La ciudad donde falló el experimento libertario

Un grupo de personas buscó implementar su sueño anarcocapitalista en un pueblo al norte de los Estados Unidos. La utopía nunca llegó, pero los osos sí.

A comienzos de este siglo, cientos de libertarios se instalaron en Grafton, un pequeño pueblo del estado de New Hampshire, y buscaron llevar adelante su sueño de una comunidad sin gobierno.

¿Su hipótesis? Sin los vicios del intervencionismo estatal, las personas iban a poder vivir en una sociedad próspera y autorregulada. La realidad: a los pocos años los servicios públicos se fueron al tacho, la localidad tuvo sus primeros asesinatos en mucho tiempo y sus residentes comenzaron a sufrir extraños ataques de osos negros.

Así como hace algunas semanas Fer Bercovich se preguntó qué pasaría si el Estado se corriera del territorio, hoy vamos a comentar la gran historia narrada en A Libertarian Walks Into a Bear (“un libertario se cruza a un oso”), libro del periodista Matt Hongoltz-Hetling. El episodio, uno de los experimentos sociales más extraños de los que se tenga memoria, es elocuente respecto de algunos conceptos que sobrevuelan el debate público en torno a la vida en las ciudades.

Llegan los colonos

En los últimos cincuenta años nacieron en Estados Unidos diferentes comunidades de personas conocidas como libertarians, en rigor una subrama del pensamiento libertario opuesta a aquella que busca la justicia distributiva. Puesto en términos más simples, estos right-wing libertarians no son anarquistas sino anarcocapitalistas, más allá de que nunca habían contado con un lugar propio para poner en práctica sus ideas.

Para cambiar esta situación, un grupo de ellos lanzó el “Free Town Project”, que consistía en alentar a libertarios afines a que se trasladaran a un lugar y fundaran una comunidad utópica que sirviera de ejemplo ante el mundo de que su filosofía funcionaba no sólo en la teoría sino también en la práctica.

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Hubo incluso un scouting. Primero se eligió el estado de New Hampshire, cerca de Canadá, conocido por su lema “Live Free or Die”. Luego, de entre todas las pequeñas ciudades, buscaron a aquella más adecuada para llevar adelante su plan de hacerse cargo del gobierno y deshacerse de la mayor cantidad de reglas y leyes posibles.

La ganadora: el pueblo rural de Grafton, que por entonces tenía poco más de 1.000 habitantes.

“Necesitaban una ciudad lo suficientemente pequeña como para poder llegar y codearse con la ciudadanía existente, un lugar donde la tierra fuera barata para acoger a todos los ‘colonos’ que llegaran. Y querían un lugar que no tuviera zoning (reglas urbanísticas y de construcción), porque querían poder habitar en situaciones de vivienda no tradicionales y no tener que pasar por el engorro de construir o comprar casas caras”, explicó Hongoltz-Hetling. Muchos se instalaron en cabañas o carpas, siguiendo esta idea de la “libertad personal”.

Pero, ¿quiénes eran exactamente? Cientos de personas. Casi todos hombres, blancos en su mayoría. Algunos tenían mucha plata, otros casi nada y sentían que nada los ataba a sus lugares de origen. Aunque la principal característica es que casi ninguno de ellos tenía una gran familia o un trabajo estable.

Copando la parada

El próximo ítem en la lista fue tomar el control del gobierno local.

La apuesta era, ante todo, una cuestión de matemática. Un gran número de personas más o menos organizadas llegan a un lugar y, como nuevos “ciudadanos”, exigen ser tomados en cuenta en la toma de decisiones.

De un día para otro, los residentes de Grafton se desayunaron con que su pueblo estaba siendo invadido por una banda de libertarios idealistas. A muchos no les gustó y se convocó a una asamblea municipal.

“Fue una reunión muy ruidosa y muy airada, en la que dijeron a los integrantes de Free Town Project que no eran bienvenidos allí y que no les gustaba nada que su comunidad fuera tratada como un parque de experimentos”, detalló el periodista.

Pero si bien los libertarios nunca superaron en número a los residentes de Grafton, pronto descubrieron que podían sumar a personas afines (conservadores tradicionales y fans de la “libertad”) para que los apoyaran en temas clave.

En términos concretos, esto significó que si bien no lograron llevar a la práctica algunas de sus iniciativas (como dejar de pagar por completo la reparación de calles y rutas o declarar a Grafton “zona libre de Naciones Unidas”) sí lograron recortar gran parte de los servicios públicos hasta dejarlos en un mínimo absoluto. La versión municipal del plan motosierra.

La horrible verdad

Para Hongoltz-Hetling, los resultados del programa libertario fueron decepcionantes desde cualquier punto de vista.

“Las tasas de reciclaje bajaron. Las quejas de los vecinos aumentaron. El número de agresores sexuales viviendo en la ciudad aumentó. El número general de delitos fue en aumento. La ciudad, que no había tenido un solo crimen violento en décadas, tuvo sus dos primeros asesinatos en mucho tiempo: un doble homicidio tras una pelea entre roommates”.

¿Qué hacía a todo esto la Policía? Bueno, mejor dicho, el policía: tras los recortes presupuestarios, la ciudad se quedó con un solo oficial a tiempo completo, que era a la vez el jefe de policía. En una de las reuniones dijo que estuvo semanas sin poder patrullar las calles porque no tenía dinero para reparar el vehículo policial.

“Básicamente, Grafton se convirtió en un pueblo fronterizo del Viejo Oeste”.

El juzgado del condado de Grafton tuvo menos trabajo estos años: el único policía del pueblo no podía salir a patrullar porque no tenía plata. Wikimedia Commons


Claro que mi favorita es la parte de los osos. Y la explicación de por qué aparecieron es muy sencilla.

“Resulta que si tenés un montón de personas viviendo en el bosque en situaciones de vida no tradicionales, cada uno de los cuales gestiona la comida y el manejo de residuos a su manera, esencialmente le estás diciendo a los osos de la región que cada domicilio humano es una suerte de rompecabezas que deben resolver para desbloquear su carga calórica”, dijo Hongoltz-Hetling. “Y así los osos de la zona comenzaron a tomar nota del hecho de que había calorías disponibles en las casas”.

Esperablemente, la cosa se complicó. Mientras algunos alimentaban a los osos, otros comenzaron a dispararles o buscaron ahuyentarlos con fuegos artificiales. No faltó el que tuvo la idea de poner pimienta de cayena en los tachos de basura. Un quilombo.

Los osos, al principio tímidos, entendieron que si querían seguir consiguiendo comida tenían que comenzar a irrumpir en los hogares de manera más decidida y temeraria. Al poco tiempo, una mujer de Grafton fue atacada en su casa por un oso negro. Era el primer episodio de ese tipo en cien años en todo el estado de New Hampshire (luego siguieron al menos dos ataques más).

A lo largo de las 300 páginas de su libro, Hongoltz-Hetling -reconocido periodista de Vermont y finalista del Pulitzer- hace un retrato justo y amable de los anarcocapitalistas de Grafton. Cuando le hicieron notar eso en una entrevista con Vox, respondió: “La mayoría de los libertarios que conocí eran personas decentes y amables con el prójimo. Pero en abstracto, cuando están en una reunión municipal, votarán para perjudicar a ese vecino, por ejemplo, eliminando el servicio de limpieza de rutas. Lo que he notado es una extraña desconexión entre sus personalidades o sus interacciones cotidianas y las implicaciones más amplias de su filosofía y su movimiento político”.

La quebrada que quebró

Grafton no fue el único experimento anarcocapitalista.

En 2012, un grupo de norteamericanos libertarios desembarcó en Curacaví, una localidad situada a una hora de Santiago de Chile, con la intención de crear una comunidad autogobernada.

La cara visible del proyecto era el empresario canadiense-dominicano Jeff Berwick, que eligió Chile porque según The Heritage Foundation era uno de los siete países del mundo con menos regulaciones.

Al lanzamiento de Galt’s Gulch Chile (GGC) se sumaron Angela Keaton (de la asociación Mujeres Libertarias), Tatiana Moroz (Crypto Media) y Robert Murphy, un excandidato a senador por Oklahoma.

Según explicó Fernando Vega en el diario La Tercera, esta “quebrada de Galt” se vendía como una comunidad autosuficiente y autónoma, formada principalmente por extranjeros, situada en un valle de cerros, con abundante agua y vegetación, a menos de dos horas de un aeropuerto internacional.

“La zona era ideal para construir un refugio como el de la novela La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, donde tras el inicio del ‘socialismo global’ los capitalistas más avezados fundan en un lugar recóndito y hermoso de Colorado una comunidad secreta, donde viven en paz sin tener que contribuir a un sistema al que se oponen filosóficamente”.

Junto a Ken Johnson, un empresario de bienes raíces, Berwick compró 5.000 hectáreas en Curacaví y lo loteó en parcelas que fueron vendidas a otros norteamericanos, que pagaron en dólares y criptomonedas.

“Estamos muy contentos de ofrecer un respiro al mundo de gobiernos que oprimen a personas con vocación de libertad”, anunció Berwick.

Pero esta utopía capitalista -que se proponía vivir de la exportación de limones orgánicos y donde casi todo se iba a pagar con Bitcoin- resultó incluso menos romántica que la de New Hampshire. Al poco tiempo se supo que Johnson y Berwick nunca habían conseguido los permisos para subdividir el predio ni para cambiar los usos del suelo. Algunos empezaron a pedir su dinero de vuelta. Casi nadie lo obtuvo.

Los futuros moradores de GGC acusaron a Johnson de “estafador”, “demente” y “mentiroso patológico”. La utopía ultraliberal terminó en acusaciones cruzadas, amenazas y juicios. Todavía se tramitan los últimos expedientes del caso en los tribunales de la Región de Valparaíso.

“Al final las tierras terminaron en manos de diversos abogados e inversionistas, porque la Inmobiliaria Galt’s Gulch S.A. desapareció y lo que quedaba pasó a llamarse Inversiones Merced S.A., para luego quebrar y liquidar todos sus activos en un remate. Hay distintas versiones sobre quién engañó a quién”, explicó Vega.

Un grupo de personas que había participado de este proyecto fallido decidió armar “un campo de disidentes” (sic) llamado Fort Galt, “una comunidad internacional libertaria con vista al mar” en terrenos que adquirieron por 14 millones de dólares y que oficia de pequeña coda a esta historia.

Detrás de esta nueva iniciativa se encontraban empresarios cripto, financistas de startups y un empresario de Vancouver llamado Gabriel Scheare. Como no podía ser de otra manera, el año pasado abandonaron el proyecto y le echaron la culpa al “gran cambio político en Chile”.

Ahora Scheare está armando una nueva “ciudad privada” en la provincia canadiense de Saskatchewan.

Rascacielos y chanchos

El tercer y último ejemplo es bastante revelador sobre cómo se ve el retiro total del Estado.

Al norte de la India, a 32 kilómetros de Nueva Delhi, se alza Gurgaon, una ciudad construida casi por completo por empresas y otras instituciones con fines de lucro.

“Lo primero que notás cuando llegás a Gurgaon es el número de rascacielos. Lo segundo son los chanchos”, narra un artículo de The Guardian.

Gran parte de esta ciudad, que nació y creció de manera frenética en las últimas décadas, carece de un sistema de alcantarillado o drenaje. No se observan calles decentes ni transporte público. Y sin embargo, multinacionales de la talla de Nokia, HSBC, Intel y Google instalaron allí sus oficinas. En ellas trabajan profesionales de buen pasar y buen nivel educativo que hacen malabares para pasar de un oasis urbano a otro -shoppings, hoteles de lujo, canchas de golf- y evitar así el contacto con sus conciudadanos, una masa ingente de trabajadores migrantes y una underclass que sufre de la falta de servicios y la desatención estatal.

A diferencia de las utopías emprendedoristas de Chile y Estados Unidos, el caso de Gurgaon es más bien el de un Estado fallido. Las autoridades primero tomaron malas decisiones (como vender a precio de ganga amplios terrenos cerca de Nueva Delhi) y luego se mostraron incapaces de hacerle frente a la demanda infinita de servicios municipales.

La semana pasada, The Times of India reportó que Gurgaon solo alcanzó el 33% de sus objetivos verdes. La falta de árboles y espacios verdes complica la necesaria reducción de los niveles de contaminación. Ninara / Flickr

Hoy buena parte de las tareas de seguridad urbana están tercerizadas y la creación de nuevos parques y plazas es co-financiada por algo así como una cooperadora de residentes que pagan unos 53 dólares por mes por el “servicio”. Hasta las tareas que normalmente haría el cuerpo de bomberos están a cargo de una empresa privada.

Sin embargo, dice el artículo, los servicios privados distan de ser ideales. “Gurgaon carece de sistema de alcantarillado, por lo que las empresas privadas recogen las aguas residuales en fosas sépticas y las vierten en los ríos cercanos o en descampados. Los pozos perforados por particulares han agotado rápidamente las aguas subterráneas de la ciudad. Se ignoran otros problemas como los cerdos y los monos agresivos que vagabundean por la ciudad”.

La historia de Gurgaon termina igual que la de Grafton: con animales sueltos en un mundo degradado y violento. Las comunidades “libertarias”, ya sean el resultado de un Estado que abandona sus funciones o el de un experimento social de un grupo anarcocapitalista, se parecen bastante a una república bananera.

Es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.