan. Mantienen controlados los puntos elevados de Gettysburg, desde donde resulta más sencillo repeler el ataque. Al día siguiente, los dos comandantes, Lee y Meade, ya están en el campo de batalla con sus respectivos refuerzos. La batalla durará tres días y será cambiante. El primer día aparece como una victoria confederada pero Lee no lanza un combate general que podría haberle dado una victoria simbólica importante. Los unionistas retroceden hacia el sur y se parapetan en los puntos más elevados de la ciudad. La colina de Little Round Top es el centro de una de las disputas centrales que definió la batalla de Gettysburg (todo es una matrioska de acontecimientos decisivos: Little Round Top de Gettysburg, Gettysburg de la guerra civil, la guerra civil del devenir humano).

El coronel Joshua Lawrence Chamberlain llega con sus más de 300 hombres del Regimiento de Maine para defenderla y lo consigue, con una famosa carga de bayoneta que logra salvar el flanco izquierdo del ejército unionista y evita una derrota que hubiera sido difícil de revertir. Los refuerzos de la Unión llegan rápidos y efectivos a los lugares que deben defender mientras que los confederados empiezan a pagar caras algunas decisiones previas, como haber dividido en dos sus tropas. En su defensa, esa decisión osada le había dado la victoria a Lee en Chancellorsville. Pero ahora solo le traía dolores de cabeza, dice Keegan en el libro. Una mejor comunicación entre las tropas hubiera permitido algunas decisiones más veloces que, quizás, hubieran culminado con la toma de Gettysburg antes que la Unión lograse acumular refuerzos. Anoten.

En la noche del 2 al 3 de julio, Lee sospecha que está derrotado pero decide continuar. A la mañana siguiente se produce uno de los duelos de artillería más impresionantes de la historia de la guerra. Lee lanzó un ataque al centro de la línea enemiga para el cual debía primero tomar los cañones enemigos ubicados en Cemetery Ridge. Cuando la artillería unionista se detuvo, Lee evaluó que había destruido sus cañones. Se equivocaba. Lanzó a sus tropas a recorrer la distancia que los separaba y fueron cercados por los regimientos de Vermont, Ohio y Nueva York. Horas después, Lee emprendió la retirada.

La derrota en Gettysburg, junto a la de Vicksburg al día siguiente, terminó con el sueño confederado de poner en jaque al gobierno del norte y lograr el reconocimiento de los estados extranjeros. A partir de entonces, la guerra vuelve a su carril original: el norte ataca y el sur se defiende en su territorio.

A Gettysburg llega, tres meses después del fin de la batalla, el propio Abraham Lincoln. La guerra civil no ha terminado, aún le quedan dos años más. El presidente viene a inaugurar lo que ha decidido el Congreso: convertir en cementerio nacional el campo de batalla en el que han caído tantos soldados de ambos bandos. Los números varían pero, siguiendo al libro de Keegan, se cuentan aproximadamente entre 22.600 y 22.800 muertos, heridos y desaparecidos de cada bando luego del enfrentamiento en Gettysburg.

La historia del discurso de Gettysburg está muy linda contada en Team of rivals, el libro en el que se inspiró la película Lincoln, que todas las personas de este planeta deberían ver alguna vez (y sino, al menos, regálense la escena inicial que es sobre el discurso de Gettysburg). El hombre había estado con poco tiempo para preparar su discurso, cuenta la historia, algo que le gustaba hacer. Se hizo un momento en el viaje en tren, que duró cuatro horas. Llegó el día anterior y le comentó a alguien que se había hecho tiempo para escribir casi la mitad de lo que tenía pensado decir. Fue recibido allí por David Wills, el organizador del evento, que lo alojaría en su casa porque los hoteles estaban todos llenos. Mucha gente, de todas partes del país, había venido a ver la inauguración y a conocer Gettysburg, el lugar de la batalla mítica.

En casa de Wills, Lincoln compartiría la cena con el gobernador Andrew Curtin y con Edward Everett, quien sería el principal orador del evento del día siguiente. Después de comer, Lincoln iba a retirarse a su habitación pero una multitud se agolpó frente a la puerta de la casa y comenzó a cantar una canción de recibimiento. El presidente salió a la puerta para agradecerles y dijo que no haría ningún comentario porque no tenía nada preparado. “En mi posición, es algo importante no decir cosas tontas” y agregó, tras un comentario sarcástico de alguien del público, que “muy a menudo la única manera de evitarlo es no decir nada en absoluto”. Luego, volvió a su habitación y pidió algunas hojas. A la mañana siguiente hizo las últimas revisiones, dobló el discurso y se lo puso en el bolsillo del abrigo. Montado en un caballo, se unió a la procesión que se dirigía al cementerio, acompañado por gobernadores de los estados norteños, miembros del Congreso, oficiales militares y ministros. Cerca de nueve mil personas esperaban en el lugar, extendidos alrededor de un semicírculo que servía como plataforma.

Everett es el orador principal. Había sido senador, gobernador de Massachusetts, secretario de Estado y presidente de Harvard. Sobre todo, y por eso, era el expositor principal, era el orador político más reconocido de Estados Unidos para la época. “De pie bajo este cielo sereno, contemplando estos amplios campos que ahora reposan tras los trabajos del año que se desvanece, con los imponentes Alleghenies apenas visibles ante nosotros, y las tumbas de nuestros hermanos bajo nuestros pies, es con vacilación que levanto mi humilde voz para romper el elocuente silencio de Dios y la Naturaleza”, comenzó. Hablaría, de memoria, durante dos horas más, en las que compararía la batalla de Gettysburg con la de Maraton, en Atenas: “Como la batalla librada en ese campo inmortal se distinguió de todas las demás en la historia griega por su influencia en el destino de Grecia — ya que dependía del resultado de ese día si Grecia viviría, una gloria y una luz para todos los tiempos venideros, o si perecería, como un meteoro momentáneo — los honores otorgados a sus héroes mártires fueron tales como los que Atenas no concedió en ninguna otra ocasión”. Eso mismo iban a hacer ese día en Gettysburg.

Cuando Everett terminó su discurso, Lincoln se levantó y lo felicitó efusivamente. El movimiento y el murmullo de la multitud se convirtió en un silencio total. “Tal era el silencio que sus pasos, lo recuerdo muy claramente, resonaron con ecos, y con el crujir de las tablas, era como si alguien caminara por los pasillos de una casa vacía”, recuerda un joven ubicado debajo del estrado. Por la cabeza de Lincoln pasaban quién sabe cuántas cosas. El presidente le había dicho a un colaborador suyo, meses antes de abolir la esclavitud, que la idea central de esa lucha era “la necesidad de demostrar que el gobierno popular no era un absurdo. Si fallamos, esto contribuirá a probar la incapacidad del pueblo para gobernarse a sí mismo”. Había pasado –o estaba pasando– una guerra civil en la que decenas de miles habían muerto por esa idea. Se puso sus lentes y miró esas páginas en las que había concentrado la lucha de una vida. Y dijo:

Hace ochenta y siete años nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida bajo el signo de la libertad y consagrada al principio de que todos los hombres nacen iguales.

Estamos ahora envueltos en una vasta guerra civil que pone a prueba la idea de que esa nación, o cualquier otra así concebida y consagrada, pueda por largo tiempo subsistir. Nos hemos reunido en la escena de una de las grandes batallas de esa guerra. Hemos acudido para dedicar parte del campo de batalla a que sirva de última morada de quiénes dieron sus vidas para que la nación viviese. Es enteramente justo y propio que obremos de este modo.

Con todo, a decir verdad, mal podríamos dedicar, ni consagrar, ni glorificar este campo. Los valientes, vivos aún o muertos ya, que aquí combatieron, lo han consagrado muy por encima de nuestros escasos poderes. El mundo apenas si advertirá o recordará lo que aquí se diga, mas no podrá olvidar jamás lo que aquí hicieron aquellos. A los vivos nos corresponde, ante todo, dedicarnos a completar la obra que tan noblemente adelantaron los que aquí combatieron. Más bien, nos corresponde a nosotros dedicamos a la ingente tarea que nos aguarda: que esos muertos venerados inspiren en nosotros una mayor devoción a la causa por la cual dieron ellos la postrera suma de su fe; que aquí solemnemente proclamemos que estos muertos no habrán muerto en vano; que esta nación, bajo la guía de Dios, vea renacer la libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra.

Fueron apenas 268 palabras (en inglés y dependiendo de la versión que uno tome: por supuesto que no hay registro y solo han sobrevivido borradores, se cuenta la historia de cómo se reconstruyó el discurso en Lincoln at Gettysburg de Garry Wills). Menos de dos minutos. La asamblea permaneció en silencio. Si Lincoln no se hubiera dado vuelta para ir a su silla posiblemente ni siquiera hubieran empezado los aplausos. “Ese discurso no va a funcionar, la gente está decepcionada”, dijo al sentarse. Y, sin embargo, había traducido, resumido y reflejado en esas pocas palabras el significado de la guerra. “Me halagaría haberme acercado tanto a la idea central de la ocasión en dos horas como tu lo hiciste en dos minutos”, le escribió meses más tarde Everett.

El nombre de Gettysburg, desde entonces, ya no fue solo el de la batalla que decidió el destino de la guerra civil y, por lo tanto, el de Estados Unidos. También fue el nombre del discurso, de las palabras, del sentido que tuvo la guerra.

Cualquiera podría decir que no haría falta el discurso de Lincoln para que Gettysburg se volviera universal. A mí me gusta otra idea. Si conocemos el nombre de Gettysburg, dice Ludwig en su biografía, es exclusivamente “a causa de estas pocas palabras pronunciadas por un hombre enlevitado y arrastradas por el aire, apenas pronunciadas, que hicieron inmortal el nombre del paraje y demostraron, una vez más, que si Homero puede perfectamente crear sin Aquiles, éste, en cambio, no podría conquistar la inmortalidad sin Homero”.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.