El deck en la calle: ¿gana la ciudad y el vecino o el empresario?

Explotaron en pandemia y hoy forman parte del paisaje en ciudades como Buenos Aires, Tucumán y Mar del Plata. ¿Qué hacemos con el uso del espacio público de los cafés y restaurantes?

¿Qué es público y qué es privado en una ciudad? Una plaza es pública, el departamento en el que vivo es privado. Pero, ¿y el pequeño espacio verde entre dos torres? ¿Una galería de arte que se puede visitar? ¿El hall de entrada de un edificio, de la puerta para afuera?

A veces las transformaciones urbanas son lentas, lo que nos anima a pensar que las cosas siempre fueron así. Pero el espacio público, y lo que nosotros entendemos por ello, es un lugar de disputa permanente.

Para comprobarlo, nada mejor que la última emergencia de salud pública. Los impactos que la pandemia dejó en las ciudades siguieron la lógica de una tríada hegeliana. Primero una tesis, el escenario base o la tendencia hacia 2019. Luego, la antítesis: el mundo patas para arriba, las medidas de emergencia. Y finalmente una síntesis que niega el grado anterior, pero que a su vez incorpora rasgos inherentes a los dos grados precedentes: lo que solemos llamar la “nueva normalidad”.

Si bien los restaurantes y bares con mesas a la calle no son un fenómeno nuevo (su origen se remonta a hace más de 200 años, puede rastrearse hasta París o Viena) su emplazamiento en las ciudades argentinas era relativamente incipiente.

En Buenos Aires el fenómeno venía en aumento, incentivado por sucesivos cambios de normativa. En 2017, el Gobierno porteño autorizó a los restaurantes a instalar decks en la calle a cambio de una tasa. Dos años más tarde, con el objetivo de “estimular la actividad gastronómica”, se los eximió de pagar por el uso del espacio público. Este beneficio, que al principio iba a ser por seis meses, se renovó durante el aislamiento obligatorio (algo esperable, dado que durante un tiempo las actividades al aire libre fueron las únicas permitidas para el sector).

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Lo cierto es que la pandemia se fue y las mesitas al aire libre quedaron, dando lugar a un debate que hoy enfrenta a quienes defienden el esquema (bajo la idea de que genera una mayor vitalidad urbana) y aquellos que se le oponen, con argumentos vinculados al orden público o a la tradición barrial. Sin embargo, y para decepción de los que creen en la excepcionalidad argentina, esta discusión es la misma que se está dando en este momento en muchas otras ciudades del mundo.

Las mesitas del West Village

En junio de 2020, en el pico de la crisis sanitaria, la ciudad de Nueva York lanzó el programa Open Restaurants, que permitía a los locales gastronómicos usar espacios al aire libre en la vereda o la calle. Era, a la vez, una ayuda directa al sector gastronómico y una manera segura para que los neoyorquinos socialicen.

El programa fue increíblemente exitoso. Pero los meses pasaron y la permanencia del esquema generó opiniones encontradas entre los habitantes. Una encuesta del Departamento de Transporte mostró que el 64% de los encuestados estaba a favor, el 15% se oponía y el 19% no estaba ni a favor ni en contra.

Un dato de interés fue que la oposición al programa era más fuerte en barrios de buen pasar, como el West Village.

Los partidarios de los restaurantes al aire libre decían que la idea había mejorado la economía, animado los barrios y contribuido a una nueva mirada del espacio público donde los autos dejan de estar en el centro. Pero otros describieron el impacto de la medida como si de pronto la ciudad se hubiese convertido en un asentamiento hecho de estructuras decadentes y sucias… y tampoco les gustaba que les quitara lugares de estacionamiento.

Jennifer Pipitone, investigadora de la Universidad de Mount Saint Vincent, decidió averiguar cómo funcionaba el esquema en la práctica. Haciendo uso de la observación directa, y con la ayuda de un grupo de estudiantes, Pipitone analizó cada una de las características de 45 open restaurants de Nueva York: cuántas mesas afuera tenía cada una, qué porcentaje de clientes hacía uso de las instalaciones exteriores, la calidad de las estructuras y si generaban conflicto con la circulación de peatones (acá pueden leer el paper, en inglés).

“El aumento de las estructuras para outdoor dining ha transformado enormemente las manzanas incluidas en nuestra investigación”, dice su estudio. “Por ejemplo, cuando la gente camina por una cuadra con restaurantes al aire libre, se encuentran con los límites materiales de cada establecimiento (espacio percibido), los cuales informan quién está autorizado a entrar e incluso a rodear cada límite (espacio concebido), así como del espacio que se ofrece para caminar por la vereda de esa cuadra y conducir o ir en bicicleta por la calle de esa cuadra”.

Los conflictos entre el espacio percibido y el concebido –es decir, cuando lo que una persona encuentra materialmente no coincide con sus nociones preconcebidas– “pueden dar lugar a momentos transformadores, en los que las personas pueden llegar a renegociar sus concepciones previas sobre un lugar”. Y dado que las primeras encuestas sugieren que la opinión pública en torno a los restaurantes y bares con mesas al aire libre es en general positiva, “esto plantea algunos interrogantes sobre la percepción de la privatización del espacio público”.

El relevamiento incluso encontró que se habían conformado unas cuadras gastronómicas “temáticas” como la avenida Anthony Avenue, en el Bronx (donde diferentes restaurantes italianos conformaron una “Little Italy”) y un sector de Broadway Avenue que terminó por adoptar una estética dominicana y tropical. Los observadores sólo dieron con basura y desechos en un porcentaje menor de los 45 restaurantes.

El programa Open Restaurants, recuerda el informe, incluso puede haber ayudado a democratizar el acceso a este tipo de formatos en los barrios. Antes de su aparición, la mayor parte de los locales gastronómicos con servicios en exteriores estaban ubicados en la rica Manhattan. El Bronx, que solo tenía 50 barcitos con mesas a la calle, ahora cuenta con 680.

“Este fenómeno renovó preguntas en torno a por qué un sector puede obtener beneficios económicos a partir de los espacios públicos y otros no. Quizás la ciudad pueda plantearse cómo abrir más calles a otro tipo de locales pop-up, o incluso abrir lugares para el ocio y el disfrute”, concluye el trabajo. “Esta coyuntura crítica en la que se encuentran pueden ser una oportunidad para reimaginar espacios públicos como calles y aceras para crear un sentimiento de comunidad”.

En 2023, el alcalde Eric Adams decidió convertir al programa en una política permanente, con reglas claras para todos los actores involucrados, incluyendo tasas, horarios de funcionamiento y permisos especiales (para locales ubicados cerca de áreas de protección patrimonial, por ejemplo). Este mes se dieron a conocer las nuevas directrices para la construcción de toldos y cobertizos.

El cambio es tan visible que hasta aparecen artículos sobre otros temas pero que hacen mención al fenómeno. “En Manhattan, los cobertizos de madera que los restaurantes construyeron para sobrevivir en pandemia no se marcharon nunca. Hoy en las calles hay más espacio para personas y menos para autos”, leí al pasar en una entrevista a Gay Talese.

Los ‘roadway cafés’ deben cumplir con reglas de seguridad y accesibilidad. Fuente: Departamento de Transporte de Nueva York.

Ahí reside una de las claves de lectura del fenómeno, la pregunta que todos debemos hacernos. Estas estructuras reemplazan algo. ¿Qué había antes? Si la respuesta es árboles o una senda peatonal, esto es peor para la ciudad (además de ilegal), no hay discusión. Pero si la respuesta es “dos autos estacionados”, el fenómeno es un neto positivo para nuestra sociedad.

La explicación es sencilla: las mesas a la calle son un emprendimiento privado que ocupa un espacio de propiedad pública, pero los autos de alguna manera también lo son. Solo que lo primero le inyecta vitalidad y sociabilidad a un barrio (admito que es más difícil de medir más allá de encuentros públicos o encuestas de opinión, pero no conozco casos donde la mayoría de los habitantes de una ciudad se hayan opuesto) y lo segundo solo beneficia al conductor en cuestión, perjudicando al resto.

El antes (2022) y después (2023) de una cuadra sobre la calle Concepción Arenal, en el barrio de Palermo. Nótese que al principio la vía pública está ocupada por un auto estacionado frente a un garage privado. Fuente: Google Maps

Y si reconocemos que no existe el derecho humano al parking, lo que nos quedan son dos actividades excluyentes y rivales, con la diferencia de que una de ellas tiene incontables externalidades negativas (cuando los gobiernos dejan estacionar “gratis” en la vía pública alientan el uso de un modo que le impone al resto de la sociedad los costos de mayor congestión y contaminación).

Las mesas y sillas que se instalan sobre la vereda tienen otros desafíos vinculados a la accesibilidad (las autoridades tienen que asegurarse de que en el espacio entre el local y las mesas puedan pasar los cochecitos o las silla de ruedas), pero las que ocupan el asfalto son indiscutiblemente mejores que el escenario base de una hilera de moles de 1.500 kilos que en promedio pasan estacionados el 95% del tiempo.

De Tucumán a Mar del Plata

Por todo esto, las ciudades llevan un tiempo experimentando su propio tire y afloje mientras buscan conciliar los intereses del sector gastronómico, los transeúntes y los vecinos.

En 2022, la ciudad de San Miguel de Tucumán aprobó una norma para regular la expansión de los locales gastronómicos sobre la vía pública a cambio de un tributo. “Sentarse a tomar o comer algo en una vereda, calzada o plaza se hizo ya una buena costumbre, pero no existe ninguna norma de contralor que chequee ni permita el uso de estos espacios por parte de los negocios. La idea es formalizar su uso, blanquear la situación y encuadrar la práctica”, explicó entonces el secretario de ingresos municipales.

Los habitantes parecían haberse habituado a esta nueva realidad. Pero a principios de este año, la nueva gestión ordenó a los locales de plaza Urquiza y plaza San Martín que quitaran las mesas y las sillas como parte de un “plan de reordenamiento” de los espacios públicos. “Cabe recordar que actualmente no existe reglamentación vigente que permita a los gastronómicos ocupar de manera permanente paseos públicos con sus instalaciones”, fue el nuevo argumento de la Municipalidad.

“A mi me encantaba venir acá y sentarme al frente (N. de la R.: por la plaza) porque veías pasar a la gente, era un ambiente más amplio y se disfrutaba más. Era distinto, no sé. Acá te sentís más encerrado”, se lamentó Julieta, una vecina ante el diario La Gaceta. “¿O sea que los vecinos que podían tomar un café no pueden disfrutar de una merienda en la plaza? ¿Sólo disfrutan los que corren o pasean perros? ¿Qué les molesta que otros disfruten un café?”, se quejó Pablo.

Mientras tanto, esta semana circularon imágenes del momento en el que funcionarios municipales desarmaban un deck sobre una calle en Mar del Plata. Algunos con appetite for destruction se apuraron a celebrar la medida como una suerte de revancha política –como ocurrió en Salta con el caso de las ciclovías– pero la realidad es mucho más pedestre: se trataba de locales cuyos dueños se habían negado a adecuarse a la normativa.

De hecho, para el caso de La Feliz la palabra reordenamiento cobra más sentido. “Desde el primer día trabajamos para que el que apuesta por Mar del Plata pueda emprender, invertir y generar empleo, por eso incentivamos iniciativas como los decks, corredores gastronómicos y foodtrucks. Pero nos tenemos que olvidar que las calles son de todos y es fundamental hacer uso responsable de esos lugares”, dijo el secretario de Desarrollo local.

El resto de los bares y restaurantes con mesas a la calle y ajustados a derecho pueden seguir funcionando. Pagando, claro, un canon que uno de los empresarios del sector estima –para un deck de 7 por 2,50 metros– en 800.000 pesos por año.

Poniendo estaba la gansa

En la capital argentina, el gobierno de Jorge Macri también dice que va por el reordenamiento.

“Hay reglas claras que respetar para la colocación de decks en el espacio público. Ya hemos intimado a quienes no estén cumpliendo las normas y comenzamos a quitar los que consideramos más riesgosos”, me dijo Ignacio Baistrocchi, ministro de Espacio Público e Higiene Urbana.

“Queremos que a los gastronómicos les vaya bien, que siempre tengan clientes y que la Ciudad cuente con lugares lindos de consumo y permanencia. Le decimos sí a los decks y superficies gastronómicas que cumplen con la normativa”, agregó.

Fuentes del Ministerio explicaron que ahora están levantando todas las estructuras con permiso denegado y sin posibilidades de adecuación, así como aquellas con permiso en trámite que no cumplen con los requisitos.

También recordaron las condiciones exigidas para la accesibilidad peatonal, tema central si los hay y que dio origen a conflictos allí donde los bares se adueñaron de las veredas. Al igual que en Nueva York, se debe dejar un mínimo de un metro y medio para circular (la exigencia se extiende a 2 metros para las veredas anchas) y las estructuras no deben tapar rampas, sendas peatonales ni obstruir la ochava (este local, por caso, pareciera estar en infracción).

Pero siguen sin reinstalar la tasa.

Consulté por este tema al exlegislador porteño Manuel Socías, que hace unos años ya había advertido sobre la pelea por el espacio público en la nueva normalidad

“Desde fines de la pandemia venimos trabajando el tema de la hipercongestión del espacio público, inscripto en un fenómeno más general de la privatización de todas las dimensiones de la vida urbana y de una sociedad que se repliega frente a la incapacidad del Estado de garantizar bienes y servicios de calidad”, dice Socías, que durante un tiempo presidió la comisión de Protección y Uso del Espacio Público en la Legislatura.

Pero esto que durante la pandemia era razonable –porque funcionaba como una válvula de escape para resolver algunos de los problemas de la economía y hasta de salud mental– derivó en una explosión de actividades privadas en lugares públicos, un fenómeno amplio que incluye desde cumpleaños infantiles hasta clases de zumba o fitboxing en plazas, actividades que empezaron a competir entre sí.

“Una perspectiva higienista diría que hay que sacar todo y volver a la situación anterior. Pero la otra opción es repensar el uso de estos lugares junto a la ciudadanía, en función de los deseos de cada comunidad y las características de su espacio próximo”, dice el politólogo.

Alguno podrá denunciar que en apenas dos años su barrio de perfil residencial se convirtió en un ruidoso polo gastronómico. Otro, acaso de nombre Federico y autor de un newsletter, encontrará por el contrario que su barrio –históricamente aburrido– vio abrir tres cafeterías en ocho meses que pronto se llenaron con públicos de todas las edades y podrá sospechar que su llegada fue bien recibida (entre otras cosas, porque hasta entonces para ir a tomar un café había que cruzar un puente y caminar ocho cuadras).

En algo podemos estar de acuerdo: los decks de los bares de Buenos Aires están generando una renta a partir del uso del espacio público sin pagar por ello. “Desde el punto de vista conceptual, esto es inaceptable”, dice Socías.

Tal vez sea momento de superar este debate inconducente entre una situación de avance ilimitado y gratuito de los “emprendedores” en el espacio público, por un lado, y la defensa de la vereda pelada y la calle para el estacionamiento en la vía pública, por el otro.

Una modesta propuesta: generar y hacer cumplir un marco general que reparta cargas y responsabilidades mientras seguimos pensando cómo desarrollar espacios donde no sea obligatorio consumir para disfrutar.

Es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.