La pelea por el espacio público en la pospandemia

¿Qué es, cómo se usa, y cómo se gestiona? Nuevos hábitos, nuevos negocios; apropiaciones y desnaturalización de lo común.

Aunque a esta altura suene trillado, vale la pena insistir: la pandemia alteró todos los órdenes de la vida pública y privada. Y sus efectos aún deben terminar de decantar, ser revisados y contrastados con las certezas que arrastramos de la anterior normalidad. En particular, aquí nos interesa una dimensión especialmente impactante: cómo la crisis sanitaria alteró la organización de las ciudades y puso en tensión los paradigmas con los que pensábamos la vida urbana.  

En lo concreto, resulta elocuente que la imagen que proyecta hoy el espacio público de nuestra Ciudad de Buenos Aires, muestra cambios profundos. Al calor de los requerimientos de distanciamiento social que nos exigió la pandemia, experimentamos una era de protocolos, manuales, guías, y permisos especiales que modificaron sustancialmente nuestra experiencia urbana. Proliferaron nuevos usos y hábitos; también se flexibilizaron regulaciones. El carácter del espacio público mutó y se convirtió en la herramienta a mano para tratar de solucionar lo que ya no se podía resolver bajo techo. Sobre las plazas y las veredas, se desplegaron bares, clases de gimnasia, cumpleaños, ferias, festivales y miles de etcéteras. Se hizo por recomendación o imposición del Estado, pero también ocurrió de forma autogestionada y espontáneamente por una sociedad agobiada, que necesitó ocupar esos espacios por razones económicas o de salud física y mental. Lo que parecía temporal, continuó mientras se relajaban las restricciones y ahora ya parece configurar el paisaje permanente. Todo muy lindo, todo muy pintoresco, pero ¿qué hacemos ahora con esa hiper congestión? 

Desde lo conceptual, solemos definir al espacio público como el lugar de encuentro y de convivencia, de uso común y compartido, de acceso libre e irrestricto, sin barreras físicas o simbólicas y orientado a la apropiación colectiva.  Abordar esta complejidad y encauzar su discusión se vuelve sumamente desafiante tras el batacazo de la pandemia. ¿Sirve pensar la nueva realidad del espacio público con el mapa cognitivo y de valores de la etapa previa? ¿Qué hacemos con las novedosas dinámicas de apropiación privada de lo que se supone común? ¿Nos gusta la proliferación inédita de, por ejemplo, los cumpleaños infantiles o las clases de gimnasia en las plazas de la ciudad, pero rechazamos el abuso de los negocios gastronómicos sobre las veredas? ¿Por qué? ¿Con qué parámetros? Desde el extrañamiento y ambigüedad, nos preguntamos ¿Cuál es el rumbo en el que se encamina el espacio público?

Espacios verdes:  cercanía, convivencia, congestión y competencia.

La escasez de espacios verdes es uno de los principales ejes del debate político en la Ciudad de Buenos Aires. La pandemia extremó sus efectos y empujó al límite la necesidad de contar con espacios verdes de cercanía para el bienestar físico y emocional, la socialización y el encuentro. Evidenció, como nunca, la situación de precariedad y desigualdad que existe en la Ciudad. Quienes habitan en barrios bien servidos por espacios verdes pudieron disfrutar de los beneficios y de las libertades que estos eran susceptibles de brindar, mientras que quienes habitan en barrios menos favorecidos debieron resignarse a amontonarse en poco o ningún espacio verde. Estos, además, debieron albergar no sólo a sus prácticas habituales, de esparcimiento, encuentro social o actividades deportivas, de por sí incrementadas por las circunstancias adversas, sino que se les incorporaron otros usos expulsados de los espacios privados y cerrados. La combinación de ambos factores se evidencio en las imágenes de plazas y parques abarrotados. 

Podemos hacer algunas precisiones. Se hicieron habituales en los espacios verdes, actividades de la esfera privada de las personas, como los encuentros familiares o la celebración de cumpleaños infantiles. También, actividades económicas se trasladaron a parques y plazas, y al espacio público en general, como ser en el rubro gastronómico o el caso de las prácticas deportivas que se vieron legitimadas por las circunstancias y  consolidaron su presencia previa. Las lecturas sobre la incorporación o profundización de estas prácticas son varias. La transposición de actividades de la esfera privada al ámbito del espacio público supone una nueva forma de apropiación de lo común y una ampliación de la vida urbana de las personas que puede, a priori, considerarse bienvenida. Pero, ¿qué pasa si a esos encuentros se le incorporan componentes rentados para la provisión y adquisición de servicios de organización y entretenimiento? O, dicho de otro modo, ¿qué ocurriría si a este nuevo hábito, en principio virtuoso, se le montara un negocio? Eso mismo ocurre con la práctica de deportes con profesor o profesora, o con los usos gastronómicos, donde se produce una traslación más nítida de una actividad rentada al ámbito del espacio público. Esos componentes transaccionales representan actos de consumo excluyentes que se ejercen en el espacio público y pueden cambiar el sentido de esa apropiación y desnaturalizarla. Son usos recreativos, deportivos, de encuentro o de relax, pero rentados. Aún si no existiera una incompatibilidad funcional porque el espacio público abundara, sí representan una digresión en el sentido esencial del espacio público, porque expresan formas de aprovechamiento privado que tienen el potencial de desplazar otros usos no lucrativos.  

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En un contexto de escasez relativa de espacios verdes públicos, la convivencia puede devenir en competencia y congestión, atizando conflictos inevitables. Si se consolidaran y expandieran hasta el extremo las lógicas mercantiles, se llevaría a la sustitución total de los usos públicos y colectivos, hasta alcanzar la desnaturalización definitiva de los espacios comunes. Ese mero ejercicio teórico debería llamar la atención sobre la imperiosa necesidad de abrir una conversación franca al respecto. Por supuesto, todavía no es ese el estado de situación y algunos acuerdos tácitos o negociaciones contingentes permitirían mitigar los efectos de la congestión y sostener la convivencia. Pero, ¿cuánto resisten estos equilibrios inestables? ¿Cuáles debieran ser los límites para la apropiación privada del espacio público? ¿Suponen una resignación? ¿Cuál debería ser el rol del Estado en esa tensión y cuáles los dispositivos ciudadanos para gestionar esa conflictividad creciente?  

Como es obvio, el pensamiento binario no suele ser un abordaje aconsejable en momentos tan excepcionales como los que transitamos. Habrán casos donde los usos rentados podrán eventualmente producir valor y externalidades positivas para la sociedad en su conjunto: una clase de gimnasia o un área de mesas y sillas en una plaza semivacía, pueden promover la permanencia y contribuir a generar un ambiente más seguro. Pero en un contexto de profundas desigualdades urbanas cualitativas y cuantitativas, lo que funciona virtuosamente en un momento y en un lugar determinado, puede producir efectos nocivos en otros. La particularidad de cada caso exige detenerse antes de asumir un impacto negativo o positivo a partir de la proliferación de estos nuevos hábitos (rentados o no). Las dimensiones del espacio público involucrado, las condiciones de su entorno y los usos y costumbres de sus vecinos y vecinas, deben ser tenidos en consideración. Dónde, cómo, cuándo, para quiénes, de qué manera. 

El Estado y la sociedad: código de habilitaciones o mesas de trabajo y consenso. Punitivismo o participación vecinal. 

A vuelo de pájaro, describimos algunas alteraciones que suscitó la pandemia en la vida diaria de los espacios públicos. Fenómenos novedosos, dilemáticos y de desenlace abierto, exigen asumir la posible obsolescencia de las herramientas conceptuales con las que pensábamos hasta ahora la vida urbana. ¿Cómo ordenar algo que aún no terminó de cristalizar? ¿Con qué parámetros, con qué dispositivos y cómo garantizamos su efectivo cumplimiento? ¿Alcanzan las normas previas? ¿El código de habilitaciones? ¿Las resoluciones?

Muchos de estos interrogantes ya estaban abiertos en la pre-pandemia. Ya sea por rigideces normativas, ineficacia en la fiscalización, o por el discurrir anómico de esas actividades, estas regulaciones ya estaban siendo disputadas. La pandemia impactó de lleno en estos procesos ajenos a las normas. Sirvió para su legitimación a la vez que favoreció la implementación de encuadres de contingencia alternativos que convalidaron una flexibilización de hecho. Durante el distanciamiento social, el uso del espacio público se vio subordinado a demandas y reglas diferentes que permitieron redefinir el orden de las cosas. Se inauguró una etapa de protocolos, manuales, guías y hasta intervenciones físicas, como demarcaciones, que ampliaron el uso y promovieron una mayor apropiación privada del espacio público, en virtud de cuidar la salud, sostener las actividades, preservar puestos de trabajo o brindar servicios a la comunidad. 

El tiempo de los protocolos, manuales y guías exigió negociar cómo debía ser la convivencia y los usos en el espacio público durante el distanciamiento. Pero finalmente, los contextos, las características físicas, los usos y costumbres de cada lugar terminaron siendo definitorios a la hora de entender esos protocolos, guías y manuales, en una ciudad con tantas diferencias y desigualdades. Fue en el ámbito local, donde los agentes del gobierno y entre los vecinos terminaron de dirimir las cuestiones de fondo. Esa perspectiva situada es lo que permitió salvar las distancias entre las reglas generales y las particularidades de cada sitio. 

Esta etapa significó un intenso ejercicio de redefinición y renegociación de la relación entre los usos en el espacio público. Indudablemente, la situación crítica forzó las cosas en cierto sentido, pero también demostró que existe la posibilidad de encarar un diálogo constructivo a la hora de repensar cómo usamos los espacios; qué negociaciones estamos dispuestos a dar y qué valores debemos mantener. Sirvió para sostener las actividades, cuidar el empleo y la salud psicofísica de las personas, pero al mismo tiempo favoreció, legitimó y naturalizó una mayor apropiación privada del espacio público. Ahora que el bien público que los justificaba, que era garantizar la salud y el distanciamiento, ya no tiene la misma vigencia, ¿cómo seguimos?

Sin pandemia y frente a la evidente congestión y competencia por el espacio, arrecian los argumentos reactivos ante este tipo de apropiaciones privadas. Se abre la puerta a la prohibición, el punitivismo o a la vuelta de reglamentaciones para restablecer el orden anterior. Para encauzar esa situación de manera tal de que no solo se preserven las cualidades del espacio público, sino que además se defina un horizonte inteligible para esas actividades, es necesario abrir el diálogo ciudadano y comunitario y poner estos temas sobre la mesa. ¿Bajo qué términos estamos dispuestos a aceptar hoy este tipo de usos del espacio público? ¿Qué acuerdos podemos construir para que sea aceptable? 

Plantear consensos locales para sostener la convivencia entre los nuevos usos rentados y no rentados, sin que ello suponga convalidar ni prohibir, como posiciones tomadas previamente, sino que surjan en cada discusión, parece un camino posible ¿Cómo encauzamos la participación vecinal? ¿Cómo renegociar las condiciones de los usos del espacio público?

Podemos imaginar negociaciones que tendrán características distintas en cada lugar, para cada espacio público. En un barrio de espacios verdes escasos, negociar usos sobre los mismos tendrá otras implicancias que en uno donde hay mayor abundancia. O en algunos lugares que tienen cargas simbólicas que otros no tienen. Los anhelos y expectativas de las personas son distintos en cada barrio. Los vecinos y vecinas de una plaza vista como insegura serán más receptivos que los de otra que ya tiene una fuerte vida comunitaria. Distintos lugares tendrán escalas de valores distintas sobre lo que es aceptable y lo que no. La experiencia de negociación de los protocolos guías y manuales, representa un antecedente valioso a tener en cuenta, en la medida de que se necesitan acuerdos sobre qué tipos de bienes públicos adicionales son susceptibles de proveer los nuevos usos, qué valor agregado aportan a la vida comunitaria; qué contraprestaciones deberían ofrecer y en qué cantidad; cuáles son los impactos que deben mitigarse y de qué manera debe preservarse el uso público de esos espacios. Los resultados dependerán de cada lugar. Pero para que estos procesos sean exitosos y tengan suficiente legitimidad, deben tener a sus comunidades como protagonistas, crear verdaderos consensos y compromisos entre las partes, que serán a su vez las beneficiarias, produciendo intercambios virtuosos. 

La articulación de instrumentos de gestión participativa local plantea la posibilidad de encauzar las tensiones hacia el camino del diálogo y de la producción de bienes públicos mayores. La toma de decisiones por consenso, ayudaría a construir una lógica de convivencia sin competencia en los distintos espacios, susceptible de crear equilibrios firmes que preserven el sentido del espacio público y a su vez no supongan la destrucción de los beneficios públicos producidos por los usos rentados que allí se desarrollan. Garantizar esa convivencia exige un esfuerzo de gestión y sensibilidad para con las particularidades de cada lugar. Experiencias de gestión comunitaria, como las mesas de trabajo y consenso muestran que, con comunidades organizadas y activas, se puede pensar en una gestión comunitaria local de los espacios públicos. En tiempos como los que venimos describiendo, este tipo de construcciones se convierten en activos más valiosos que nunca.