Nadie quiere un colectivo gratis, pero ¿de cuánto debe ser el subsidio?

El valor de la tarifa en el AMBA aumentará en abril y revive la pregunta de cuánto debería costar. ¿Cómo se compone ese precio? ¿Cuánto debe soportar el Estado?

Hace unos días, el gobierno de Javier Milei anunció su decisión de postergar la suba del boleto de transporte público en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA, para los amigos). Mientras tanto, las empresas de transporte automotor están en pie de guerra por diferencias en torno al monto de los subsidios que deberían recibir. Todas las semanas hay amenazas de paro y recortes en los servicios.

En el medio, los usuarios.

Hace poco hablamos del desafío de los trenes argentinos. Hoy me quiero concentrar en otro actor clave de la movilidad nuestra de cada día: los colectivos.

Para no aburrirlos con la historia del autotransporte público colectivo de pasajeros en Argentina, propongo omitir intro para ir directo a lo que pasó en los últimos veinte años, porque eso explica cómo llegamos hasta acá.

Verónica Pérez, integrante del Programa Interdisciplinario de la UBA sobre Transporte (PIUBAT), y Julián Bertranou, profesor de la UNSAM y de la UNCuyo, recuerdan que las compensaciones tarifarias a los colectivos en el AMBA comenzaron tras la crisis de 2001 en el marco de una política de congelamiento de precios.

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En su libro de 2023 Políticas, mercados y empresas en el transporte metropolitano de Buenos Aires, los autores explican que durante el gobierno de Eduardo Duhalde se estableció un precio diferencial del gasoil para las empresas de transporte de pasajeros y se implementaron compensaciones que cubrían la diferencia entre la tarifa técnica –calculada en base a una estimación de costos– y el boleto que pagaban los pasajeros. Esta política se sostuvo en el tiempo y hacia 2012 la tarifa promedio del transporte se había reducido un 48% en términos reales.

En 2006, durante el gobierno de Néstor Kirchner, se creó un régimen de compensaciones complementarias para el área metropolitana con el que se buscó cubrir costos de personal y renovación del parque automotor. Fue así que, en menos de diez años, la antigüedad promedio pasó de 8,3 años a 4,9 años.

Pero no todas fueron buenas noticias: por un lado, este régimen especial sujeto a aportes discrecionales del Tesoro Nacional marcó el origen de las asimetrías entre las tarifas de Buenos Aires y las del resto del país, que en enero de este año llegaron a ser en promedio tres veces más caras (hoy veinte ciudades –incluyendo Bariloche, Ushuaia, Mar del Plata y Santa Rosa– ya tienen un boleto por encima de los $700).

Por otro lado, el cuantioso monto de los subsidios hizo que la opción por mejorar los estándares de calidad de los servicios (o, en la jerga, “salir a buscar al pasajero”) fuera perdiendo peso en detrimento de otras tácticas más rentables. “Con un subsidio que llegó a significar el 80% de los ingresos de los operadores, la conducta más racional desde el punto de vista empresario habría sido, según la representación dominante, adaptarse a las condiciones para su percepción”, explicaron Pérez y Bertranou.

En palabras de un empresario de un importante grupo, citado en el libro: “Llega un momento que el tipo está especulando cómo ganar plata, no cómo hacer transporte. Son deformaciones que produce el subsidio cuando son demasiado altos”.

En este nuevo escenario, las empresas no tenían que salir a buscar al pasajero sino a hacer los kilómetros necesarios para recibir el subsidio. “Y si antes me mataba por llegar acá –donde estaba el pasajero– pero ahora, a esta altura del recorrido a mí me implicaba un cambio de turno con horas extras y demás, la verdad que me era más negocio cortar acá, que ir a buscar el pasajero allá”, explicó un funcionario de la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT).

Más sobre esto en un minuto.

Desde 1969, los colectivos de Buenos Aires del 1 al 199 son de jurisdicción nacional, los del 200 al 499 son de la provincia de Buenos Aires y del 500 en adelante de gestión municipal. Foto: Jorge Gobbi / Flickr.

Oda a la SUBE

A principios de siglo, los usuarios de transporte público masivo precisaban un recurso excluyente para poder viajar: monedas de curso legal. Hacia 2008, como resultado del aumento de la inflación y de su costo de producción, las monedas comenzaron a escasear (hasta había un mercado negro de reventa), y la situación precipitó la decisión de implementar el sistema SUBE. El Banco Nación estuvo a cargo de todos los aspectos de su puesta en funcionamiento: la implementación de tarjetas contactless, la instalación de máquinas validadoras y máquinas de recarga, la distribución de las tarjetas y la transferencia de los fondos a los operadores.

Para los autores, este sistema permitió tener un mayor detalle de la cantidad de transacciones hechas por cada tarjeta y reconstruir las trayectorias de los viajes que realizan en un día típico en el AMBA. Aún más importante: desde su puesta en marcha, el Estado pasó a controlar la recaudación, hasta entonces en manos de los empresarios.

Fue así que en 2014, tras la instalación de sistemas de GPS a los equipos SUBE en todas las unidades, 22 empresas de colectivos (de un total de 91) fueron imputadas por la Justicia por declarar más kilómetros que los recorridos efectivamente con el objetivo de recibir más subsidios.

La SUBE, dicen los autores, “fue la base para una reorganización de las relaciones público-privadas, que dotó al Estado de unas capacidades inexistentes hasta el momento” ya que le facilitó información sobre pasajes vendidos, kilómetros recorridos y frecuencias en tiempo real que hasta entonces había sido exclusiva potestad de las empresas que operaban el servicio.

De la misma manera, la adopción generalizada de la tarjeta le permitió al gobierno de Mauricio Macri implementar un programa de descuentos escalonados, es decir, la famosa red SUBE, y avanzar hacia una concepción integral de la movilidad.

“Por vez primera el viaje fue considerado y reconocido como la suma de tramos realizados, lo que además significó un progreso en dirección a una mayor equidad, ya que quienes hacen mayor cantidad de trasbordos e invierten más tiempo en sus desplazamientos cotidianos pertenecen a los sectores de menores ingresos”, dijeron Pérez y Bertranou.

¿Cuánto tiene que costar el boleto?

Vayamos, entonces, al corazón del debate. ¿Es razonable tener un esquema de subsidios al transporte en el área metropolitana? Por supuesto que sí, dicen los autores, y por varios motivos:

  • Si bien los subsidios representaban buena parte del ingreso de los operadores, “similares niveles de dependencia respecto de transferencias estatales se constataron en empresas de autotransporte de pasajeros en otros países como Estados Unidos o Reino Unido”.
  • La mayor parte de los subsidios se concentró en el AMBA, sí, pero porque “en este territorio reside alrededor de un tercio de la población del país y en ella se produce el 56% de los viajes en transporte público del país”.
  • La política de alentar el uso del transporte masivo a partir de una tarifa competitiva cobra sentido si se busca mitigar “las externalidades negativas asociadas al uso del automóvil particular u otras opciones con menor capacidad de transporte de personas (como mayor congestión, riesgo de accidentes y contaminación), que afectan con mayor intensidad a las grandes urbes”.

Pero, ¿cuánto debería salir la tarifa?

Rafael Skiadaressis, especialista en economía del transporte, me dice que no hay un criterio universal para definir qué porcentaje de los costos del sistema de transporte debería ser abonado por el usuario y cuánto compensado por el Estado a través de subsidios. Más aún: el porcentaje de cobertura vía tarifa, agrega, es una convención sujeta al acuerdo político-social imperante que, de forma subyacente, encubre una relación entre costos de transporte y salario.

“Pero es importante señalar que, dado los costos del sistema, aquello que no paga el usuario debe ser compensado vía subsidios”. Si se rompe el equilibrio económico-financiero lo que se termina jodiendo es la calidad del servicio.

“Para los gobiernos es tentador mantener tarifas bajas, para preservar la paz social, y pisar subsidios para cuidar el frente fiscal. Es una política de Estado que le cabe a las últimas tres administraciones. La consecuencia de esta política es una baja en la calidad de la prestación, la cantidad de kilómetros realizados, un incremento en la antigüedad de parque y la tasa de falla de las unidades”, ejemplifica.

También le escribí a Verónica Pérez, una de las autoras del libro, para que compartiera su mirada. Me dijo que para discutir qué porcentaje de la tarifa técnica debe cubrir el usuario, primero tenemos que ponernos de acuerdo como sociedad en cuál es el valor real que le atribuimos como soporte de nuestra movilidad cotidiana.

Yo creo que nadie quiere el colectivo gratis. O dicho de otra manera: que la bandera de la gratuidad no aborda los principales problemas que hoy tiene el sistema, que pasan más por cuestiones de cobertura y confiabilidad y por la falta de rediseño de una red intermodal.

Si estamos de acuerdo, entonces, en que una buena política de transporte masivo navega entre los extremos de viajar gratis y el de eliminar por completo los subsidios, un criterio a tener en cuenta podría ser la incidencia del gasto en transporte en el salario mínimo vital y móvil (o en el salario medio).

Hubo momentos durante las gestiones de Cristina Kirchner y Alberto Fernández que el costo del boleto de colectivo era risible (me refiero a la tarifa “plena”, la que pagaba yo para ir de Palermo a Recoleta en el 152: los grupos vulnerables pueden acceder a la tarifa social). Y esto que para algunos puede sonar progresista no lo era, porque –como explica Rafael– esa enorme diferencia entre la tarifa técnica y la abonada por los usuarios era en parte cubierta por el Estado (vía compensaciones que engrosaban el déficit fiscal) y en parte por los operadores a través de la descapitalización de sus empresas, lo que derivó en un peor servicio y en unidades cada vez más reventadas.

“No es un esquema sustentable y a mediano plazo vamos a terminar con un sistema más reducido, promediando su calidad a la baja”, explica Rafael. (Su observación marida muy bien con un comentario que me hizo por entonces la especialista en transporte Florencia Rodríguez Touron: “Tenemos un sistema barato pero que quiere usar cada vez menos gente”).

Pero tampoco podemos tirar el bebé con el agua sucia. En el momento en el que el gobierno de Milei anunció los aumentos, Fernando Bercovich calculó que el peso de una canasta de viajes sobre el salario mínimo en el AMBA iba a pasar a ser del 8%, que en términos relativos al ingreso es más de lo que pagan los pasajeros en Santiago de Chile y el doble que en Ciudad de México. Todo esto en un contexto de empobrecimiento generalizado, donde ni el salario formal promedio cubre una canasta básica.

Acaso estas cifras, u otras similares, hayan empujado al ministro Luis Caputo a diferir los aumentos previstos para abril.

¿Quién paga?

¿Quién debería cubrir, entonces, la brecha entre la tarifa comercial y la tarifa técnica?

“Hay varios esquemas posibles”, dice Verónica. “El Vale Transporte en Brasil pagado por las empresas (N. de la R.: según el cual se topea el costo de transporte en un 6% del ingreso del trabajador y el empleador abona la diferencia entre ese 6% y el remanente), si bien tuvo sus problemas, es una alternativa. Fondos del presupuesto nacional, fondos fiduciarios, impuestos sobre el uso de vehículos particulares (que desalientan su uso) son otras opciones. Cada una tiene sus pro y contras. Encontrar el modelo propio, que también supone un acuerdo social, también es uno de nuestros desafíos”.

Para el caso de AMBA, además, la situación pide a gritos la reactivación de la Agencia Metropolitana del Transporte (AMT), un ente tripartito creado hace más de una década que hoy duerme el sueño de los justos pero que está llamado a rediseñar una red que prácticamente no fue modificada desde sus inicios y que hoy se tensiona con nuevas demandas.

Verónica cita el ejemplo de líneas y recorridos obsoletos que no responden a las nuevas movilidades ni atienden las necesidades de quienes viven en zonas carentes de servicios. “Sobre la base de un rediseño se pueden establecer buenos criterios para atender al financiamiento de los servicios con un criterio de equidad”, explica.

En línea oportucrisis, Rafael cree que el delicado presente macroeconómico debería alentar el regreso a la discusión pública de la Agencia Metropolitana, la cual debería tomar las riendas de la planificación y gestión metropolitana en lugar de reducirse a una caja de liquidación. Pero, sostiene, para eso hace falta que la AMT tenga funciones y presupuesto propio.

Otro dato clave que muchos olvidan es que el Gobierno nacional es responsable por las líneas del 1 al 199 (las que solo circulan por la Ciudad o cruzan la avenida General Paz o el Riachuelo) y no puede traspasarlas a la provincia y a la Ciudad sin que éstas las acepten en sus legislaturas locales.

“Por eso, la decisión debe estar acompañada con una discusión sobre los posibles mecanismos de financiamiento, más allá de las rentas generales de cada jurisdicción”, dice el economista, que arriesga pistas en ese sentido. “Frente a un importante crecimiento del uso del automóvil particular, ¿cómo no va a ser posible capturar parte de las externalidades producidas para mejorar la calidad del transporte público? ¿Cómo no se van a pensar esquemas relativos al uso del suelo, una práctica estándar a nivel internacional?”.

Para Rafael, la decisión de Nación de eliminar los subsidios al transporte (que más allá de lo intempestiva “no es descabellada y normalizaría una situación irregular”) debe darse en el marco de un período de transición que habilite mesas técnicas en todos los frentes, involucrando al Gobierno nacional, provincial, de la Ciudad de Buenos Aires, operadores, trabajadores y usuarios.

Ojo, también podemos seguir tomando decisiones sobre el sector a partir de problemas ubicados en otra escala (las políticas redistributivas o de ajuste fiscal, según el gobierno de turno) que no responden a una verdadera lógica de transporte. Aunque, claro, los resultados hasta el momento no han sido alentadores.

Es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.