¿Por qué nuestros barrios son cada vez más iguales?

El desarrollo de cada subcentro porteño viene acompañado por la proliferación de locales de cadena y una monótona oferta comercial. Los efectos sobre los vínculos afectivos y la difícil tarea de alentar el surgimiento de algo diferente.

En 2011 nos mudamos con mi amigo Lucas a un departamento de Villa Urquiza, al noroeste de la Ciudad de Buenos Aires. Compartíamos alquiler y gastos en un barrio de clase media en ascenso, que por entonces ocupaba el segundo lugar del ranking de áreas con más edificios construidos. Al tiempo me terminé mudando pero Lucas siguió estando por la zona, y cada vez que lo visitaba sentía que el barrio estaba cambiando rápidamente su fisonomía.

Lo que entonces era un área residencial a un par de cuadras de la avenida Triunvirato hoy muestra una fuerte impronta comercial, con restaurantes, bares y cafeterías que hace diez años no estaban. Hasta acá, nada extraño: una oferta comercial acorde a la comuna porteña que más creció en población. Más intrigante me resultó la regularidad con la que comenzaban a repetirse ciertos nombres: Dandy, Le Blé, Almacén de Pizzas, Antares, Le Pain Quotidien.

Esta columna busca entender por qué prácticamente todos los locales nuevos son cadenas y se abre camino por un desfiladero extremadamente estrecho: describe críticamente una tendencia contemporánea al tiempo que evita caer en la idea de que los barrios tienen una (sola) identidad inmutable que hay que defender con uñas y dientes.

El riesgo de ver siempre lo mismo

Las ciudades son como organismos vivos, siempre están mudando de piel. Hasta las ciudades-museo como París o Roma distan ser entes estáticos y se adaptan, en parte, a lo que las personas esperan de ellas. Por eso, cuando escucho la palabra esencia, desenfundo mi revólver.

Dicho esto, uno de los grandes atractivos de las grandes urbes es, justamente, su diversidad. Cada subcentro tiene sus propios hitos urbanos: monumentos, edificios singulares, manzanas atípicas, pasajes con personalidad propia. “La identidad con la ciudad o el barrio es una cualidad especial, un clima peculiar creado por la combinación de insignificancias, a veces azarosas, que permiten reconocerlo y diferenciarlo de otros lugares”, decía Juan José Sebreli en Buenos Aires: vida cotidiana y alienación.

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En términos comerciales, el encanto de muchos barrios porteños viene dado por la presencia de negocios únicos que se ubican en esquinas paradigmáticas o calles interiores y que enriquecen la vida cotidiana de quienes los frecuentan o circulan por la zona. No hablamos necesariamente de comercios “de tradición familiar”, pero de mínima con alguna propuesta original o dejo de singularidad, algo que no sea posible encontrar en otros lados.

Si logramos acordar sobre este punto, el hecho de que todo se empiece a parecer cada vez más deja de ser únicamente un problema estético.

En diciembre pasado, los investigadores Adrienne Grêt-Regamey y Marcelo Galleguillos-Torres publicaron un paper en la revista Nature en el que aseguraron que la homogeneización urbana reduce los vínculos afectivos de las personas con los lugares y, en última instancia, sus intenciones de comprometerse con el barrio en el que viven.

Si bien el artículo analizaba las áreas periurbanas -lugares de transición entre el campo y la ciudad-, sus autores retomaban una profusa línea de estudio en torno al sentido del lugar (sense of place), es decir, los significados que las personas le damos al entorno.

Y ojo, el apego a un lugar no es lo mismo que la “satisfacción residencial” o la evaluación positiva de una cuadra que se volvió más segura o “divertida”. Este punto es central: que un barrio esté medio muerto por falta de opciones de esparcimiento no quiere decir que la única opción de inyectarle vitalidad sea instalando un Café Martínez y un Club de la Milanesa.

Este meme fue hecho con fotografías 100% orgánicas.

¿Un fenómeno global?

Si abandonamos el barrio por un segundo y cambiamos la escala, vamos a ver que las ciudades también se están pareciendo cada vez más entre sí. Hace ya tres décadas, el antropólogo francés Marc Augé llamó no-lugares a aquellos espacios “que no pueden definirse ni como espacios de identidad ni como relacionales ni como históricos”.

De esta manera, “el extranjero perdido en un país que no conoce sólo se encuentra aquí en el anonimato de las autopistas, de las estaciones de servicio, de los grandes supermercados o de las cadenas de hoteles. El escudo de una marca de nafta constituye para él un punto de referencia tranquilizador, y encuentra con alivio en los estantes del supermercado los productos sanitarios, hogareños o alimenticios consagrados por las empresas multinacionales”.

Buenos Aires no escapa a esta lógica. Sería difícil argumentar en contra de la existencia de la cadena Ibis, las sucursales de McDonald’s -en Argentina desde 1986- o la cartelería en inglés (o en portugués) en el aeropuerto de Ezeiza. Somos una ciudad global, capital de un país del G20, esperablemente nuestras áreas centrales o de negocios ofrecen el mismo estilo de edificios diseñados por los mismos arquitectos estrella para ser sedes de las mismas empresas globales o habitados por el mismo grupo de nómades digitales. Pero, ¿y los barrios?

Este mes estuve leyendo Dream Cities, un libro que alcancé a comprar justo antes que cerrara BookDepository donde se propone una arqueología de la arquitectura moderna y el poder que tiene para darle forma a nuestras vidas.

Dado que su autor, el profesor californiano Wade Graham, le dedicó un capítulo a la impresionante “monotonía urbana global” de las últimas décadas, se me ocurrió enviarle un correo y preguntarle cuáles son las causas que explican esta creciente uniformidad.

“Creo que hay dos razones entrelazadas”, me dijo Graham. “Una es que los patrones económicos subyacentes que alientan el desarrollo del centro de las ciudades son cada vez más los mismos, ya que en las últimas décadas un modelo global capitalista de trabajo y consumo se ha extendido prácticamente por todas partes, incluso en los países autoritarios”.

Para el autor, los centros se caracterizan por la urbanización en altura -de oficinas y viviendas- para trabajadores cada vez más acomodados en una economía interconectada globalmente. “Por lo tanto, las empresas y el personal implicados están vinculados a través de redes globales y adoptan -y se esperan que se adopten- modelos globales, ya sean estilos arquitectónicos, servicios, entretenimiento, comercio minorista y restaurantes. Estas empresas suelen estar vinculadas a nivel mundial y los ejecutivos que encargan los edificios, los arquitectos, los financieros, todos buscan y emulan los mismos modelos económicos, de modo que todo tiene el mismo aspecto. En cierto modo, se trata de la convergencia global de la moda entre esta élite”.

El segundo gran motivo, dice Graham, es el declive del localismo o regionalismo. “La mayoría de los gobiernos locales han abandonado los requisitos para mantener los patrones históricos: límites de altura, materiales o espaciado que crecían localmente, con características locales y que le daban a las ciudades coherencia y diferencia local y regional”, se lamenta.

No se trata únicamente de reivindicar estilos históricos, como hace París en su centro histórico (una suerte de museo para turistas). “El modernismo puede encajar perfectamente en los tejidos históricos, pero sólo si se mantiene en escala con ellos. Es la ruptura con las escalas y expresiones locales o históricas lo que hace que el desarrollo reciente sea monótono y sin hogar (homeless) en el sentido de no tener un lugar autóctono propio”.

¿Juegan algún rol, entonces, los gobiernos locales?

Debate abierto

Para el Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo (CPAU) que conduce Rosa Aboy, el proceso de transformación urbana conocido como “palermización” -que no es lo mismo que gentrificación– se vio exacerbado por la aprobación, en 2019, del Código Urbanístico que alienta la densificación al otorgar una mayor constructividad en la ciudad.

“El tema de las alturas, sumado al de habilitación de multiplicidad de usos para intensificar la actividad comercial, genera conflicto con las identidades barriales”, publicó el CPAU en su boletín del mes pasado. “Es lindo tener un bar en la esquina, pero vivir rodeado de cervecerías es menos amable. Y la multiplicidad de polos gastronómicos es estimulante, pero ¿no hubiera sido pertinente examinar las potencialidades de los lugares para planificar centralidades secundarias en sentido amplio?”

Marcelo Corti, editor de Café de las Ciudades, disiente con esta mirada.

“No creo que tenga que ver con el Código Urbanístico. Es un fenómeno mundial. Influyen el marketing, la tilinguería (solo alguien con muy mal gusto puede ir a un Starbucks), la economía de escala que manejan las cadenas y el acostumbramiento”, enumera.

Tres locales de cadena, uno al lado del otro, en una misma cuadra en Caballito.

Corti suma dos factores más. Primero, que la pandemia afectó más a los bares de autor (o locales similares) que a las cadenas, con más espalda para sobrellevar los cierres prolongados. Segundo, que los comerciantes suelen ser inquilinos. “Los propietarios de esos locales a veces ni viven en el barrio, y les es más fácil y seguro negociar con las cadenas, y si ven que un negocio prospera los ‘matan’ con la renovación del alquiler”, detalla.

Como si esto fuera poco, la relación entre el pequeño negocio y el local de cadena tampoco corresponde a la caricatura que todos imaginamos.

Jacqueline Olvera es profesora de la Adelphi University en Nueva York y en sus trabajos buscó entender la manera en la que los negocios locales resisten el impacto de las fuerzas globales. Su gran aporte: describir la dinámica entre los locales independientes y las grandes cadenas.

De acuerdo con su investigación, los almacenes o quioscos nacen y crecen si en el barrio hay hasta dos o cuatro locales de cadena, respectivamente. Pasado ese nivel, las grandes cadenas impiden la aparición de nuevas tiendas independientes (y hasta terminan por fundirlas, como sospechamos). El punto clave a retener es que la presencia de un mínimo de empresas de una misma marca y una gestión centralizada -al menos hasta cierto umbral- puede coexistir con locales independientes en una relación de mutuo beneficio.

Inyectando diversidad

Ahora que le sumamos cierta complejidad al debate regresemos al principio de nuestra columna y al indudable hecho de que la variedad urbana mejora nuestro apego a los lugares que habitamos.

Decíamos: ningún barrio posee una identidad inmutable, los mitos que les dan forma son relativamente nuevos (Sebreli recuerda que salvo los barrios más antiguos del sur -San Telmo, Barracas, Constitución, La Boca o Balvanera- y algunos enclaves como Flores, el resto de la Ciudad hacia el oeste no tenía carácter local y fue preciso inventar el mito a partir de la nada). Pero podemos coincidir en que cada subcentro fue desarrollando, con el correr de las décadas, algún tipo de identidad, y que esa identidad se diluye si la propuesta comercial para los 48 barrios porteños es la instalación en bloque, en cada uno de ellos, de una serie de locales de Freddo, Subway y Tienda de Café.

El Club de la Milanesa en Villa Urquiza. En diagonal enfrente, una de las 13 sucursales de Cervelar.

Existen opciones de política pública para intentar mejorar este aspecto sin afectar la libertad de comercio e industria. Se podría fomentar el despliegue de propuestas originales en áreas mixtas que se desarrollan en terrenos públicos mediante algún tipo de incentivo, por ejemplo, otorgando puntos adicionales en las licitaciones a los negocios familiares o que no sean meras sucursales de una cadena.

Claro, siempre está la opción de seguir por la senda actual de subastas en bloque sin mayor criterio y que ahora el bajo viaducto del Barrio Chino tenga locales como un Cúspide, un Havanna y un Farmacity, lo cual no hace más que consolidar un paisaje urbano cada vez más uniforme (aunque con sus bemoles). En políticas urbanas el Estado siempre cumple un rol, por acción u omisión.

“No hay nada inevitable en cómo evolucionan los centros barriales. Depende de cuestiones de época, infra y supraestructurales”, resume Corti, que además de estímulos crediticios o alguna exención fiscal recomienda el desarrollo de organizaciones de centros barriales con espíritu de cuerpo, buena visión y apoyo de los gobiernos locales.

La última. Estos apuntes para mejorar la diversidad comercial de nuestros barrios nos dejan a la orilla de otro gran debate para aquellos espacios que se presumen progresistas: la desmercantilización del espacio público. Me refiero a la tarea, nada menor, de desarrollar espacios culturales o sociales donde no sea obligatorio consumir para disfrutar.

El tema surgió con fuerza en las discusiones en torno al futuro de Costa Salguero o en la enésima renovación de Plaza Houssay, ahora rebautizado como “campus urbano” a pesar de que bajo su nueva configuración lo que se ofrecen son restaurantes no aptos para los bolsillos universitarios o baños solo para clientes. Ejemplos sobran.

Para el urbanista catalán Jordi Borja, el principio definitorio del espacio público urbano no es tanto de naturaleza jurídica (qué es de dominio público y qué no) como sociológica, es decir, su uso y -en especial- sus condiciones de acceso. Sin embargo, y por más que el libre acceso es lo que define al espacio público, por estos días nos cuesta concebirlo por fuera de algún modelo de explotación privada. Acaso en un futuro cercano la imaginación política nos permita escapar al modelo readymade de foodtrucks o fragmentos de Palermo prêt-à-porter como única propuesta de revitalización de nuestros espacios públicos.

Es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.