Carlos III: ¿qué hay en un nombre?

El príncipe de Gales dijo que quería ser llamado Jorge VII en honor a su abuelo, pero cambió de idea a último momento.

Cuando el 8 de septiembre se conoció la noticia del estado de salud de la reina Isabel II de Reino Unido, en seguida comenzaron las especulaciones e interrogantes acerca de una posible sucesión dinástica. Una de las preguntas era qué nombre adoptaría el nuevo rey. Como en otras monarquías, los soberanos ingleses tienen la potestad de elegir un nombre regio. Así, por ejemplo, antes de abdicar al trono en diciembre de 1936, el tío de Isabel había elegido reinar como Eduardo VIII, a pesar de que su familia y sus amigos lo llamaban David (otro de sus siete nombres). De hecho, en 2005 el príncipe de Gales, había indicado que le gustaría reinar como Jorge VII, en honor a su abuelo. Sin embargo, al confirmarse la muerte de la monarca más longeva de la historia británica, se supo que el nuevo rey gobernaría como Carlos III.

Carlos es, por cierto, el nombre por el cual todo el mundo conoce al heredero que esperó setenta años para acceder al trono. Fue protagonista de uno de los períodos de mayor exposición pública de la familia real. Acaso hubiera sonado extraño un cambio a esta altura. Pero sucede que el nombre Carlos tiene connotaciones desagradables en la historia de la monarquía británica.

Hasta ahora, el nombre sólo había sido utilizado por monarcas de la dinastía Estuardo. Carlos I (1600–1649) fue rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde 1625. Al igual que el padre de Isabel II, él tampoco esperaba heredar el trono, pero cuando su hermano mayor, Enrique, falleció en 1612, quedó primero en la línea de sucesión. Desde el comienzo de su reinado, Carlos tuvo una relación tensa con los sectores sociales representados en el Parlamento. Allí entraban en juego características personales del monarca, menos afable y conciliador que su padre, Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra e Irlanda. Pero los principales puntos de conflicto fueron la profundización de las tendencias absolutistas de la Corona, su matrimonio con una católica, Enriqueta María de Francia, y la política eclesiástica que emprendió con ayuda del arzobispo de Canterbury, William Laud. Ante la negativa recurrente de la Cámara de los Comunes a autorizar la recaudación de impuestos para sostener sus proyectos, Carlos recurrió al encarcelamiento de adversarios y la disolución de cada Parlamento díscolo que convocó y no acompañó su iniciativa. En 1629, inició un período de once años de “gobierno personal”, sin convocar a otra asamblea. Eso lo llevó a recurrir a diversos expedientes para solventar las necesidades financieras crónicas de una corte fastuosa: préstamos forzosos, multas, venta de monopolios, cargos y títulos nobiliarios, y la recuperación y modificación de viejos impuestos de prerrogativa real.

El gobierno personal de Carlos I llegó a su fin en abril de 1640, cuando el intento fallido de imponer en Escocia la liturgia de la Iglesia de Inglaterra derivó en una rebelión, la formación del National Covenant y el comienzo de la primera “guerra de los obispos”. La necesidad de reclutar y financiar un ejército obligó al monarca a convocar nuevamente al Parlamento inglés, que le presentó una larga lista de demandas. La disolución precoz de la asamblea de abril, la invasión escocesa del norte de Inglaterra y las noticias de una violenta rebelión en Irlanda fueron aumentando el enfrentamiento entre el rey y el Parlamento que, convocado nuevamente en noviembre, comenzó a avanzar sobre las prerrogativas del monarca. Se negó a ser clausurado sin su consentimiento, encarceló a los principales funcionarios de la Corona y pretendió relevar al rey de su mando militar. Era el comienzo de la revolución inglesa. En 1641 estalló la primera de tres sangrientas guerras civiles entre realistas y parlamentarios. Finalmente, en enero de 1649, en un hecho sin precedentes en la historia, un tribunal revolucionario juzgó públicamente a Carlos I por traición, lo condenó y lo ejecutó. Este acontecimiento dio paso a un breve experimento republicano y poco después al protectorado de Oliver Cromwell. Desde entonces, el nombre de Carlos quedó asociado para algunos con la tiranía absolutista y, para otros, como un mártir de la monarquía y la Iglesia de Inglaterra.

Luego de la muerte de Cromwell, el régimen político del protectorado se desmoronó rápidamente y en 1660, merced a la intervención del general George Monck, un nuevo Parlamento convocó al hijo del monarca ejecutado a asumir el trono como Carlos II. Algunos recuerdan al primer rey de la Restauración por su estilo de vida libertino, por haber tenido múltiples amantes y numerosos hijos, pero ninguno legítimo. Otros, más benevolentes, mencionarán su apoyo a la fundación de la Royal Society o sus intentos infructuosos de ampliar la libertad religiosa para católicos y protestantes disidentes. Pero su reinado tuvo también su costado violento. Los escoceses recuerdan especialmente la persecución a los Covenanters durante un período que denominan the killing time (el tiempo de la matanza). Por otro lado, a pesar de que la Restauración de la monarquía deshizo algunos de los cambios de la revolución, profundizó otros como el de la expansión colonial. Así, con Carlos II, Inglaterra colonizó las Bahamas, creó la Compañía de la Bahía de Hudson y también la Royal African Company, dedicada al comercio de esclavos.

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Carlos I y II fueron los únicos, hasta ahora, en gobernar con ese nombre en Gran Bretaña. Sin embargo, esta no es la primera vez que un heredero al trono se proclama Carlos III. Así se autodenominó en 1766 Carlos Eduardo Estuardo, el “joven pretendiente”. En 1688, la “Revolución Gloriosa” había expulsado al hermano de Carlos II, Jacobo VII y II, y había establecido el régimen de monarquía constitucional que rige a Reino Unido hasta el día de hoy. Desde entonces, los herederos de Jacobo reclamaron el trono británico. Tal era el caso del joven Carlos, nieto del monarca depuesto, que lideró los alzamientos jacobitas de 1745 y fue derrotado en la fatídica Batalla de Culloden al año siguiente.

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En Tristram Shandy, la novela satírica que Laurence Sterne publicó entre 1759 y 1767, el quijotesco padre del protagonista estaba convencido de que el nombre de una persona determinaba su carácter y su fortuna. Por cierto, las palabras construyen universos de sentido, median y moldean nuestra experiencia del mundo, y la elección de un apelativo conlleva expectativas y deseos para una nueva vida que comienza (incluso a los 73 años). Sin embargo, yo prefiero la observación que Julieta le hacía a Romeo en la tragedia de William Shakespeare: “¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos rosa, con cualquier otro nombre, olería igual de dulce”. Carlos, aunque fuera Jorge, reinaría igual. Lamentablemente, un nombre no nos permite predecir el futuro. Al nuevo rey le tocará afrontar un período complejo de Brexit y crisis económica, con una monarquía que, aunque sigue teniendo valor para muchos británicos y otros habitantes de la Mancomunidad, también es vista cada vez más como una institución anacrónica. Diversos sectores de la población esperan al menos una reforma.

Doctor en Historia. Becario postdoctoral de CONICET y profesor en la Universidad Nacional de San Martín.