Guatemala: Arévalo busca cumplir promesas y ponerse a la altura del legado de su padre

80 años después de la Revolución que llevó a su papá al poder e inspiró a la izquierda latinoamericana, el Presidente se enfrenta a su espejo. Se estrecha la ventana para los cambios que prometió Semilla.

Eduardo Galeano tenía 26 años cuando pisó Guatemala por primera vez, en un viaje que cambiaría su vida y marcaría su carrera. Era 1967, habían pasado poco más de diez años desde el derrocamiento de Jacobo Arbenz –el primer golpe de Estado orquestado por la CIA en América Latina–, y Galeano estaba internado en las sierras para entrevistarse con los principales líderes de las guerrillas que dominaban la lucha insurgente. El uruguayo entendía que algo mucho más grande se estaba jugando. Reporteó dos meses, escribió otros tres y a finales de octubre de ese año publicó Guatemala, clave de Latinoamérica, su primer libro de no ficción –hace unos años, Siglo XXI reeditó el trabajo bajo el título Guatemala: ensayo general de la violencia política en América Latina–.

El texto, en cierta medida, es el precursor de Las venas abiertas de América Latina, el ensayo que transformó a Galeano en una celebridad. Pero así como las venas, descontando su potencia documental, puede ser un libro difícil de leer, cargado de cifras y sentencias que coquetean con la solemnidad, Guatemala es una crónica ágil y breve que expone la historia reciente del país bajo una mezcla virtuosa de periodismo y narrativa. El argumento va de lo nacional a lo regional. “Guatemala es el rostro, torpemente enmascarado, de toda Latinoamérica”, escribe Galeano. Allí puede verse “el pulso presente de la larga y sufrida historia latinoamericana, con todo el peso de sus derrotas y la fuerza de sus esperanzas”. 

Galeano hablaba de lo que ahora se ha olvidado: de que Guatemala es un país crucial para entender la historia de América Latina del SXX, especialmente de su segunda mitad. El relato combina dosis desiguales de felicidad y horror. A veces no hace falta aclarar lo que predominó. 

En 1944 hubo una revolución: la protesta encabezada por maestros y estudiantes acabó con el régimen del dictador Jorge Ubico. Se redactó una Constitución y se llamaron a las primeras elecciones en el país. Juan José Arevalo, un maestro que enseñaba en la Universidad de Tucumán y había regresado a Guatemala para ser el candidato de la Revolución, ganó con el 85% de los votos. 

Por primera vez en la historia, Guatemala tenía un gobierno al servicio del pueblo. Arévalo creó el Código del Trabajo, el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social y anunció medidas a favor de pequeños agricultores. En ese momento, el 2% de los hacendados controlaba más del 70% de la tierra. Además de poseer una parte importante de ese porcentaje, la United Fruit Company, de origen estadounidense, era el principal actor económico del país. Empleaba directa o indirectamente a 40.000 guatemaltecos y se había apoderado del único puerto en el Atlántico del país y casi la totalidad de las líneas de ferrocarriles. La apodaban “el pulpo”. 

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En 1950, Jacobo Arbenz, uno de los pocos militares que habían sido protagonistas de la Revolución del 44, fue elegido como sucesor de Arévalo para ocuparse del principal nudo que el grupo había dejado inconcluso. En 1952 presentó la esperada reforma agraria, que postulaba la redistribución de más de 160.000 hectáreas entre 100.000 familias. La ley apenas afectaba a la tierra ociosa –sin cultivar–, pero como la United Fruit no usaba la mayor parte de su dominio, un 40% de su imperio iba a ser expropiado. Arbenz planteaba además construir ferrocarriles y puertos para quitarle el monopolio. 

Ese fue el fin. La United Fruit Company, en colusión con la CIA y el gobierno de Estados Unidos, montó una campaña de prensa para acusar a Arbenz de comunista, suministró dinero y armas a la resistencia y hasta participó de las discusiones para definir al presidente que se haría cargo de la nueva etapa, donde se revertirían las expropiaciones. El golpe se consumó en junio de 1954.

Galeano habla de esperanza y derrotas porque hubo de las dos. La experiencia de Guatemala fue inspiradora para toda la izquierda latinoamericana, pero especialmente para Salvador Allende y Ernesto “El Che” Guevara, que estaba en en el país para el momento del golpe, por lo que vivió una etapa crucial de aprendizaje que luego llevaría a Cuba. Uruguay, que recibió a los exiliados Arbenz y Arévalo, también acusaría el impacto de la fallida Revolución. De hecho, Galeano conoció a ambos en su país natal,  y es posible que lo hayan contagiado para emprender su viaje a finales de los años 60. 

Por entonces ya se empezaban a percibir los traumas de la derrota, los efectos de la intervención de Estados Unidos y el largo ciclo de gobiernos militares. La guerra civil  terminó en 1996, dejó más de 200.000 civiles muertos, un militar juzgado por genocidio de una comunidad indígena –entre las muchas que fueron literalmente masacradas– y una democracia frágil y tutelada, atravesada por la corrupción endémica y recientemente capturada por las garras del crimen organizado. 

El hijo y la fiscal

80 años después de la Revolución del 44, lejos de los reflectores de América Latina, el gobierno de Guatemala está librando una batalla por el futuro de su democracia que, aunque mucho más modesta, también puede tener un significado regional.

El protagonista es Bernardo Arévalo, el hijo de Juan José, que nació en Uruguay por su exilio y vivió buena parte de su vida en el exterior. Primero, cuando su padre se convirtió en diplomático, y luego por su propia carrera como académico. Acá, como en el 44, también hubo una protesta. En 2015, una ola de manifestaciones contra la corrupción del gobierno de Otto Peréz Molina lo empujó a renunciar. Arévalo junto a un grupo de académicos veteranos cofundó el Movimiento Semilla, un espacio progresista que primero iba a ser de reflexión, pero rápidamente se transformó en partido gracias al empuje de liderazgos jóvenes que venían de las universidades de la capital, su bastión electoral.

Arévalo fue el primer candidato presidencial de Semilla para las elecciones de junio de 2023. Unas semanas antes, su nombre ni siquiera aparecía en las encuestas. Pero una campaña astuta en redes sociales y anclada en las grandes ciudades, combinada con el espejo del apellido de su padre y la descalificación de otros candidatos más populares –una maniobra común en Guatemala para torcer el resultado–, hizo que se metiera en segunda vuelta con el 15%. Se trató de un porcentaje menor al total de votos nulos. Para el complejo sistema de poder que gobierna Guatemala, que incluye políticos, jueces y narcos, entre otros actores, Arévalo se les coló. 

Luego quisieron impedir que llegara al poder. La Justicia inhabilitó a Semilla y ordenó secuestrar las urnas de la primera vuelta. Esta campaña fue liderada por la fiscal general, Consuelo Porras, sancionada por “corrupción significativa” por Estados Unidos y la Unión Europea. Pero ya era tarde: Arévalo tenía la bandera de cambio, ganó la segunda vuelta con el 60% y luego defendió su triunfo –porque hubo otro intento, más agresivo, para que no accediera al cargo– ayudado por la movilización crucial de los pueblos indígenas de Guatemala, que son mayoría en el país.

Conocí a Arévalo unos días antes de que cumpliera 100 días en el cargo, y lo seguí durante dos semanas. Lo entrevisté dos veces, viajé con él al norte del país –una zona caliente para el narcotráfico por la frontera con México– y conversé con su círculo más cercano. Se trata de un retrato en composición, pero el presidente de Guatemala es un hombre de 65 años que, aunque con una energía admirable, tiene accesos de agobio por el peso del cargo. Sucede que Arévalo nunca se imaginó estar donde está, ni siquiera cuando fue nominado como candidato. Pensaba terminar su mandato como diputado y dedicarse a otra cosa, siempre orbitando en la política, pero no en la función pública nacional. Aun portando uno de los apellidos más importantes de la historia de Guatemala, nunca tuvo el apetito para ser presidente. Ese, le decía a sus amigos y colaboradores, era su principal defecto a la hora de proyectarse. De hecho, él insiste en que nunca se proyectó.

Para el Presidente, el peso del cargo es doble. A los enormes desafíos y nudos que enfrenta el país, y que hoy se traducen en manifestaciones de impaciencia por parte de votantes e integrantes de Semilla, se le agrega la sombra del legado de su padre, un mandato cuya carga solo él conoce, pero que ocupa un rol importante en su ejercicio cotidiano. Arévalo, a diferencia de sus antecesores que gobernaban desde oficinas en la residencia presidencial, ha ocupado el despacho que tuvo su padre en el palacio nacional. Tiene un retrato de él al lado del suyo, ubicado de manera destacada en una repisa frente a su escritorio. Firma documentos con su misma pluma. El Presidente me dijo que su papá se le aparecía “todos los días”, sobre todo a partir de algún dilema ético, y que fue en la campaña –los votantes más viejos se le acercaban y le recordaban de qué manera su papá les había cambiado la vida– cuando empezó a percibir el gran “sentido de la responsabilidad” sobre sobre sus hombros. “Yo no puedo traicionar la confianza de la gente ni el legado histórico”, me dijo.

Sus colaboradores y amigos le recuerdan que su padre gobernaba en otro contexto: había obtenido 85% de los votos y tenía un Congreso revolucionario a favor que se había ocupado de redactar la Constitución. “Yo no compito con la figura de mi padre”, me dijo el presidente en un momento, cuando la intención de mis preguntas parecía obvia. “Yo no estoy tratando de demostrar que sí, que yo también puedo hacerlo, o que quiero hacer más o algo así”. No volví a preguntarle por el tema, pero la figura volvió a aparecer en la segunda entrevista, invocada por él. 

Sobre la otra parte del peso, la más natural porque se trata de un cuadro de urgencias en un contexto de gobernabilidad delicada como sucede en toda América Latina, Arévalo entiende que la ventana de oportunidad se está estrechando. En cuestión de semanas, el Gobierno enfrenta tres batallas legislativas que pueden definir su mandato. La más importante por lo simbólico y porque se trata del eje de su promesa –acabar con el sistema de corrupción– es la destitución de Consuelo Porras, la fiscal general y titular del Ministerio Público que conspiró contra el presidente antes de asumir. Según los dirigentes de Semilla, la mayoría de los votantes y hasta la embajada de Estados Unidos es la principal defensora de dicho sistema. Porras ha bloqueado importantes causas de corrupción que afectaron a los últimos dos gobiernos y amenaza con investigaciones permanentes a sus rivales políticos, incluyendo al Presidente. 

Hace un par de semanas, el Gobierno presentó una reforma en el Congreso para cambiar los requisitos para destituirla –hoy es casi imposible que el Ejecutivo lo pueda hacer–. Necesitaban 107 votos en la cámara –Semilla por su cuenta tiene 23–, pero no pudieron llegar al quórum para tratar el proyecto en dos oportunidades. La bancada de Semilla asegura que hubo diputados que recibieron amenazas de muerte, además de intimidaciones directas del Ministerio Público para que no fueran a votar. Pero también hay reproches hacia el Ejecutivo por no negociar directamente con esos diputados, ofreciéndoles proyectos o incentivos para sus distritos. Esto se ha vuelto un tema recurrente entre la bancada y el Gobierno: los diputados de Semilla, sobre todo los más jóvenes, le piden especialmente al Presidente “más osadía”.

“Se que hay quienes quisieran que nosotros tuviéramos otra actitud. Pero la osadía funciona cuando tiene resultados. No puede ser un salto al vacío”, me dijo el Presidente en su despacho. Todavía no había presentado la reforma: la estaba madurando. Conversábamos a propósito de un espejo que se volvió común en América Latina: de qué manera la referencia de Nayib Bukele en El Salvador estaba influyendo sobre la percepción de los votantes que creían que actuar contra el sistema era una cuestión de audacia y que poco importaban los procedimientos para conseguirlo.

“A mí no me interesan los shows”, me dijo Arévalo. “Yo no voy a salir a hacer un show mediático contra Consuelo Porras. Y yo no puedo tirarme al agua sin saber que tengo al Congreso y a la Corte de Constitucionalidad”. Aseguró que ese era el problema de los voluntarismos políticos: “creer que simplemente porque se quieren hacer las cosas hay resultados”. Luego agregó: “Si yo me muevo mal y Consuelo Porras, que está esperando que yo me mueva mal, me tira una pelota y esta rebota con la Corte de Constitucionalidad, esto termina en una destitución”. Se trata de una sensación compartida en Semilla y en parte de sus votantes. Creen que el gobierno se mueve cerca del precipicio, y que la retórica sobre una posible caída del Presidente está lejos de ser un ejercicio de paranoia.

Las otras dos batallas legislativas son la redacción de los presupuestos, calendarizada para septiembre, y la conformación de los jueces de la Corte Suprema y las Cortes de Apelaciones, que deben ser votados por el Congreso alrededor de octubre. Sin depurar el sistema de Justicia, la promesa de Semilla quedaría muy debilitada. Además, como en los papeles el partido sigue suspendido, sin capacidad de asumir juntas directivas del Congreso o tener presupuesto para asesores, los cambios en la Justicia le pueden devolver músculo legislativo. Pero la amenaza más importante sigue siendo Consuelo Porras y el poder paralelo del Ministerio Público. 

La ventana es acotada, también, porque las elecciones de noviembre en Estados Unidos pueden cambiar la buena predisposición de la Administración Biden hacia Arévalo. Los estadounidenses, que designaron a Porras como corrupta en 2022, fueron actores importantes en la defensa del triunfo de Semilla, amenazado por un golpe judicial. 

Así me lo hicieron saber en una visita en la Embajada, unas horas antes de ver al Presidente por segunda vez. Un diplomático me dijo que consideró su trabajo durante las semanas de mayor tensión como una “reparación histórica” por el rol que había cumplido Estados Unidos en Guatemala. Cuando se lo conté a Arévalo, este sonrió y dijo: “Qué bonito”. Pero luego agregó: “Estados Unidos en este momento ha sido un factor que ha permitido que las fuerzas internas que están por la democracia hayan logrado mantenerla. Cuando en 1954 jugó el papel exactamente contrario”. Era viernes por la tarde, el Palacio estaba casi vacío y en silencio. Una corriente de aire que llegaba desde las calles del centro refrescaba el ambiente. Arévalo estaba relajado. “Hay una fantástica paradoja en todo eso”, dijo después.

Cree mucho en el periodismo y su belleza. Escribe sobre política internacional y otras cosas que le interesan, que suelen ser muchas. Es politólogo (UBA) y trabajó en tele y radio. Ahora cuenta América Latina desde Ciudad de México.