La larga marcha de los mapuche

En exclusiva para Cenital, Juan Elman adelanta un fragmento de su nuevo libro Nada será como antes, ¿Hacia dónde va Chile?, editado por Ediciones Futurock.

La tarde del 5 de enero de 2022, un grupo de personas se reunió en una calle tranquila de Temuco para conmemorar un nuevo aniversario del asesinato de Matías Catrileo. En 2008, el joven mapuche de veintitrés años estaba participando de un reclamo territorial en el fundo Santa Margarita, perteneciente al empresario Jorge Luchsinger, cuando un carabinero le disparó por la espalda y le destrozó el pulmón derecho. Catrileo murió unos minutos después.

El caso marcó un hito en la tensa relación entre las comunidades mapuche y el Estado chileno, aunque Catrileo no fue el primer mapuche asesinado por Carabineros ni sería el último. En 2002, Alex Lemún, por entonces un adolescente, fue abatido por un oficial en un fundo de una comuna rural cercana a Temuco, en el marco de otra actividad por la recuperación de tierras. El responsable de su asesinato quedó libre luego de ser absuelto por la Corte Marcial, el órgano militar que se ocupa de juzgar la mayoría de estos casos. Recién en 2017, a instancias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Suprema ordenó reabrir el caso, que pasó a manos civiles. En 2021, el asesino de Lemún fue condenado a tres años de prisión, pero la pena se dio por cumplida por el tiempo que había permanecido en arresto domiciliario y prisión preventiva durante el juicio.

Al responsable de la muerte de Catrileo, el cabo Walter Ramírez, la justicia militar lo condenó a tres años de prisión. Aunque rebajado de cargo, siguió trabajando durante el juicio. En 2015, la Corte Suprema ordenó que la familia sea indemnizada por el Estado. Los Catrileo rechazaron la oferta. «Este dinero está manchado con la sangre de Matías y no podemos recibirlo», dijeron.

La familia estaba presente en la conmemoración del asesinato y fueron ellos los que me recibieron cuando llegué al evento, un poco más temprano de la hora citada. Había apenas un puñado de vecinos, el cielo estaba despejado y hacía calor. Una radio comunitaria que había improvisado un puesto de transmisión pasaba temas locales, la mayoría de rap y con alusiones a la causa mapuche. La primera hora del acto consistió en terminar de pintar un largo mural lleno de árboles y atravesado por un río que desembocaba en un retrato de Matías junto a un mensaje: «Las recuperaciones de tierra son para reconstruirnos como nación y vivir con dignidad».

Una parte de la familia Catrileo vive en Santiago, donde creció Matías hasta que decidió mudarse a Temuco para estudiar Agronomía. Por entonces ya estaba en contacto con la causa, había tomado clases de mapudungún, el idioma mapuche, y se había interiorizado en la música. En Temuco profundizó su militancia y comenzó a participar de algunas actividades por la recuperación de tierras, a las que llegó por compañeros que conoció en los Hogares Mapuche, las residencias para estudiantes universitarios. La actividad del día que le dispararon estaba encabezada por la Coordinadora Arauco Malleco (CAM).

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A medida que avanzaba la tarde, la cuadra fue recibiendo más gente, pero el evento siempre se mantuvo con una asistencia modesta. Juan Carlos Tralcal, un joven mapuche que estaba de visita en su comunidad por esos días debido al receso universitario, y quien me había invitado al evento, me contó que el sector que se moviliza en Temuco en torno a la causa mapuche es pequeño y la mayoría se conoce. Algunos habían agregado banderas en la vereda opuesta a la del mural. «Matías Catrileo, que tu muerte se convierta en vida», decía una. Otra homenajeaba a los «Weichafes –guerreros, en mapudungún– asesinados por el Estado $hileno».

Pero el clima era alegre y, hacia el final de la tarde, los asistentes –unas sesenta personas– se sentaron en la calle para escuchar el homenaje a cargo de su hermana, Catalina, mientras comían sandía. Ella agradeció, recordó a su hermano y leyó algunos de sus poemas. Los textos de Matías, que fueron recopilados en una edición a cargo de la familia, son de amor pero también hacen referencia a la causa mapuche, las dos pasiones a veces aparecen en el mismo poema. También aparecen mucho la palabra libertad y las referencias, tal vez de manera inquietante, a la muerte, el deseo de ser recordado por su amante y la experiencia de crecer en un territorio regado por la violencia.

Uno de sus poemas, dice:

Murió esa canción
Que decía que el hombre libre
Nacería en esta puta nación.

Y así creció
mi triste generación
dando pasos entre lágrimas y desesperación

escuchando punk rock
vaciando el dolor
en un vaso de alcohol

escuchando punk rock
vaciando el dolor
en un vaso de alcohol

Y así murió
En esta historia
ese puñado de sueños
que un tiempo atrás:
iluminaba nuestros ojos de niños
y aunque te quiero y me quieres
ya nada es igual

Tus labios ya no saben
A miel más que a tabaco
Podría morir esperando
Alguna explicación…

***

Los recuerdos comienzan a los diez, once, doce años. Juan Carlos se quedaba fuera de la casa junto a su hermano, mientras un grupo de carabineros allanaba las pertenencias de su familia y otro grupo los vigilaba a ellos. Las manos por lo general ocupadas por un arma larga, los ojos clavados en las caras de los niños y las mujeres.

–Eran actos violentos. Entraban en las casas, en los campos, y uno podía darse cuenta de que la llegada era violenta. Y se empezó a hacer costumbre o naturalizar, durante los primeros años y quizás creo que hasta la adolescencia, allanamientos así con treinta funcionarios, cincuenta funcionarios de Carabineros.

–Y la actitud era intimidatoria.

–Sí. Y el vocabulario también. Vocabulario intenso, vulgar. Muchas veces también tenían comentarios racistas.

Conversábamos en el comedor de un departamento ubicado cerca de la calle en la que se había organizado el homenaje a Catrileo el día anterior. Allí vivía una amiga de Juan. Él se había quedado porque su comunidad vive en el campo, lejos de la ciudad de Temuco, y esa tarde debía partir de regreso a Concepción, donde estudia Geología gracias a una beca por excelencia académica. Tenía veintiocho años en ese momento, el pelo negro y largo, desbordando los hombros, y marcaba distancia ante cualquier tipo de broma o comentario ocasional. En el evento le había preguntado si podía llevarme a conocer su comunidad y él respondió que no de manera tajante. «No te conocemos», dijo. Luego agregó, en un tono más amistoso, que no le interesaba difundir información sobre la comunidad y sus condiciones de vida, y que incluso podría ser riesgoso. «Todavía tenemos mucho trabajo que hacer hacia dentro», saldó.

Una comunidad en el campo, a unas dos horas de la ciudad: eso era lo que sabía del lugar, aparte del hecho de que eran tierras que habían sido recuperadas en 2008, el mismo año que asesinaron a Catrileo. Cuando le volví a preguntar, al día siguiente, Juan Carlos me dijo que el proceso había comenzado con una «reconstrucción de memoria». Se trata de una recuperación de tierras por «derecho ancestral, que no es un derecho escrito sino que se basa en las memorias de las familias».

–Había historias de una familia de colonos que se instaló en un territorio del sector, por el año 1919 aproximadamente, y relatos dentro de las mismas familias donde abuelos y abuelas de otras generaciones también habían vivido en ese territorio. Hubo hartos relatos donde muchos de esos abuelos, abuelas y padres de ellos también habían sido trasladados, incluso violentados de distintas maneras, para ser expulsados de esas tierras.

Esa recuperación de territorio se había dado de manera pacífica, sin enfrentamientos. Los primeros años, con nula presencia estatal, fueron difíciles. «Había harta pobreza. No teníamos las mejores condiciones y muchas veces faltaba alimento», dijo. La situación mejoró un poco con el tiempo y la zona comenzó a recibir asistencia estatal, aunque él considera que «nunca hubo una relación muy importante respecto a las políticas públicas». Es difícil saber la cantidad de gente que vive en el lugar, pero Juan Carlos habló de miles, quizás más de diez mil, aunque de diferentes comunidades.

La recuperación de la tierra es el último eslabón de una serie de acciones de protesta que incluye la ocupación temporal del fundo, la instalación de pancartas y la quema de fardos, entre otras medidas para llamar la atención. Muchas de estas acciones son lideradas por la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), la agrupación que es protagonista del conflicto reciente –y la más señalada por la prensa–. Juan ha conocido a algunos de sus miembros, si bien no forma parte. Por lo demás, le baja el precio: son, como su nombre lo indica, una coordinadora que se reduce a prestar apoyo a las distintas comunidades que están en proceso de recuperación y no siempre actúa de manera centralizada, aunque tiene voceros.

No todas las acciones de reivindicación territorial son llevadas a cabo por la CAM. En los últimos años han aparecido nuevos grupos, algunos de ellos más radicales y de incidencia acotada. Por otro lado, no todos los hechos de violencia en la zona –llamada macrozona sur por el gobierno y wallmapu, la nación mapuche, por los defensores de la causa, y que comprende la totalidad de la región de la Araucanía, la más conflictiva, la parte sur de la región del Biobío y las regiones de Los Lagos y Los Ríos– corresponden a acciones de protesta de comunidades. Hay robo de madera y otros delitos, y existe también la sospecha de que a veces son los mismos dueños de terrenos y las fuerzas de seguridad los que producen estas acciones para justificar la militarización de la zona.

El episodio que dio origen a la CAM es también el punto inicial de la última etapa del conflicto, en la que un sector comienza a utilizar la violencia como herramienta, a utilizarla también, porque la violencia aquí es de larga data, la violencia es el origen de todo.

A fines de 1997, un grupo de comuneros de Lumaco, un poblado ubicado en el suroeste de la Araucanía, prendió fuego a tres camiones de la forestal Arauco. Años después, las acciones de protesta y las reivindicaciones territoriales crecieron en la zona, mientras la CAM se consolidó como un actor protagonista.

Para Juan Carlos, el asesinato de Catrileo fue un punto de inflexión en el activismo mapuche.

–Hubo más recuperaciones. La gente joven empezó a movilizarse más. Mapuches y no mapuches, porque hay colaboración de organizaciones sociales y ambientales que se dan cuenta de que la recuperación del territorio no significa solamente una lucha por vivir más dignamente sino que tiene que ver con la protección del territorio ante distintas cuestiones de explotación extractivista. La lucha venía de antes, obviamente, pero el caso fue relevante porque se difundieron videos y mensajes con su discurso… Matías tenía una postura, no sé si más radical, pero era más consciente con respecto a la lucha mapuche porque conocía la historia y era consecuente con lo que decía. Después de su asesinato se levantó mucha más gente. Fue, además, un asesinato cobarde por parte de Carabineros, del Estado. Y en democracia, durante [el gobierno de] Bachelet, que en su vocabulario tenía una postura de dialogar y, sin embargo, la respuesta ante la movilización de las comunidades era la opresión de la policía. Entonces la gente notó que el gobierno y el Estado en sí no quería dialogar, buscaba criminalizar, y no contextualizaba el reclamo en la usurpación histórica de tierras del pueblo mapuche.

Él era chico, pero recuerda también que en esos años, en paralelo a las recuperaciones, crecieron también los allanamientos y la persecución a dirigentes, que hablaban de recuperación pero también de la protección al medio ambiente, dirigentes como su padre, cuya principal bandera era la lucha por el agua. Para eso nos habíamos reunido esa mañana después del evento: para hablar de su padre, que estaba preso. Juan Carlos era, sigue siendo, el principal vocero de su causa judicial.

Sucede que la causa del padre de Juan Carlos es otro de los hitos recientes del conflicto y su caso más controversial: el caso Luchsinger-Mackay.

***

El 4 de enero de 2013, cuando se conmemoraba el quinto aniversario del asesinato de Matías Catrileo, una pareja mayor, el empresario agrícola Werner Luchsinger, primo hermano de Jorge Luchsinger (dueño del fundo en el que Catrileo había sido asesinado), y su esposa, Vivianne Mackay, murieron calcinados en su casa, víctimas de un incendio intencional.

Ninguna agrupación o dirigente se adjudicó el ataque, que ya en esas primeras horas conmocionó a todo el país. Esa noche, a dos kilómetros del lugar de los hechos, fue detenido el machi Celestino Córdova, con una herida de bala en el tórax. El machi, en la cultura mapuche, es un chamán al que se le atribuye la capacidad de sanación y contacto con el mundo espiritual. No es un título menor. Córdova fue imputado como autor del delito en una causa a la que se le agregó un presunto rol en un incendio en otro fundo el año anterior.

Fue condenado a dieciocho años de prisión. El principal argumento de la defensa era que el juicio no había logrado acreditar el origen de la bala que tenía en el tórax, que según la fiscalía correspondía a un arma de Werner Luchsinger. En una palabra, no había pruebas que pudieran situarlo en el hecho. La fiscalía se apoyaba en las declaraciones de los carabineros que lo detuvieron, que lo situaban en el lugar, una presunta incapacidad para explicar la herida y otras pruebas vinculadas al incendio del año anterior, por el que finalmente fue absuelto.

Para la causa se había invocado, por pedido del Ministerio Público, la ley Antiterrorista, una normativa promulgada durante la dictadura que agrava las penas, favorece el uso de la prisión preventiva y habilita a mantener secreta la investigación durante un tiempo determinado. Amnistía Internacional, en el marco del caso Luchsinger-Mackay, observó que la ley «criminaliza al pueblo mapuche» a través de «desventajas procesales» que generan «juicios injustos». A Córdova no se le aplicó al momento de la sentencia –por eso recibió dieciocho años y no 36– pero sí durante todo el juicio y la investigación previa.

Las principales sombras del caso, sin embargo, aparecieron después. En paralelo a la detención de Córdova, otros dirigentes mapuche, entre ellos la machi Francisca Linconao, fueron allanados y detenidos por presunta posesión de armas ilegales, pero luego absueltos por falta de pruebas. Linconao denunció humillaciones de los oficiales que la detuvieron, demandó al Estado por «daño moral y lucro cesante», y ganó.

En marzo de 2016, tres años después de la muerte del matrimonio, Linconao y otros diez dirigentes –entre ellos José y Luis Tralcal, el padre y el tío de Juan Carlos– fueron detenidos en un operativo policial e imputados por delito de incendio con resultado de muerte, y con el agravante de terrorismo. La principal prueba de la fiscalía para detenerlos era el testimonio de un hombre llamado José Peralino, que los había inculpado como responsables del hecho a partir de una reunión en la casa de Linconao. Pero esa misma noche, Peralino denunció que había sido amedrentado por los fiscales y efectivos de la Policía de Investigaciones (PDI) para firmar una declaración, y que además había sido torturado.

Karina Riquelme, que era abogada de José Tralcal en ese momento y que había formado parte de la defensa de Córdova previamente, me contó que esa misma noche la llamaron y visitó los calabozos. Había otros abogados y funcionarios del Ministerio Público, además de los detenidos y el propio Peralino, al que describe como un hombre pobre de recursos y palabras.

–Ahí nos damos cuenta de que había una persona que había sido apremiada para inculpar a los demás [Peralino]. Nos dice «oye, la verdad es que me hicieron firmar esto porque me venían persiguiendo hace más de un año y medio, amenazaron a mi familia».

–¿Eso te lo dijo a vos?

–Sí, a todos los que estábamos ahí. Los defensores públicos estaban discutiendo y uno decía «tú sabías esto, tú sabías esto». Yo no entendía bien lo que estaba pasando. Luego me acerco a los Tralcal, que eran los que me habían llamado, y me dicen: «Aquí está pasando lo mismo de siempre, hay una persona a la que hicieron firmar una declaración falsa, lo persiguieron por más de dos años y quiere decirlo enseguida».

Peralino luego denunció en una audiencia que había sido forzado por los dos fiscales y dos policías, y presentó también una querella por «delito de apremios ilegítimos», pero la causa no prosperó. Además del testimonio de Peralino, un fiscal argumentaba que tenía registros telefónicos que indicaban un intercambio de llamadas entre los acusados, pero luego admitió no contar con ellos en una audiencia. Esto, sumado a otros defectos en la recolección de pruebas, provocó que los once detenidos fueran absueltos en un primer juicio. Pero este fue anulado por la Corte de Apelaciones de Temuco a instancias de querellas de la fiscalía y la familia Luchsinger. En el segundo juicio fueron absueltos ocho de los detenidos y condenados los hermanos Tralcal y Peralino, que tuvo una pena menor por su calidad de delator.

–José Tralcal ha sido perseguido por diez años –me explicó Riquelme–. Es un defensor del territorio, del agua. Hay características comunes entre quienes han estado presos y quienes han sido perseguidos. Son caras visibles de la defensa de los territorios y del agua.

Para la abogada y Juan Carlos, la diferencia entre el primer juicio (que había absuelto a todos) y el segundo (que había dejado tres condenados), fue el cambio de gobierno, que respondía a presiones de la familia.

–La institucionalidad chilena está muy relacionada con el empresariado y los Luchsinger-Mackay son muy poderosos. Son amigos de Piñera –me dijo Riquelme.

A fines de 2018, la Corte Suprema ratificó la condena a los Tralcal y a Peralino, aunque le quitó el agravante terrorista, reduciendo la pena a dieciocho y cinco años respectivamente. El fallo fue unánime.

Conocí a Riquelme una mañana soleada en Licanray, un pequeño poblado con salida a un lago que queda a dos horas de Temuco. Ella estaba allí por el reclamo de una comunidad, pero vive en la zona, en una casa cerca del agua con su hija pequeña. No es mapuche, aunque ha dedicado la mayor parte de su carrera a defenderlos.

–Hay una institucionalidad marcada por la impunidad que el poder judicial heredó de la dictadura. Se persigue a los mapuche como se perseguía a los comunistas –dijo.

Cuando comenzó su carrera, a principios de los 2000, trabajar se sentía como nadar contra la corriente. Los medios apenas le daban visibilidad a la causa, y si lo hacían era para criminalizarlos. Tampoco era una salida cotizada dentro del mundo del derecho.

–No se hablaba del tema. Era raro interesarse, a los que lo hacíamos nos miraban mal. Había mucha confianza en la institucionalidad y quienes la discutíamos éramos tachados de extremos.

Con el tiempo, algunas denuncias prosperaron, el tema tiene más relevancia entre nuevos abogados. En 2018, se reveló que un operativo de inteligencia llamado Operación Halcón –que había detenido por actividades ilícitas a ocho comuneros mapuche asociados a la CAM– tenía pruebas manipuladas por oficiales, que habían producido mensajes desde celulares intervenidos para forzar la condena. Pero el terreno seguía siendo desfavorable.

–Cuando me metí en esto nunca imaginé lo que iba a significar. Me doy cuenta de que tengo un shock no tratado. –Se refería a amenazas constantes pero también a un hecho concreto: una vez, en el marco del caso Huracán, le apuntaron con un láser mientras estaba en su casa, al lado de su hija–. Yo me separé por esto. Y no soy tampoco la abogada que quería mi papá, con maletín y las lucas. Pero a mí no me importa.

Para algunos, como Karina y Juan Carlos, el caso Luchsinger-Mackay es la evidencia más sólida de cómo el Estado y el sistema judicial conspiran para perseguir a dirigentes mapuche. Para otros, es la mejor exposición de la radicalización a la que han llegado las acciones de protesta por tierras, que terminaron con una pareja de abuelos quemados vivos.

La causa por el incendio que provocó la muerte de la pareja está contaminada de dudas y elucubraciones. Unos siguen culpando a Córdova, otros a posibles aliados. Algunos no descartan la participación de integrantes de la CAM, y hay quienes apuntan a internas de la misma familia Luchsinger.

–Yo creo que nunca vamos a saber qué pasó realmente– me dijo Maximiliano Alarcón, un periodista sureño que ha seguido de cerca el conflicto–. El manto de duda va a quedar para siempre en el caso.

***

Para alguien interesado en escribir sobre el conflicto, llegar a la ciudad de Temuco puede ser decepcionante. Uno espera ver tanques y militares recorriendo las calles, paredes llenas de consignas de lucha y quizás alguna movilización. Se encuentra, en cambio, con una ciudad de ánimo burocrático y ligeramente gris, con pocos parques y movimiento cultural, una ciudad en la que uno pregunta qué hacer y lo mandan a los malls o a una avenida llamada Alemania y colmada, como no puede ser de otra manera, de pubs de estilo alemán.

Sucede que los focos de tensión están fuera de la ciudad, en comunas rurales, ubicadas a por lo menos dos horas del centro. Aunque toda la zona está bajo estado de excepción, las fuerzas de seguridad ya tienen localizados cuáles son los posibles puntos álgidos, los fundos reclamados, y es allí donde centran el despliegue militar. Las noticias se cuentan en la prensa local como parte del clima: pueden decir, por ejemplo, que en el día de ayer hubo un incendio en la comuna de Lautaro, una de las más conflictivas, que por cierto es lo que había pasado en la víspera de mi llegada a la ciudad, como pueden decir que llovió o granizó. No suelen dedicarle mucho músculo periodístico, aunque se cuelan en la tapa.

Temuco es una de las tres principales ciudades del sur junto con Concepción y Valdivia. De ellas, es la que más cerca está de los focos de conflicto. Y es también la que más vota a fuerzas de derecha: en las últimas elecciones, Kast obtuvo el sesenta por ciento en la segunda vuelta, el mismo porcentaje que en toda la región de la Araucanía, de la que Temuco es capital. Fue donde mejor le fue, superando los votos que obtuvo Piñera en comicios anteriores.

El conflicto armado no es el mejor tópico para encarar una conversación ocasional en la calle. Lo aprendí relativamente rápido, al segundo día de mi llegada. Temuco, al igual que otras ciudades chilenas, todavía mantiene la tradición de los taxis colectivos, por lo que es usual compartir un auto con desconocidos en distintos momentos del día. En uno de los viajes, una señora me preguntó, de manera amable, qué estaba haciendo en la ciudad. Cuando le conté qué era lo que buscaba, respondió: «Pues vaya con los guerrilleros». La mujer, de rasgos indígenas, me dijo que, si bien tenía «sangre araucana» (un eufemismo para no decir mapuche) no quería saber nada con lo que le estaba preguntando. «Devuélvase a su país mejor», sugirió luego. El viaje concluyó en un silencio espeso.

A la noche, cuando le conté a mis anfitriones, Mario y Felipe, una pareja a la que había contactado por Couchsurfing –una red social de viajeros que ofrecen y reciben alojamiento–, se rieron y me sugirieron que no lo volviera a hacer. Ambos eran profesores universitarios, Mario de Veterinaria y Felipe de Psicología, pero de establecimientos rivales: el primero de la Universidad Católica de Temuco y el segundo de la Universidad de la Frontera, que ofician a su vez de riñones culturales y son uno de los pocos espacios donde se discute sobre la coyuntura regional. El ambiente de la ciudad puede ser asfixiante, contaron. Sus válvulas de escape eran precisamente la recepción de turistas por Couchsurfing, para ampliar el radio de la conversación, y escapadas periódicas a Pucón y otros pueblos turísticos cerca del lago, que quedan a poco más de una hora de la ciudad.

A ninguno de los dos parecía importarle mucho el conflicto, aunque les interesaba la política y votaban a la izquierda. En sus círculos primaba más bien la indiferencia o la apatía, aunque confesaron que a veces, sobre todo últimamente, también ellos y sus amigos sentían indignación ante algunas noticias que se filtraban, más que nada actos de protesta por reivindicaciones de territorio. Una noche, en un pub, Mario habló de los abuelos de una compañera de trabajo que vivían en Ercilla, una de las comunas más conflictivas.

–Eso me da rabia –dijo–. Porque ellos no tienen recursos para mudarse a otro lado. Al final, los que peor la pasan son los que no tienen nada que ver.

–Es como en Patria –agregó Felipe, que había terminado hace poco la serie de HBO basada en la novela homónima de Fernando Aramburu–. Esto es como ETA.

–El ETA tuvo apoyo al comienzo, por su oposición al franquismo –dije, para forzar una réplica o quizás solo para llevarle la contra.

–Sí. Es cierto –concedió Felipe–. Aquí nadie los apoya.

***

Una mañana de sábado en la que manejaban hacia Pucón, Mario y Felipe me dejaron a las puertas de la maderera Martini, sobre la ruta, una de las tantas que aparecen en el camino. Allí me debía recoger Alejandro Martini, el gestor de la empresa familiar y también el presidente del Partido Republicano –la fuerza de Kast– en la Araucanía.

Martini me levantó en una 4×4 de proporciones bestiales que todavía olía a nueva. Es un hombre fornido, de pelo castaño y apariencia relajada, que no llega aún a los cuarenta años. Vestía, esa mañana, una camisa manga corta floreada, bermudas y zapatillas. Me propuso acompañarlo a una construcción que debía supervisar y hacer la entrevista en el camino.

La biografía política de Martini es indicativa de cómo ha cambiado el pulso en la región. A los dieciocho años comenzó a militar en la UDI, el partido heredero del pinochetismo. Se presentó a algunas elecciones locales sin suerte, y llegó a ser presidente distrital del partido. Fue jefe de campaña de una senadora que se presentaba por la región y luego, con la llegada de Sebastián Piñera al gobierno en 2010, se mudó a Santiago para trabajar primero como asesor de la senadora y luego en el Ministerio de Interior. Volvió al sur en 2014, ya casado, para hacerse cargo de la multigremial de la Araucanía, que nuclea a las principales empresas de la región, de distintos gremios productivos.

–Fue después del asesinato a los Luchsinger-Mackay. Todos estábamos espantados. Ahí el conflicto comenzó a crecer a niveles espantosos. Empezamos con muertes, asesinatos. Estuve dos años y medio en la gremial. Un día me dijeron en la casa que tenía que cortarla porque ya era mucha presión lo que estaba viviendo.

–¿Recibiste algún tipo de amenaza?

–No, pero ya no dormía bien. Los problemas los haces parte de ti, la injusticia y todo lo que estaba pasando. Luego de eso me independicé, me dediqué a labores propias, formé empresa.

También se alejó del partido al que le había dedicado diez años de su vida.

–Me di cuenta de que todo lo que se había prometido en el gobierno de Piñera, por el cual yo había trabajado, era un engaño. Nosotros le estábamos fallando a nuestra gente.

Recuperó el deseo rápido con José Antonio Kast, al que conocía desde su tiempo en la UDI. En 2017, en su primera aventura presidencial, Martini hizo campaña por él. Ambos se acercaron más después de la elección, se hicieron amigos, y con el tiempo Martini se convirtió en su hombre de confianza en la Araucanía. Lo acompañó en las giras por Europa, donde conoció a Santiago Abascal, líder de la ultraderecha española, y Brasil, donde estuvo con Bolsonaro («un toro, un loco, en el buen sentido de la palabra»). Para las elecciones del 2021, Martini ya oficiaba como presidente regional del partido, y se hizo cargo de la campaña parlamentaria, en la que obtuvieron dos diputados.

Martini, un hombre acaudalado («el único problema que no tengo es el que todos tienen»), fue también un sólido aportante de recursos a la campaña y se ocupó de recaudar dinero entre los empresarios del lugar. Su pasado como dirigente en la multigremial es ahora un activo político. Pero no ha sido una tarea fácil.

–Son siempre las mismas diez personas que se ponen. Nadie quiere aportar, ¿cachai? No quieren aportar plata y tampoco aportan pecho para las balas. En eso somos malditos, gran parte de la responsabilidad es nuestra en este sentido. Somos desunidos. Nosotros venimos desde el 2013 pidiendo a gritos que se hagan cosas pero también esto es culpa nuestra, nuestra gente no le ha sabido tomar el peso al conflicto.

–¿Hablás de la gente de acá?

–De los agricultores, sí. Y te lo digo porque cuando se tomaron campos o hay un vecino que está con problemas con las comunidades es como que tuviera la lepra, el ómicron, nadie se quiere juntar con él para no tener conflicto con la comunidad. Hay mucha gente que incluso le paga a los weones para poder trabajar tranquilos.

–¿Y cuál te parece la mejor manera para que un agricultor responda ante problemas con una comunidad que reclama esas tierras?

–Es que hoy día ya estamos en un punto muerto, casi de no retorno, porque el Estado ya no te defiende.

No dijo lo que algunos agricultores y empresarios de la zona, según diversos reportajes periodísticos, ya han comenzado a hacer: privatizar la defensa. A veces arreglan directamente con carabineros en servicio, otras veces les ofrecen a carabineros que dejen la fuerza y se sumen a su seguridad privada, por más dinero. En 2021, el sitio Interferencia reveló que también hay mapuches trabajando en la seguridad de las forestales.

–¿Qué debería hacer el Estado en esos casos?

–Hacer cumplir la ley, tan simple como eso. Desalojar. Que Carabineros tenga la autoridad para que, si les disparan con armas de guerra, ellos disparen también. No con balines de goma que alcancen cincuenta metros. Hoy día el Estado no está haciendo nada, hay una guerra que es de un grupo contra otro, ¿cachai?, donde el Estado no defiende y yo creo que va a llegar el minuto en donde va a haber una guerra armada entre civiles. A eso vamos de todas maneras. Dios quiera que no pase, pero es lo lógico. Es lo que debería pasar en cualquier minuto.

Título: Nada será como antes. ¿Hacia dónde va Chile?

Autor: Juan Elman

Páginas: 296

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Cree mucho en el periodismo y su belleza. Escribe sobre política internacional y otras cosas que le interesan, que suelen ser muchas. Es politólogo (UBA) y trabajó en tele y radio. Ahora cuenta América Latina desde Ciudad de México.