Si no se urbanizan las villas, todos vamos a ser más pobres

Un nuevo informe del Banco Mundial explica cómo la desigualdad urbana impacta en la productividad y en la economía. Un ejemplo en Rosario y el riesgo de no invertir en infraestructura.

No hay plata, dice una de las ideas-fuerza más potentes del gobierno de Javier Milei. A partir de esta premisa, la actual administración decidió llevar la obra pública a cero y recortar buena parte de los fondos federales para los programas de urbanización de barrios populares. La postura oficial asume que hay otras urgencias.

Sin embargo, los gobiernos que descuidan la inversión en infraestructura generan ciudades más pobres dado su impacto negativo en la productividad y la economía urbana. Así lo asegura un informe reciente del Banco Mundial que analiza, por primera vez, las variables de geografía económica que limitan el crecimiento en América Latina.

Según el reporte, tres factores estructurales — la desindustrialización, los altos costos para desplazarse y las divisiones socioeconómicas entre barrios — debilitan los beneficios de las economías de aglomeración (la mayor ventaja de las grandes ciudades) y llevan a cuantiosas pérdidas económicas.

Lo que no hay que hacer

¿Por qué las ciudades latinoamericanas no logran aprovechar las economías de escala? Por sus altos niveles de congestión vehicular, por su informalidad, por sus altas tasas de delitos y por sus altos costos de vivienda, dice el Banco Mundial. Todos estos factores terminan por convertir la densidad en un costo.

Este informe de 72 páginas, que lleva la firma de la economista búlgara Elena Ianchovichina, suma un aspecto clave que me gustaría resaltar: “Estos costos aumentan cuando las políticas políticas, la planificación y la gestión urbanas, así como las mejoras en el transporte, las comunicaciones y las infraestructuras básicas, no van a la par del aumento de la densidad”.

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Los países que viven “al día” y que queman todos sus ingresos en gastos corrientes –y de esto han sido responsables gobiernos de todo tipo en Argentina– descuidan la inversión en obras de capital y tarde o temprano terminan plagados de problemas.

Los coches para los trenes del Mitre y el Roca que se compraron luego de la tragedia de Once –la primera adquisición de este tipo desde 1985– van camino a cumplir diez años de operación, y desde Trenes Argentinos calculan que harán falta unos 300 millones de dólares para su mantenimiento (sin contar otras inversiones estimadas para la próxima década según el Plan de Reparación Histórica Ferroviaria). No encararlo puede generar deficiencias en el servicio, cuellos de botella y hasta nuevos siniestros.

Sin obras de magnitud también va a ser difícil morigerar el impacto de las inundaciones como las que vivimos esta semana en el área metropolitana de Buenos Aires.

Uno: desindustrialización

Para el Banco Mundial, uno de los grandes limitantes del crecimiento del empleo en las áreas urbanas de la región fue el proceso de desindustrialización de las últimas décadas.

En las áreas desindustrializadas, el empleo se inclina hacia los servicios no transables de baja productividad que suelen valerse de mano de obra no calificada. Dicho en criollo, lo que este modelo genera es un montón de gente con escasas habilidades apiñada en ciudades cada vez más congestionadas (“ya que los servicios no transables suelen prestarse en persona durante las horas pico comerciales”).

Las ciudades con algún tipo de industria, en cambio, pueden abordar mejor este problema “haciendo uso de sistemas de almacenamiento y transportando los insumos y los bienes durante las horas de menor tráfico”. Sin contar que un mínimo de especialización productiva podría alentar la consolidación de ciudades intermedias y un modelo de desarrollo más equilibrado que la mera dependencia en sectores con ventajas comparativas, como la agricultura y la minería.

En Argentina, la economía estancada de los últimos 12 años prueba que el modelo de sustitución de importaciones casi absoluto, con altos costos y donde el país se dedica a fabricar prácticamente todo, no es tan sostenible (hay muy buenos informes de Fundar sobre la industria textil o el régimen de Tierra del Fuego). Pero tampoco hay que tomarse a la ligera los –probados– efectos negativos de una desindustrialización total: hasta el Fondo Monetario Internacional dijo este mes que las políticas de promoción industrial “están de regreso”.

Si Milei promete Dublín o Berna, nuestro norte no puede ser Manila o San Salvador.

Dos: no invertir en obras

El segundo gran factor que lesiona las ventajas económicas de las ciudades tiene que ver con problemas de conectividad.

En las grandes ciudades latinoamericanas, desplazarse toma más tiempo que en el resto del mundo. La consecuencia directa es un acceso limitado a los mercados interurbanos y una menor capacidad de las empresas manufactureras para especializarse y beneficiarse de economías de escala internas.

Acá también queda en evidencia la falta de inversión en obras de infraestructura, especialmente en los segmentos que conectan las zonas urbanas más pobladas y productivas de la región. Las pérdidas por este concepto, dice el Banco Mundial, “son considerables en Argentina y Brasil”, donde las redes ferroviarias siguen estando subdesarrolladas y buena parte de la carga se transporta en camiones, lo que incrementa los costos de transporte.

No hace falta irse a El Cairo como hice el año pasado para saber que las ciudades más enquilombadas son aquellas que crecen –en población o en extensión– sin que esto sea acompañado por obras y una adecuada planificación. En ese sentido, el freno prácticamente total de la obra pública a nivel federal –más allá del declamado modelo chileno, que difícilmente despegue en este contexto– promete mayores rezagos y problemas a futuro.

“Las autoridades pueden satisfacer la demanda de movilidad urbana a un costo de inversión en infraestructura relativamente bajo a través de la planificación integral del uso de la tierra y el transporte, una mayor utilización de los sistemas de transporte público integrados (que incluyen medios masivos como el metro y el tránsito rápido de autobuses), y la adopción de políticas que aumenten la ocupación ferroviaria, desalienten el transporte privado y mejoren la gestión del tráfico”, dice Ianchovichina.

Teléfono para varios intendentes y un jefe de Gobierno.

Tres: desigualdad sociourbana

Por último, el tema que nos ocupa: las diferencias socioeconómicas entre barrios. Se trata de una característica de las grandes ciudades latinoamericanas que también tiene impactos en la productividad.

Para el Banco Mundial, la división de las ciudades entre áreas ricas y áreas pobres mal conectadas limitan el alcance de las economías de aglomeración y perpetúan los mercados informales en barrios de bajos ingresos.

“La existencia de una economía urbana dual — una economía formal en los distritos económicos centrales y otra de baja productividad en los barrios de bajos ingresos, con residentes atrapados en la informalidad — genera una mala asignación espacial”, dice el informe.

La urbanización de la Villa 31 es una de las políticas de urbanización más importantes en la Ciudad de Buenos Aires.

La segregación residencial tiene efectos negativos bien estudiados sobre la escolaridad, la salud, la igualdad de oportunidades, la movilidad intergeneracional y el capital social. Por eso, “los gobiernos locales deben trabajar para mejorar la infraestructura urbana básica y el acceso a los servicios públicos, especialmente en los barrios pobres, donde los servicios son deficientes o inexistentes”. Esto no puede sino generar crecimiento, ya que las ciudades más habitables atraen a trabajadores talentosos y calificados.

María Migliore, exministra de Desarrollo Humano y Hábitat de la Ciudad de Buenos Aires, cree que la integración sociourbana es la mejor herramienta que existe para combatir la pobreza estructural, ese núcleo de pobreza que no se llega a combatir por el simple efecto del crecimiento económico.

“Cuando tenés un barrio integrado, con calles que forman parte de la trama, con circulación de transporte público y servicios de limpieza, todo el entorno mejora”, me dijo María.

Le pedí que me diera un ejemplo concreto y me citó la urbanización de Villa Fraga, que comenzó en 2018 en un marco de fuertes resistencias entre los vecinos que vivían cerca del asentamiento. “Fue un gran desafío generar consenso, pero con el correr del tiempo todos los vecinos -y no solo las personas del barrio- tuvieron una valoración muy positiva del proceso”.

Hoy el Playón de Chacarita, como se lo conoce, es un barrio con todas las de la ley y los beneficios de su integración al barrio de Chacarita trascienden a las 1.040 familias que viven allí.

Otra historia real

Juan Monteverde, un dirigente social que el año pasado estuvo a 15 mil votos de ganar la intendencia de Rosario, contó hace poco la experiencia concreta en Nuevo Alberdi, un barrio popular ubicado en el extremo noroeste de la ciudad, que encaró el desafío de integrarse a la ciudad formal. (Este video resume muy bien la escala del problema.)

“La primera tarea fue en un polígono de 70 hectáreas y más de seis mil habitantes: censando a todo el barrio, identificando a las familias y estableciendo los límites de cada casa y cada lote”, explicó Monteverde. “Y una vez establecido el plano real del barrio, comenzó el proceso de participación, en el que fueron los vecinos del barrio quienes definieron cómo y por dónde avanzar. De esta forma se establecieron prioridades, como el servicio de agua potable o la escuela primaria”.

Las prioridades marcadas como más urgentes se cumplieron. Se llevó agua a más de mil familias -una obra que se terminó en un plazo menor a lo previsto- y el Gobierno provincial comenzó a construir la escuela. Sin embargo, tres obras clave ya licitadas y adjudicadas (el Parque de la Estación, la Cancha Servellera y la Plaza Comestible) fueron frenadas por el gobierno de Milei.

Frente a esto, los impulsores de este proyecto están trabajando en un plan para que las obras puedan ser llevadas adelante por el municipio y la provincia. El objetivo para este año, dice Monteverde, es diversificar las fuentes de financiamiento y hacer posible la ejecución de las obras aún en este contexto adverso.

¿Cómo lo financiamos?

Para urbanizar los 6.467 asentamientos de la Argentina, en los que hoy viven entre cuatro y cinco millones de personas, hace falta mucha, mucha plata. Y si bien históricamente los fondos simplemente salían del Tesoro, en los últimos años el modo en el que se financiaron estas obras puede resumirse en una sigla de cuatro letras: FISU.

El Fondo de Integración Socio Urbana fue materia de debate público en las últimas semanas porque el nuevo Gobierno decidió echar un manto de sospecha sobre su funcionamiento. “Si hay un fondo que no fue una caja negra de la política fue el FISU. Se lo puede criticar por la falta de financiación, por los escasos recursos que le fueron dedicados, pero no por su falta de transparencia”, respondió el mes pasado el urbanista Marcelo Corti, editor de Café de las ciudades.

Las propias denuncias periodísticas terminaban diciendo que “la auditoría no reveló irregularidades” y que “hasta ahora, no hay manejo discrecional”. El programa fue auditado por CIPPEC y el Conicet y fue objeto de una evaluación de impacto a cargo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Pero hay un dato más interesante. La creación del FISU formó parte de una política de Estado, una de las más importantes desde el regreso de la democracia. Fue la consecuencia lógica del registro de barrios populares (Renabap), que obtuvo fuerza de ley en 2018 durante la presidencia de Mauricio Macri, y de la necesidad de contar con un fondo específico para integrar estos barrios a la trama urbana.

De hecho, la ley que reguló su funcionamiento –y que proponía dotar de los servicios públicos básicos a los miles de barrios precarios de todo el país– partió de un proyecto de Elisa Carrió, Mario Negri y Nicolás Massot.

Al poco tiempo, el gobierno de Alberto Fernández le inyectó al fondo un interesante monto adicional (el 9% del total de lo recaudado en concepto de impuesto PAIS), con el que logró recaudar unos 470 millones de dólares durante cuatro años. Pero en febrero de este año, Milei redujo estas partidas a prácticamente cero.

“Esto es una mala noticia a corto plazo. La política social pierde recursos para hacer algo en un contexto de desarme de varios programas de apoyo. Va a ser un golpe”, dijo Sebastián Welisiejko, exsecretario de Integración Socio Urbana de la Nación. “Pero detrás de esto puede estar la clave para cambiar el chip y desplegar un esquema federal y sostenible”.

Ahora el desafío consiste en pensar instrumentos que ayuden a crear un mercado de crédito para el desarrollo del hábitat en el país.

“Creo que es fundamental que el FISU tenga una base de aporte estatal con asignación específica votada por ley, porque eso permitirá darle previsibilidad a la política”, me dijo Juan Maquieyra, director ejecutivo de la organización TECHO y extitular del Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC) de Buenos Aires.

“También es importante que pueda canalizar fondos del sector privado orientados a inversiones de impacto (bonos sociales, bonos verdes) y de esa manera tener un mayor nivel de ingreso y de sustentabilidad. Y por último, que sirva para que las provincias y los municipios puedan emitir deuda y con esos fondos desarrollar obras que permitan, a su vez, potenciar más obras”.

Siempre con la idea de que la integración de estos barrios tiene externalidades positivas para todos los habitantes de una ciudad, no sólo para quienes viven en ellos.

Es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.