Cosmos y política: una relación humana

Desde que el hombre es hombre mira las estrellas para entender la Tierra. De lo colectivo a lo individual, ¿por qué los políticos siguen buscando en la astrología una respuesta a sus decisiones?

¿Por qué la gente cree en la astrología? Si esta es una pregunta difícil de contestar, más difícil aún es entender por qué algunos políticos profesionales creen en la astrología. 

A primera vista, uno pensaría que no hay nada más opuesto a la astrología que la política. La astrología está basada en la idea de que hay fuerzas superiores a la voluntad humana que determinan, o al menos condicionan, los destinos de los hombres. Fuerzas contra las cuales es insensato luchar. La política se basa en la creencia (¿fe?) de que hacemos nuestro destino colectivamente. A lo sumo (dice Weber) el político requerirá la ayuda del tecnócrata o el científico, que le pueden aportar conocimientos sobre temas especializados. Pero, ¿del astrólogo?

La política, por el contrario, supone la libertad como condición humana singular. Sin embargo, sabemos perfectamente que a lo largo de la historia fueron muchas las personas que dedicaron su vida entera a la política y sin embargo creían en la astrología; muchos lo siguen haciendo. 

El interés por la astrología es tan antiguo como el impulso humano a levantar la mirada y mirar el cielo al atardecer. Y la astrología, como otras formas de adivinación, han permeado lo público desde siempre. Las primeras observaciones y anotaciones sistemáticas de los movimientos de los cuerpos en Babilonia tenían un interés público: se suponía que eran útiles para descubrir por anticipado los augurios celestiales y poder anticipar eventos funestos como inundaciones o granizos. Según Ulla Koch-Westenholz, la astrología babilónica era pública, con fines mundanos, orientada a garantizar el bienestar del estado, del monarca, y de los habitantes. Otros pueblos también tenían sacerdotes-augures al servicio de la corona.

Pero a medida que pasaron los siglos, la creencia en la astrología fue perdiendo el lazo con lo colectivo. Su consumo no desapareció, pero de alguna manera se privatizó, pasó a ser una predicción de alcance individual. “Tener mala estrella” o “haber nacido con buena estrella” se transformó en una frase aplicable a los individuos.

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Magia y ciencia sobrevivieron a la Edad Media, como demuestra la historiadora Frances Yates en su hermoso libro Giordano Bruno y la Tradición Hermética, la diseminación a través de Europa de las disciplinas pseudo-mágicas, como la alquimia y la astrología, fue la patada al corazón de la escolástica medieval que impulsó la revolución científica moderna. El ser humano se asomó a la ambición de conocer y controlar la naturaleza, el cosmos, y su propio destino. El científico moderno no nació como un puro animal de laboratorio, sino como un aprendiz de brujo con deseos de dominio sobre el vasto universo. Es natural que los reyes y reinas de la época apostaran tanto a la ciencia como a lo oculto, ya que el límite entre ambos era difuso, por no decir inexistente. John Dee, el “conjurador” personal de la reina  Isabel I, era matemático, geómetra, ocultista, astrólogo y alquimista. También lo era Giordano Bruno. 

Pero la modernidad política plena tiró abajo los reyes y descubrió una idea peligrosa y atrapante: la libertad. El hombre es libre, dijeron Kant, Locke, Mills, y si lo es, debe serlo también su política. Ya no se trata de conocer las hipotéticas leyes que determinan el destino humano; se trata de crearlo. Si el ser humano no fuera libre, hacer política no tendría ningún sentido. En la palabras de Hannah Arendt, la política supone la posibilidad del acontecimiento, de lo nuevo, lo incausado. Para Cornelius Castoriadis, el fin de la política debía ser la construcción de una sociedad autónoma, es decir, capaz de darse sus propias leyes sin ningún otro principio que su propia voluntad y su capacidad de imaginar ex nihilo nuevas maneras de vivir. ¿Qué sentido tendría dedicarse a la política si se piensa que en definitiva el destino está prefijado por las estrellas, o por cualquier otra cosa? No hay libertad en la música de las esferas: hay movimientos inalterables por la voluntad humana. 

Y sin embargo, existen muchos casos de políticos consumidores de astrología. Algunas fuentes sostienen que la fecha de la independencia de la República de la India fue decidida para que coincidiera con un signo propicio. López Rega escribió un libro de 800 páginas, Astrología Esotérica, con principios tanto aplicables tanto a lo político como a lo individual. Nancy Reagan admitió que consultaba con un astrólogo en 1988, lo cual causó un escándalo. Carlos Menem, dicen, consultaba a Blanca Curi. No sabemos qué piensa Mauricio Macri de la astrología, pero sí que consultaba brujos. Victoria Tolosa Paz sostuvo en una entrevista en la última campaña que “los países tienen también carta astral”, como las personas. 

La primera cuestión llamativa es que, mientras que Nancy Reagan causó un escándalo en 1988 al admitir que veía astrólogos, hoy estas cosas causan a lo sumo una sonrisa incrédula. O casi simpática, tal vez: después de todo, son como nosotros mismos. (Tal vez la sociedad espera menos de sus políticos). La segunda cuestión interesante es que el consumo de esas “ayudas” no parece estar asociado con el éxito ni en la política ni en la gestión. Sólo hay que mirar a López Rega, un tratado de 800 páginas con verdades metafísicas no pudieron evitarle un fracaso político histórico. 

La pregunta es cómo puede entenderse que personas con tanto poder sigan abrevando en esas prácticas. Y, como muestra también el ejemplo de López Rega, parece una costumbre riesgosa, ya que pondría al gobernante frente a la posibilidad de chantaje o infidencia, como mínimo, de su asesor o asesora. (Se podrá argumentar, sin embargo, que también consumen encuestas, encuestadoras y gurúes de imagen, y sería un buen argumento). El presidente o presidenta de un país tiene resortes institucionales, formales e informales, económicos, militares, a su disposición que son inimaginables para la persona que compra el libro de Ludovica Squirru. Si él o ella tienen la necesidad de buscar confort y sostén en la ilusión de que una persona mirando una carta astral va a poder predecir o controlar lo que no pueden los ministros y expertos, ¿qué les queda a los demás? 

No puedo proveer la respuesta de por qué las personas que hacen política consumen astrología; no me dedico a lo primero, y no creo en lo segundo. Visto desde afuera, sin embargo, parece una admisión: la admisión de que la política es una tarea muy difícil. La admisión de que se busca aunque más no sea un simulacro de control.  Reclamar para sí el mandato de liderar en la creación de un destino, no sólo individual sino común, es una responsabilidad vertiginosa. O tal vez se trate de descansar al menos parcialmente en otro lado la conciencia de las propias debilidades, falencias, y fracasos. Después de todo, no es sólo mi responsabilidad: estaba escrito en las estrellas.

Soy politóloga, es decir, estudio las maneras en que los seres humanos intentan resolver sus conflictos sin utilizar la violencia. Soy docente e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro. Publiqué un libro titulado “¿Por qué funciona el populismo?”. Vivo en Neuquén, lo mas cerca de la cordillera que puedo.