¿Dónde podremos ser reunidos?

Maradona y Los Pumas. No se trata de hacer un ajuste de cuentas público, o de (¡horror!) alimentar la “cultura de la cancelación” (que sólo es problemática cuando se critica a alguien con poder enunciativo). Se trata de reflexionar sobre cuáles son hoy y cómo han cambiado las condiciones de lo público en nuestro país.

Hace poco más de una semana falleció Diego Maradona, máximo ídolo deportivo nacional y uno de los más importantes del mundo. La extensión de la congoja social, colectiva y personal fue, no diría sorprendente, pero sí emocionante. Como creo que muchos, me encontré llorando en los días que siguieron a su muerte, y hablando con familiares y conocidos que también lloraban. Me llamaron amigos de otros países para darme el pésame, casi como si fuera un familiar. Me quedé hasta la noche viendo videos y fotos, leyendo textos que rememoraban su vida y su muerte. Deseé que le hiciéramos un funeral como correspondía a alguien que le dio felicidad a todo un país; discutí con mi sobrina adolescente si correspondía que las feministas lo despidiéramos; me generó tristeza y enojo el mal manejo de la despedida pública en la Plaza de Mayo y Casa Rosada. 

Es decir: la muerte de Diego Maradona, como su vida, impactó en una dimensión más inmediatamente colectiva. No se trata sólo de que Diego fuera político porque siempre hablara de política; se trata de que Diego era político porque cada uno de sus triunfos y cada una de sus derrotas completó su significado en relación al momento de la vida social y cultural en que sucedió. Diego era Diego, pero no le hizo dos goles en 1986 a Rumania: se los hizo a Inglaterra. No ganó el Scudetto con Milan, sino con Napoli. No perdió (con trampa) la final de 1990 contra Francia o Brasil, sino contra la Selección de una Alemania reciente y épicamente unificada por la caída del Muro. No fue echado del Mundial en cualquier país, sino en Estados Unidos. La vida de Maradona se entrelazó con cada momento histórico: con los sueños de la primavera alfonsinista, con la derrota de Malvinas, con la caída de la URSS, con la decepción de la modernización globalizada encarnada en el menemismo, con el no al ALCA, con el giro a la derecha de los noventa y luego con el giro a la izquierda a principios del siglo. En cada uno de esos momentos, Diego estuvo ahí y nosotros estuvimos viéndolo. Ese hecho, de estarlo viendo, nos conectó con él pero también entre nosotros. Su figura configuró un héroe popular, plebeyo, imperfecto, desafiante; y su fútbol constituyó una máquina narrativa creadora de relatos (¿qué otra cosa es “me cortaron las piernas”? Un cuento corto en cuatro palabras). No sólo Diego le ganó a Inglaterra en 1986: le ganó con el gol más feo, y luego con el más hermoso de la historia de los mundiales. Que él pudiera hacer, no, que hiciera de hecho ambos es lo que define la perfección narrativa de ese partido. Para ganar, él podía, y de hecho hizo, ambos. Sólo él podía moverse de abajo hacia arriba, de Versace y Ferrari al asado en chancletas, del barro a la gloria, de la hazaña a la caída. Lo más político de Diego era su capacidad de ir y venir de lo alto y lo bajo, sin pedir nunca disculpas, sin impostar ni humildad ni distancia. 

No es casual, tampoco, que los últimos días estuvieron definidos por el escándalo público acerca de la Selección nacional de rugby. Los Pumas se negaron a realizar un homenaje público hacia Maradona justo en el partido en el cual lo recordaron de manera emotiva los All Blacks, y luego se reveló que varios jugadores tenían en sus cuentas de Twitter mensajes -muchos de hace siete u ocho años, otros más recientes- que no pueden ser clasificados de otra manera que horrendamente racistas, misóginos, homofóbicos, clasistas y, particularmente, odiadores de los pobres.

No se trata de hacer un ajuste de cuentas público, o de (¡horror!) alimentar la “cultura de la cancelación” (que sólo es problemática cuando se critica a alguien con poder enunciativo). Se trata de reflexionar sobre cuáles son hoy y cómo han cambiado las condiciones de lo público en nuestro país. ¿Qué es “lo público”? ¿Qué es lo que nos conecta? ¿Dónde nos encontramos con aquellos que son distintos a nosotros: de otro género, de otra clase, de otro origen? Ya no lo es la escuela pública, ni la iglesia, ni los clubes, ni el servicio militar obligatorio. Tampoco lo es la ciudad: los ricos viven en sus barrios cerrados y los argentinos pobres en los suyos. Solía serlo la cancha de fútbol: el ir a la cancha era una de las pocas experiencias policlasista que existían. También los festejos en el Obelisco por la Selección, pero ¡hace tanto que no ganamos algo! Una de las cosas que hizo que Diego fuera Diego es que todos nos despertábamos a la hora que fuera para verlo jugar. Era parte del vocabulario común, del vernacular que todos podíamos entender. Me pregunto si sigue siéndolo. 

La disculpa, abundante en algunos sectores, mencionó que eran muy jóvenes. Eso puede mejorar la responsabilidad individual y, hasta cierto punto, hace más urgente la pregunta social. Estamos hablando de 2012, no 1900. Se volvió popular en los últimos días hablar del adoctrinamiento de la escuela pública. ¿Cómo y dónde se produjo ese adoctrinamiento? 

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No es casualidad que algunos (no todos, pero sí muchos, con lo cual da la pauta de que eso era un género construido y celebrado colectivamente) de Los Pumas demostraron una obsesión con la figura de la empleada doméstica. Desconfianza, vigilancia, temor, control, pero también fascinación o hasta deseo hacia una de las pocas personas a las que, siendo parte de esos “otros” tan lejanos, se le permite el ingreso a la domesticidad, al ámbito de lo privado. Cuando no podemos encontrarnos en la vida real con los otros, con minúscula, se terminan transformando en El Otro, con mayúscula, amenazante, imaginario, intrigante. Remoto pero cercano. En ese género aparece el proyecto de reforzar la distancia social (incluso, la autoridad; la autoridad de quien le revisa la cartera a una empleada) con cierta  fantasía de abolir esa distancia. El Otro, dentro de nuestro hogar (o el lugar de trabajo, o la escuela, o la canchita), ya no es una idea o un fantasma, es una persona. ¿Qué hacemos con ella? De alguna manera es la pregunta para la cual no tenemos mucha respuesta.  

No se trata de tener una mirada nostálgica, o mitificadora del pasado. Ni la escuela pública ni los clubes ni los potreros de nuestra infancia eran perfectos, e incluían sus propias formas de violencia y de discriminación (ni te cuento, en mi infancia si eras varón y no te gustaba jugar al fútbol, o si eras mujer y sí te gustaba; no la pasabas bien). Se trata (y esta es la pregunta, creo, sobre las cuales giran todas mis últimos newsletters) de pensar cómo podemos crear nuevas instituciones, nuevos espacios, nuevos modelos de lo público. Nuevos lugares donde reconocernos como iguales, al menos, en nuestra común humanidad. Esto nos conviene a todos, porque una sociedad en donde vivimos todo el tiempo con miedo al Otro es una sociedad triste, asustada, fea, y agotada.

María Esperanza

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Soy politóloga, es decir, estudio las maneras en que los seres humanos intentan resolver sus conflictos sin utilizar la violencia. Soy docente e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro. Publiqué un libro titulado “¿Por qué funciona el populismo?”. Vivo en Neuquén, lo mas cerca de la cordillera que puedo.