Antiprogresismo y crisis de las élites: el ascenso de Javier Milei en clave global

La llegada de la ultraderecha a Argentina se entiende mejor si uno mira hacia fuera. Los problemas de la representación, el futuro como amenaza y la decepción, cuando no la bronca, con lo establecido.

¡Buen día!

Este es un correo adelantado por los resultados del domingo en Argentina. En Cenital nos pareció una buena idea apurar unos envíos para la cobertura. Conmigo escriben Facu Cruz –que salió ayer, y se puede leer acá– y María Esperanza Casullo, que sale mañana (acá te podés suscribir para recibirlo).

Yo voy con unos apuntes que combinan algo del contexto global con algunas obsesiones personales.

1.

Para entender el fenómeno Milei, como casi cualquier cosa que pase en la política, es necesario mirar afuera. Más precisamente en el resto de Occidente, donde hace años el malestar contra las élites es la espada de Damocles que cuelga sobre las democracias liberales. Ese malestar, que se manifiesta públicamente con la crisis del 2008, solo fue creciendo con el correr de los años hasta dar su primer golpe en el 2016, primero con el Brexit y después con la victoria de Donald Trump. 

Estas turbulencias políticas, por cierto, aparecen al mismo tiempo que las redes sociales comienzan a tomar un rol determinante en nuestras vidas y, por consiguiente, en nuestras democracias representativas. Los cambios en cómo nos vinculamos entre nosotros y con lo que pasa afectan directamente al sistema de representación política, ese joystick que hoy está hecho pedazos. No estoy planteando un “rol de los medios 2.0”, ya se me pasó el tren para eso y me interesa más bien poco, pero este no es un dato menor. 

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El malestar tiene, naturalmente, distintos condimentos, que se iluminan y retraen según cual sea tu punto de vista. Así, algunos viajan al siglo XX para decretar el fin de las ideologías y el agotamiento de las instituciones que daban sentido a nuestra vida común, mientras otros miran las últimas décadas de un capitalismo financiero que agranda y complejiza la desigualdad a la vez que precariza la condición humana. Están los que ponen la lupa en la desconexión de nuestros gobernantes con las grandes mayorías, en lo que parece un desacople de agendas, y los que apuntan en un sentido similar al malestar en la cultura. Hay otras miradas y distintas emociones en juego –la ira, la desilusión, la impotencia–, pero todos coincidimos, creo, en que vivimos en un mar de incertidumbre, aterrados por el futuro. 

2. 

El antiprogresismo aparece en este contexto como un vehículo efectivo para canalizar ese malestar con las élites, aunque no es el único. Lo diría así: el antiprogresismo es la encarnación actual de ese malestar, que capitaliza mejor la ultraderecha, pero no necesariamente su única versión, es decir, que eventualmente puede cambiar de forma.

Es efectivo porque reduce al progresismo a un conjunto de consignas vacías, pronunciadas por un grupo de privilegiados que viven en grandes ciudades, desconectados de la realidad del resto del país (ver este correo). Se le imputa a ese progresismo no sólo problemas de representación sino un pecado mayor: la insensibilidad de enfocarse en una agenda, digamos, posmaterial, cultural, cuando el resto está asfixiado por problemas materiales, se llame economía o seguridad. En su versión más conspirativa, además, esta agenda está financiada por poderes foráneos –el globalismo– que no sólo amenaza la orientación sexual de tus hijos (un factor nada desdeñable acá: el pánico moral) sino, en cierto sentido, a la soberanía del país. 

Esta caricatura combina, seguramente, imprecisiones con algunas verdades, más allá de su carácter simplificador. Aunque esto de lo simple no es menor: una explicación sencilla de cómo funciona el mundo, con el bonus track de a donde hay que dirigir la bronca, es especialmente atractiva en tiempos como este, pero ese no es el punto. 

El punto es que la intersección entre economía y cultura es el gran fenómeno social de este tiempo, aunque se quiera insistir en su contradicción. Es cuestión de entender mejor cómo dialogan. Un ejemplo: en su fascinante libro Why We’re Polarized (Por qué estamos polarizados), el periodista Ezra Klein sitúa el inicio del conflicto entre republicanos y demócratas en la discusión por Ley de Derechos Civiles de 1964. La grieta es, antes que nada, racial. Eso explica por qué los republicanos evaluaban mejor algunas de las propuestas de Bill Clinton que luego copió Barack Obama. El contenido era el mismo, pero Obama era negro.

Otro que me gusta mucho: en Strangers in their own land (Extraños en su propia tierra), la socióloga Arlie Hochschild viaja a Luisiana, en el sur de EE.UU., para explicar el apoyo al movimiento Tea Party –que proponía un recorte radical de la asistencia estatal– en zonas donde esta asistencia más se necesitaba. Esa oposición, descubre luego, proviene de la sensación de que existen grupos que solían estar detrás de ellos en la carrera por el sueño americano que en los últimos años se les adelantaron, se saltearon la fila, con ayuda del gobierno, principalmente de Obama. Por culpa de las políticas afirmativas, las minorías han ganado a su costa. 

Esto se conjuga con una de las teorías que aparecieron luego de la crisis económica del 2008, como la de privación relativa: el tema no es solo cuánto perdés sino ante quién; la sensación de que vos estás perdiendo mientras otros (que no lo merecen) están ganando. 

3. 

Se me podrá atribuir una lupa sobre sociedades demasiado particulares o, algo peor, estar sobreanalizando lo que no debería tener tanta vuelta: al fin y al cabo, hablamos de una crisis económica recurrente con distintas opciones políticas que fracasan. Vale, ¿pero por qué Milei y no otro? ¿Por qué aparecen figuras parecidas en países tan distintos?

Cada escenario tiene sus particularidades, sus temas y obsesiones. De ahí las diferencias. En cuestiones tan fundamentales como la economía, hay versiones de ultraderecha más estatistas, como Marine Le Pen en Francia o Giorgia Meloni en Italia, y otras de corte neoliberal, como Jair Bolsonaro en Brasil. La agenda de Santiago Abascal en España, inflada por el rencor con Cataluña, no es la misma que la de José Antonio Kast en Chile, que capitaliza la crisis de seguridad, así como la tradición del supremacismo blanco en Estados Unidos distinguen a Trump de cualquier otro. 

Pero sí comparten un contexto, además de narrativas, estrategias, adversarios y hasta cooperación, en lo que Juan Gabriel Tokatlian llama La Internacional Reaccionaria

4. 

La irrupción de Milei también está acompañada por el avance de una subcultura online antiprogresista, de la que intenté decir algo hace poco, a propósito de las filtraciones en la CIA.

Sintetizo: las guerras culturales en internet, que aparecieron con fuerza en EE.UU. hace unos años y luego se expandieron, fueron dando lugar a esta subcultura tan difusa como la propia red, que favorece hoy a movimientos de ultraderecha. Tanto por la construcción de narrativas, en forma de memes o tweets, como por el ascenso de activistas que luego migran a la esfera partidaria. 

Un ejemplo: los asesores que manejan el TikTok de Milei son una pareja de influencers de 22 y 21 años, responsables de que el candidato tenga más seguidores que todo el resto de sus competidores juntos. En Argentina, este movimiento es previo a la llegada de Milei, pero se alineó completamente al economista cuando desembarcó en la política.

En esta subcultura, de fronteras porosas, se encuentran, entre otros, los famosos varones frustrados, apodados pubertarios por los progresistas. Ese desprecio impide ver de qué manera la ultraderecha ha politizado la marginalidad y la frustración de varones adolescentes, que no es su única condición, por supuesto, y no alcanza a todos. Tampoco su penetración en comunidades digitales previas, como la gamer.

Estos espacios no son solo un lugar de contención, un refugio donde muchos de estos jóvenes, me consta, encuentran un sentido de pertenencia, que ya es decir bastante. 

Es también, quizás sobre todo, un lugar de diversión.

5. 

Hay una relación directa entre el ascenso de la ultraderecha y la crisis de la centroderecha tradicional. Esto es importante para hoy, pero sobre todo para el futuro.

Como contamos en este correo sobre Chile y este sobre Brasil, la centroderecha atraviesa una fuerte crisis de identidad, mientras lucha por mantener a su electorado combinando estrategias de acercamiento y distensión con sus competidores más radicales. Hasta ahora no ha logrado dar con ninguna receta de éxito. Radicalizarse para evitar perder por derecha no sólo es un problema porque se arriesga a perder el apoyo del centro: es un problema porque no funciona. El electorado, en la mayoría de los casos, va hacia lo nuevo, la versión auténtica que no está manchada.

Brasil es el caso a mirar. En 2018, Bolsonaro obtuvo el apoyo del ecosistema de centroderecha, liberal y conservador, por ser el vehículo del antipetismo. Cuatro años después, además de los costos democráticos y a la imagen internacional de Brasil, Bolsonaro creció en votos y su fuerza creció en todo el país, a nivel parlamentario y federal, a costa de la centroderecha. Se los comió.

Una clave para entender el problema: el electorado, la base social de la centroderecha, se fue asimilando cada vez más al bolsonarismo, adoptando sus maneras de ver el mundo y hasta sus consumos. Esto altera no solo el cálculo electoral sino, principalmente, la convivencia social: la polarización se vuelve más aguda, más intensa. No es un fenómeno pasajero. 

6. 

Mi definición preferida sobre qué es la política se encuentra en un ensayito precioso de Édouard Louis titulado Quién mató a mi padre.

La política es la distinción entre colectivos cuya vida se asegura, se alienta y se protege y otros expuestos a la muerte, la persecución, el asesinato. 

Pero más adelante, en este libro que se puede leer como un manifiesto íntimo contra las políticas de austeridad en Francia, que arruinan la salud de su padre, Louis repara en una contradicción: la gente que hace y más piensa la política es la que menos está afectada por ella.

Las clases dominantes pueden quejarse de un gobierno de izquierdas, pueden quejarse de un gobierno de derechas, pero un gobierno no les causa problemas digestivos, un gobierno nunca les destroza la espalda, un gobierno nunca los lleva a ver el mar. La política no cambia sus vidas, o lo hace bastante poco. Esto también es curioso, ellos hacen la política, pero la política apenas tiene ningún efecto sobre sus vidas. Para las clases dominantes, la política es a menudo una cuestión estética: una manera de pensarse, una manera de ver el mundo, de construirse como individuos. Para nosotros, era vivir o morir.

Estas palabras, que siempre me pegan como un cross a la mandíbula, reaparecen ahora, en el momento de las preguntas. ¿Qué fue lo que no vimos venir en estos años? Quizás fue la confirmación de esa lenta retracción de la sociedad de la política que acá, comparándonos con el vecindario, veíamos tan lejos, tan ajena. El último recordatorio de que, para mucha gente, para esas mayorías a las que, sabemos, sí les cambia la vida, la política se ha transformado, en el mejor de los casos, en un ruido de fondo. En el peor, un estorbo vital, una condena que va más allá del letargo de la burocracia. “Si no me cambia la vida, al menos que no me la arruine más”.

Si hay algo contra lo que pelear, a mi me gustaría pelear contra eso.

Hasta acá llegamos.

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Juan

Cree mucho en el periodismo y su belleza. Escribe sobre política internacional y otras cosas que le interesan, que suelen ser muchas. Es politólogo (UBA) y trabajó en tele y radio. Ahora cuenta América Latina desde Ciudad de México.