EE.UU. vs. China: las razones del regreso de la protección comercial

El gobierno de Biden anunció un significativo aumento de aranceles para productos chinos clave, que busca contrarrestar el rápido avance tecnológico del gigante asiático. Las implicancias que podría tener esta decisión en el comercio internacional.

El gobierno de Joseph Biden dio a conocer la última semana un nuevo esquema de aranceles para una serie de productos de origen chino. Lo que podría parecer una ronda más de la política arancelaria agresiva hacia el gigante asiático, comenzada bajo el gobierno de Donald Trump, tiene sin embargo particularidades que podrían indicar la apertura de una nueva etapa en una disputa cuyos rasgos estructurales se advierten hace tiempo analíticamente sin que exista claridad sobre las formas de su encarnadura.

Los nuevos aranceles llaman la atención, antes que nada, por su magnitud. De acuerdo a lo anunciado por la Casa Blanca, las barreras arancelarias a las baterías de vehículos eléctricos de origen chino se elevarán desde el 7,5% actual hasta el 25%, lo cual también aplicará a algunos minerales críticos que se importan desde China. Idéntico incremento sufrirá la importación de acero y aluminio, en tanto los aranceles de paneles solares se elevarán del 25% al 50%, al igual que los que se aplican a los semiconductores. El impacto más relevante, sin embargo, lo sufrirán los vehículos eléctricos, donde los aranceles llegarán hasta el 102,5%. Solo para tener un parámetro del arancel promedio, el que aplican los Estados Unidos a productos industriales es del 3,3%, y el que aplica Argentina, considerado altamente proteccionista, es de algo más del 13%. El máximo que nuestro país aplica a los automóviles es del 35%. La comparación sale sola.

Pero ¿por qué Estados Unidos, cuyo nivel de protección arancelaria a nivel industrial es relativamente escaso, elige tomar una medida de esta magnitud, que indubitablemente generará repercusiones y respuestas?

El primer motivo es el salto de productividad chino en sectores de altísima relevancia tecnológica, una fuente de preocupación que excede al país norteamericano. Un estudio reciente del Rhodium Group advirtió sobre el creciente dominio de los fabricantes chinos en los mercados de vehículos eléctricos europeos, donde empresas -como por ejemplo BYD- no solo compiten de igual a igual en calidad y prestaciones, sino que además alcanzan niveles de precios mucho más accesibles que los de competidores como Tesla o los nuevos desarrollos de las automotrices tradicionales europeas. De acuerdo al informe, un arancel del 50% (que juzgaba inasumible para una Europa todavía ordenada en torno a los principios de la globalización de principios de siglo) sería insuficiente para impedir la primacía de los vehículos eléctricos chinos. Puede que Biden haya tomado nota. Los aranceles, dos veces por encima del límite superior de aquel informe de Rhodium, efectivamente cierran las puertas a la competencia de la producción china.

En Occidente, el cálculo estratégico de la globalización inicial suponía una división de la producción con los segmentos de mayor valor, menor intensidad laboral y más intensivos en investigación y desarrollo, como diseño e ingeniería, mientras China ganaría ventajas de escala en los segmentos más intensivos del trabajo, a partir de sus bajos costos laborales. 

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La comunicación de la Casa Blanca en la que anuncia los nuevos aranceles da cuenta del fracaso de aquella concepción esquemática. Junto con las ventajas de escala, China tuvo un plan activo y exitoso de generación de capacidades en materia de investigación y desarrollo tecnológico. Combinó una estrategia de atracción de la inversión extranjera, en condiciones muy ventajosas para las multinacionales, con el establecimiento de condicionalidades ligadas a esas ventajas. Al mismo tiempo, se enfocó y promovió el desarrollo de marcas chinas, que compiten con las propias multinacionales instaladas en el país. Como en toda la historia del capitalismo, hay que decir que las prácticas no fueron siempre las más edificantes. China no es en esto distinto de Alemania, Estados Unidos o el propio Reino Unido.

El segundo motivo es la política interna. El ascenso de China tuvo consecuencias relevantes para la distribución del ingreso y el empleo en los Estados Unidos y Europa. El premio Nobel de Economía, Paul Krugman, un economista en principio favorable a la apertura comercial y que fue en su momento partidario de la incorporación masiva de China a las cadenas de valor globales, ha validado, desde la crisis de 2008, las críticas sobre contribución de la importación de manufacturas chinas al crecimiento de la desigualdad, las asimetrías territoriales y hasta daños económicos extendidos en contextos recesivos. Aún cuando los efectos de la apertura a China pudieran tener un saldo general positivo para la economía en su conjunto, la adaptación tiene aspectos socialmente muy complejos. A partir de este diagnóstico, las autoridades estadounidenses se han enfocado en un plan de reindustrialización para el cual la potencia exportadora china en los nuevos sectores estratégicos es un riesgo concreto. Las iniciativas insignia de la administración de Biden, como la IRA (enfocada en vehículos eléctricos, baterías y energías limpias), y la Chips and Science Act (enfocada en innovación y semiconductores) establecieron subsidios condicionados, basados en requisitos de contenido nacional, para producir en América del Norte. Las barreras son un reaseguro de aquella estrategia. Es interesante observar que los productos objeto de aranceles tienen hoy muy poco peso en las importaciones estadounidenses desde China, por lo que no se castiga la competencia actual, sino a la potencial. A la vez, se trata de una herramienta relativamente indolora. Un estudio de Oxford Economics sobre los aumentos de costos que significa la suba de impuestos suponía que su efecto inflacionario estará alrededor del 0,01%.

El tercer motivo tiene que ver con la configuración económica interna china. Economistas como Michael Pettis y Matthew Klein vienen señalando persistentemente que la economía del gigante asiático está desbalanceada, y que sus desbalances tienen consecuencias a nivel mundial. El argumento tiene complejidades, pero se puede resumir en que la inversión es una porción demasiado grande de la economía china, mientras el consumo es una porción demasiado pequeña. Se trata de una cuenta relativa, por lo que para esta mirada es irrelevante cuánto aumentó el poder adquisitivo de los consumidores chinos en las últimas décadas o cuánta gente salió de la pobreza, en la medida en que ese aumento sea proporcional o menor al del crecimiento económico general. Por ejemplo, si el PIB crece 7% y el consumo lo hace 6%, estos autores enfatizan en el debilitamiento relativo del consumo y no su aumento absoluto, porque la inversión habrá crecido en una proporción mayor a la que los consumidores chinos pueden absorber. En 2022, de acuerdo al Banco Mundial, la inversión en China se ubicó en alrededor del 42% del Producto. La media mundial es del 26% y en Argentina -donde es muy baja- ese mismo valor es 18%. Una inversión muy elevada significa que China produce más de lo que puede consumir y, por lo tanto, la única solución para evitar una crisis de sobreproducción interna es acumular sistemáticamente superávits comerciales, es decir, colocar la producción en el resto del mundo. La contrapartida de esos superávits comerciales, por definición contable, son déficits comerciales en otras partes. A nivel global, el mayor déficit comercial en términos absolutos corresponde a Estados Unidos, y en 2023 superó los 770 mil millones de dólares. No por casualidad, el monto es casi igual al superávit chino, de 823 mil millones. Si a esto sumamos que el mayor rubro de inversión que China consume a nivel interno, el inmobiliario, atraviesa una crisis justamente por falta de compradores suficientes a los precios que el mercado requiere, el riesgo es evidente. Sin una reconfiguración distributiva a gran escala, la única forma de que la crisis inmobiliaria no afecte el crecimiento chino sería aumentar las pulsiones exportadoras, lo que podría poner mayor presión sobre la producción estadounidense, de por sí expuesta a la altísima competitividad del país asiático.

Por último, si las razones ligadas a la competencia productiva y las conflictividades inherentes entre las economías políticas domésticas no alcanzaran, la reindustrialización es vista como una necesidad estratégica en el contexto de competencia sistémica cada vez más marcada entre China y los Estados Unidos. Las hipótesis de conflicto armado, ya sea directo o indirecto, limitado o de gran escala, ocupan un lugar creciente en la planificación de defensa estadounidense. Las capacidades industriales tienen una función dual, civil y militar, no sólo por la creciente conectividad de los bienes de uso (como los automóviles), la importancia estratégica de los vectores de producción energética (como paneles solares o aerogeneradores) o la creciente ubicuidad de semiconductores y ciertos minerales en la producción bélica, sino por la facilidad para reconvertir capacidad productiva civil en capacidad de producción militar en caso de necesidad, con una dificultad infinitamente menor a hacerlo desde cero. Los antecedentes van desde la Segunda Guerra Mundial hasta el explosivo crecimiento reciente de la flota de la Armada china, inseparable del desarrollo de su industria naval civil. La legislación estadounidense, con su Reglamento de Producción para la Defensa, prevé expresamente la capacidad del Estado de dirigir en caso de necesidad extrema la actividad de las empresas y obligarlas a producir bienes que sean estratégicamente requeridos para un esfuerzo bélico, algo que sería imposible en fábricas colocadas fuera del país. La localización de las industrias es, desde una perspectiva puramente bélica, un juego de suma cero.

La contracara de este listado de motivaciones estadounidenses son los efectos negativos potenciales de las medidas de protección. A nivel interno, el riesgo de quitar de un mercado al que es en muchos casos el competidor más eficiente, es que quienes queden produciendo al amparo de la protección arancelaria vean reducidos los incentivos a innovar, bajar precios y aumentar su productividad, incrementando en mayor medida su dependencia del mercado doméstico y reduciendo su competitividad global y capacidad exportadora. Quienes conozcan la industria de Argentina, reconocerán críticas casi calcadas a las que alcanzan a la protección industrial en el país. No es casualidad: los elevados niveles de protección comercial existentes en Argentina se relacionan con la dificultad del país para insertarse adecuadamente en las cadenas de valor globales. Las medidas anunciadas suponen también que los productores estadounidenses no pueden competir adecuadamente en condiciones de libre circulación de bienes.

Sin embargo, a diferencia de la Argentina, la demanda estadounidense es suficientemente relevante para que las restricciones tengan efectos sistémicos que excedan el mercado norteamericano. Menos oferta en los Estados Unidos significa mayor oferta disponible en el resto del mundo, particularmente en otros mercados de alto poder adquisitivo, embarcados a su vez en sus propias estrategias de industrialización. Es de esperar entonces que las medidas norteamericanas alimenten en el futuro una ola de medidas similares de otros actores económicos relevantes, como Japón o la Unión Europea, deseosos de evitar ser invadidos de productos chinos baratos y de alta calidad. Un encadenamiento de restricciones, a su vez, podría forzar una respuesta de China, cuya participación en varias cadenas productivas críticas es vital para el funcionamiento de la economía internacional, algo que la pandemia dejó claramente de manifiesto. Asimismo, los planes para mitigar las restricciones comerciales podrían poner presión también sobre el sur global, como destino de la abundante producción industrial sobrante de la guerra comercial.

Las medidas del gobierno demócrata abren la ventana a una espiralización sin claridad sobre su destino final. Trump sugirió que, de imponerse en diciembre, restringirá no sólo la entrada de la producción china, sino de las empresas de origen chino independientemente de dónde tengan su producción. Una medida así supondría un salto cualitativo. Consagraría una fragmentación económica inimaginable desde tiempos de la Guerra Fría. Ecosistemas de producción, investigación e innovación sin ningún tipo de contacto formal entre sí, que se desarrollan en paralelo para mercados desintegrados, al estilo de lo que sucede hoy con los grandes sistemas de armamento. Suena inconcebible en un mundo donde gobiernos, empresas e individuos llevan años valorando la eficiencia productiva y los precios bajos y las tendencias tecnológicas facilitan la deslocalización hasta de los servicios personales. Sin embargo, ya existe un laboratorio, y proviene de la administración demócrata. Los programas de subsidios para autos eléctricos, minerales críticos y baterías de la IRA consagraron, junto los subsidios a la producción en América del Norte y en los países con los que tiene acuerdos de libre comercio, una previsión para excluir a las empresas de capitales chinos, sin importar dónde estén sus fábricas. El trayecto de los subsidios a los aranceles es escaso. Del mismo modo, la reciente legislación aprobada por el Congreso prevé despojar a los accionistas chinos de la operación estadounidense de TikTok, sin importar si la operación tiene su sede y sus servidores en los Estados Unidos.

A esta altura, es redundante repetir que nada queda de las certezas de la vieja globalización. No van a ser los mercados los que resuelvan las tensiones sistémicas existentes y quizás sea inevitable ir hacia un mundo con más barreras a la movilidad de las mercancías, las personas y las ideas de lo que nos acostumbraron los últimos 40 años. Pero como los teléfonos rojos de tiempos nucleares durante la Guerra Fría, hay para la dirigencia de las grandes potencias una tarea indispensable, la de activar mecanismos políticos para administrar la morigeración de la integración e interdependencia económica global, con el fin de evitar que derive en una crisis económica extendida que nadie desea, y una guerra comercial que nadie puede ganar, en un marco en el que desafíos comunes como el calentamiento global y el cambio climático exigen acciones decididas y coordinadas. El repaso de los incentivos existentes a nivel doméstico solo invita a un profundo pesimismo.

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Es abogado, especializado en relaciones internacionales. Hasta 2023, fue Subsecretario de Asuntos Internacionales de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Nación. Antes fue asesor en asuntos internacionales del Ministerio de Desarrollo Productivo. Escribió sobre diversas cuestiones relativas a la coyuntura internacional y las transformaciones del sistema productivo en medios masivos y publicaciones especializadas. Columnista en Un Mundo de Sensaciones, en Futurock.