Para entender Brasil hay que mirar al Norte

El vecino país y Estados Unidos muestran un paralelismo inquietante. En ambos las fuerzas de ultraderecha aparecen consolidadas, mientras los progresismos apuestan a un mensaje basado en la defensa de la democracia. Los efectos de la batalla cultural y la polarización afectiva.

¡Buen día!

Espero que te encuentres bien. Antes de ir al correo de hoy, te quiero contar una noticia que me tiene contento y por más de un motivo quiero compartir: esta semana se publica mi primer libro. Se llama Nada será como antes y es una crónica sobre el momento que vive Chile, donde estuve reporteando por unos meses el año pasado. Quizás te acordás.

Si te gusta la política internacional y seguís este newsletter creo que te puede interesar. El libro comienza en el estallido social, mira hacia atrás para entenderlo y repasa algunos de los principales debates y problemáticas que cruzan a la sociedad chilena hoy, en un contexto revuelto y abierto. Incluye crónicas en el norte minero y en la frontera, protagonista de una crisis migratoria que sigue viva. También viaja al corazón del conflicto chileno-mapuche en el sur. De hecho, un fragmento de ese capítulo se publica hoy en Cenital.

El libro se puede comprar acá. Si sos parte de la comunidad Cenital, obvio, tenés descuento, solo tenés que escribir a [email protected].

Ahora vamos a lo nuestro.

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Separadas por poco más de una semana, las elecciones presidenciales en Brasil y las legislativas en Estados Unidos muestran un paralelismo inquietante. Los dos escenarios se han visto transformados por el ascenso y la consolidación de movimientos de ultraderecha, mientras las fuerzas progresistas apelan a un mensaje basado en la defensa de la democracia. El clima que se respira también es parecido, la violencia política se encuentra en ascenso, las calles en disputa, y la pregunta por el futuro cercano aparece tan borrosa como amenazante.

Sugiero que hoy nos dediquemos a ver algunos puntos en común, a ver qué nos dicen.

Sobre la permanencia

A dos años de su derrota electoral, la influencia de Trump sigue siendo determinante en Estados Unidos. Cuando anuncie su candidatura presidencial, será el principal favorito para obtener la nominación del Partido Republicano y un serio contendiente para regresar a la Casa Blanca. Ahí ya hay una marca: para el país norteamericano es la primera vez que un expresidente mantiene su relevancia política luego de dejar el cargo. Una salida que, por cierto, fue todo menos normal. Trump no reconoció la derrota e instigó a una movilización que terminó con el Capitolio prendido fuego, un intento de golpe de Estado inédito en la historia reciente del país.

La modulación de las reacciones dentro de la derecha fueron sintomáticas. Luego de un primer momento en el que la carrera política de Trump parecía terminada, con el veterano líder parlamentario Mitch McConnell amenazando con sacrificar al expresidente en un impeachment para correrlo del partido, el episodio comenzó a quedar atrás. Trump sobrevivió al impeachment con un apoyo masivo del partido –incluido el propio McConnell, que entendió que los costos internos serían mayores– y el foco se desplazó al asedio del nuevo gobierno.

Sin Twitter y con una pila de denuncias judiciales, Trump mantuvo su condición de líder del Partido Republicano. Fueron muy pocas las figuras que decidieron romper con él y oponerse abiertamente. La más importante fue Liz Cheney, la hija del exvicepresidente Dick Cheney que para el momento del ataque al Capitolio era la tercera persona más importante del partido en la cámara baja, desde donde apoyó el impeachment a Trump. Cheney fue desplazada de su cargo y hace un par de meses se presentó en las primarias del partido para revalidar su banca. Perdió por más de treinta puntos. Ese dato cuenta casi todo.

El Partido Republicano es ahora un partido de ultraderecha controlado por el trumpismo. Esto, que era evidente en 2016, es aún más evidente ahora, cuando las únicas alternativas al liderazgo de Trump se le parecen. El mejor ejemplo es el gobernador de Florida, Ron DeSantis, cuyo nombre va a empezar a figurar cada vez más por estos pagos.

Brasil, que tiene un sistema político muy diferente al norteamericano (más partidos, otro tipo de campaña territorial, un Congreso que es un quilombo) comparte este rasgo a la perfección: Bolsonaro se tragó a la centroderecha del mismo modo que Trump lo hizo dentro del Partido Republicano.

Lo dijimos el correo pasado: las victorias de candidatos bolsonaristas en el Congreso y en las gobernaciones son un dato quizás más importante que el apoyo que mantuvo la candidatura presidencial de Bolsonaro. Sugieren que la fuerza del presidente se explica por factores que van más allá del antipetismo. Porque es cierto que a nivel presidencial los votantes de centroderecha no tenían otra opción para evitar el triunfo de Lula. Pero sí lo tenían a nivel regional, y sin embargo eligieron a las opciones que más se le parecían a Bolsonaro. Es este dato el que explica por qué el fenómeno no es pasajero.

Pero lo que muestra el caso norteamericano, y de ahí el interés de este correo, es que el apoyo a Trump y Bolsonaro trasciende los votos. El viraje de la opción de centroderecha a la de ultraderecha involucra una serie de cuestiones que van más allá de la preferencia electoral. Por ejemplo: cuando Trump dejó el cargo, el 70% del electorado republicano consideraba que la elección había sido robada. Hasta el día de hoy una porción importante cree que Trump no hizo nada malo en el ataque al Capitolio. No es solo que la mayor parte del electorado republicano prefiere a Trump: lo hace porque comparte también sus críticas al sistema político y las instituciones, sus posiciones en materia social, su aversión a los líderes y votantes del otro partido, entre otras. Es un apoyo que, en más de un sentido, trasciende la contienda electoral.

Algo de eso también pasa en Brasil. En una entrevista reciente con Folha, la investigadora Camila Rocha explica que el electorado de Bolsonaro “se fue depurando, decantando y homogeneizando cada vez más, en el sentido de reproducir el discurso del núcleo duro del bolsonarismo”. Ese electorado, que en 2018 parecía más heterogéneo, con el antipetismo como principal hilo conductor, ahora también consume los mismos medios y mensajes, como la oposición a la “ideología de género” o la adhesión a la triada Dios-Patria-Familia.

Rocha, que llevó a cabo varias encuestas cualitativas con votantes de Bolsonaro en estos años, cuenta que así como una parte de ese ex electorado de centroderecha “se convirtió en un bolsonarista convencido y cristalizó”, otra parte manifestaba decepción por su desempeño en la pandemia. “Pero los decepcionados, mientras decían ‘Bolsonaro no es todo lo que imaginé, hizo cosas que no me parecieron bien’, también decían ‘no quiero votar por Lula y el PT, así que esperaré una alternativa’. Y muchas de estas personas dijeron: ‘Si no aparece ninguna alternativa, probablemente votaré por Bolsonaro como el mal menor’. Y la tercera vía no despegó”. Esta combinación ayuda a entender por qué el presidente no perdió votos con respecto a la primera vuelta de 2018. Y por qué sigue siendo competitivo en la segunda vuelta, aunque no sea el favorito.

“Mirar Brasil es como mirar Estados Unidos con dos años de demora”, me dijo Brian Winter, editor de Americas Quarterly y probablemente uno de los mejores analistas extranjeros del país vecino. “A pesar de las diferencias en la historia y en el perfil socioeconómico, en ambos países tenemos estos dos movimientos que capturaron el enojo ante el establishment y establecieron su propio tipo de marca dentro del movimiento conservador. Ambos tienen sus raíces en el ascenso de los cristianos evangélicos, que se convirtieron en la principal forma de rechazo a la política tradicional. El componente conservador, que siempre estuvo presente en la política brasileña, se volvió más importante”. Para Winter, esto quedó demostrado en las elecciones legislativas, en las que exministros de Bolsonaro e influencers de derecha –como el diputado más votado– dieron la nota. “Eso te dice que la narrativa de la guerra cultural efectivamente resuena. No es solo antipetismo”.

Explicar el viraje conservador del electorado de centroderecha posiblemente nos llevaría más de un correo. Cuando le pregunté a Sergio Morresi, profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador reconocido en el campo de las derechas, me habló de una serie de lecturas que se suelen ensayar. La primera, la más simplona, es la idea de que esas personas siempre pensaron de esa manera y que solo ahora, en este nuevo escenario donde los límites aparecen corridos, pueden manifestarlo. La segunda es entender el viraje como producto de las nuevas dinámicas digitales, con la proliferación de fake news y la manipulación, pero también con un espacio público donde los mensajes radicales resuenan más. Otra manera de verlo, propone Sergio, es como un corrimiento efectivo de esas posiciones, que manifiestan un rechazo hacia los cambios culturales experimentados en los últimos años, como los avances en cuestiones étnicas y de género.

Esta narrativa de la guerra cultural también desborda la contienda electoral. Otra de las lecciones de la campaña actual en Brasil es la consolidación de un tipo de polarización que también está presente en Estados Unidos. Es una polarización que, más que ideológica, es afectiva. No es que los votantes de uno y otro partido estén distanciados en, digamos, cúal debería ser la tasa impositiva o el rol del Estado. Es una distancia más radical, hasta geográfica, en la que afloran sentimientos de aversión hacia el otro. Una de las preguntas más utilizadas por los encuestadores para medir este tipo de polarización es “¿cómo te sentirías si tu hija o tu hijo se casara con un republicano / demócrata?”. Es un proceso por el cual la identidad política se convierte en una identidad social, ligada también a ciertos comportamientos y consumos. Si bien es cierto que en Estados Unidos el fenómeno está más arraigado, varios de sus rasgos están presentes en la sociedad brasileña.

Las consecuencias de este tipo de polarización, claro está, son más profundas que la dificultad para construir consensos y así abordar reformas estructurales que las economías de América Lat… etcétera. Es la violencia. Otra postal de época: a dos años de la derrota electoral de Trump, el 40% de los estadounidenses considera que una guerra civil es al menos probable en la próxima década. Para un país como Brasil, donde las milicias han ganado presencia en buena parte del territorio, el mercado de armas se encuentra más liberalizado que antes y el bolsonarismo imita a la perfección la narrativa y los métodos de la turba trumpista, este dato debe ser seguido con preocupación.

Y por supuesto todavía falta la recepción de los resultados. En el caso de perder Bolsonaro, que ha sembrado dudas sobre el sistema electoral durante todo el año, no se puede descartar la posibilidad del juego brusco. Se ha vuelto casi un lugar común decir que en Brasil puede haber un escenario similar al de la quema del Capitolio. El agravante, en este caso, es que los militares y el resto de las fuerzas de seguridad, a diferencia de Estados Unidos, han estado más cerca del gobierno (paradójicamente, uno de los principales factores que debilitan la tesis de la intervención militar en Brasil es el cambio de administración norteamericana: los demócratas están movilizados para evitarlo). La recepción de los resultados se puede ver condicionada por el tipo de polarización que aflora en Brasil. Explica Yascha Mounk:

La premisa fundamental de la democracia es que los ciudadanos acepten ser gobernados por quien gana las elecciones. Pero si muchos ciudadanos llegan a creer que dejar que el otro lado gobierne representa una amenaza para su bienestar, incluso para sus vidas, es posible que ya no estén dispuestos a aceptar el resultado de una elección perdida. Esto facilita que los demagogos atraigan a fervientes seguidores e incluso que se vuelvan contra las instituciones políticas de un país. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 es solo un síntoma del malestar.

Por eso no llama la atención que los discursos de Biden y Lula se parezcan. “Estamos en un momento grave de la historia de nuestra nación. Los republicanos MAGA (Make America Great Again) no solo amenazan nuestros derechos personales y nuestra seguridad económica. Son una amenaza para nuestra propia democracia. Se niegan a aceptar la voluntad del pueblo. Abrazan la violencia política. No creen en la democracia. Por eso en este momento los que amamos este país, demócratas, independientes, republicanos tradicionales, debemos ser más fuertes, más decididos y más comprometidos para salvar Estados Unidos que los republicanos MAGA que lo están destruyendo”, dijo el presidente norteamericano en agosto. Es casi una réplica del mensaje de Lula, que construyó una coalición amplia en la que el hilo conductor es la defensa de la democracia.

Dos apuntes sobre esto y nos vamos. Lo primero es que el caso norteamericano también sirve acá como testigo. A dos años de su regreso al poder, los demócratas no tienen mucho para movilizar a favor en las elecciones de medio término y de hecho la apuesta principal es la defensa del derecho al aborto, anulado por la Corte Suprema. Una mirada rápida sobre la gestión de Biden arroja que el principal escollo no fue el vínculo con el trumpismo consolidado en el Congreso: fue con su propio partido. La oposición de algunos congresistas demócratas conservadores a su agenda de reformas –ambiciosa–, la terminó demorando y limando. El caso brasileño tiene el agravante de un Congreso más fragmentado, con partidos consolidados que buscarán caja a cambio de gobernabilidad. Pero, de ganar, Lula también deberá resolver tensiones dentro de su coalición para encaminar la gestión.

No está de más recordar que algunos de esos nuevos compañeros fueron parte de la trama que explica el contexto actual. La defensa sin fisuras a Lava Jato y el impeachment a Dilma, que terminó con el desprestigio de todo el sistema político, la campaña de demonización a Lula y el PT, entre otras cosas, moldearon parte del clima que respira Brasil hoy. De hecho, Bolsonaro no es el primer candidato en cuestionar el sistema electoral. Aecio Neves, candidato de la centroderecha tradicional, lo hizo en 2014. Es importante advertir las señales a tiempo.

Por último, las similitudes entre el caso brasileño y estadounidense son una muestra más de la importancia de ver a estos movimientos, que comparten desde los métodos hasta la estética, en clave global. Por algo las respuestas también se le parecen. A veces da la sensación de que todos estuviéramos hablando de lo mismo.

Te dejo una recomendación que viene al pelo. Franco Delle Donne, un excelente lector de estos movimientos a nivel global y amigo de la casa, armó un seminario sobre la “Genealogía del pensamiento político de las nuevas derechas”. Son una serie de encuentros con distintos invitados, que incluyen episodios de podcast exclusivos. Te podés anotar acá. Pinta muy bueno.

También, si no lo hiciste aún, podés sumarte a la comunidad de Cenital para que sigamos lanzando contenidos de política internacional, como el podcast La Revancha. Yo ya estoy haciendo la valija para volver a San Pablo en unas semanas, a la espera de una definición electoral que, aunque a veces pueda parecer por el estado de cinismo que flota en varios lugares, no da lo mismo.

Siempre es importante tenerlo en cuenta.

Un abrazo,

Juan

Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.