Bukele se corona en El Salvador

El presidente centroamericano gana la reelección con el 85% de los votos. Crónica desde el corazón del experimento que cautiva a políticos de toda América Latina.

Todavía no hay datos oficiales, pero qué importa. Nayib Bukele ya tuiteó, un cúmulo de presidentes lo ha saludado, y el cielo de San Salvador se estremece con fuegos artificiales por enésima vez en el día. Bukele, según él mismo afirma, ha sido reelecto con el 85% de los votos, un hecho inédito en el país desde 1935, porque la Constitución prohíbe la reelección en seis artículos. Pero lo inédito es otra cosa. “El Salvador ha roto todos los récords de todas las democracias en toda la historia del mundo”, dice el presidente. “Es literalmente el porcentaje más alto de toda la historia”. 

Bukele habla desde el Palacio Nacional a una plaza colmada. Hay familias enteras, madres con hijas en los hombros, jóvenes que estallan a carcajadas con el celular en la mano. Hay que decirlo: el clima es templado pero nuestros cuerpos ya entraron en calor. Antes de que el presidente saliera al balcón con su esposa Gabriela, pasadas las diez de la noche del domingo, un DJ oficial nos hizo bailar música electrónica y canciones con gusto a Miami durante una hora. La muchedumbre, que en la previa le gritaba a la pantalla cuando el director de cámara de la transmisión enfocaba algún merchandising con su cara, ahora lo escucha atentamente, pero las caderas no se han detenido del todo. Persiste un pequeño balanceo. 

–¿Recuerdan cómo peleamos? –pregunta Bukele.

El presidente está contando una historia, en dos versiones. Primero recapitula cómo llegó al gobierno y tuvieron que enfrentarse a la oposición por un tiempo, hasta que la barrieron en las elecciones legislativas del 2021, purgaron las cortes y en 2022 aprobaron el régimen de excepción, la piedra angular de la política de seguridad. Un chico a mis espaldas rompe en llanto. 

La segunda es más larga y jugosa, y se intercala con una diatriba contra el periodismo internacional, los organismos multilaterales y las ONG’s que comienza casi en paralelo a su discurso. 

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–Dicen, algunos que nunca pisaron El Salvador, que los salvadoreños viven oprimidos. Que no quieren el régimen de excepción. Que viven con miedo del gobierno. Y yo les digo a esos periodistas que hoy nos acompañan, en este día, en este país, el más seguro del hemisferio occidental: no me crean a mí, yo solo soy un político. Créanle al pueblo salvadoreño. Se los está diciendo. El pueblo salvadoreño habló. Y lo hizo de la manera más contundente posible en la historia de la democracia.

Luego recuerda cuando un periodista de El País, en la conferencia de prensa que brindó antes de que cerraran las urnas, le preguntó sobre el desmantelamiento de la democracia. Democracia, explica Bukele, es el poder del pueblo.

–¿Y si el pueblo quiere esto, por qué va a venir un periodista español a decirnos lo que hay que hacer?

Habla de colonialismo, de imperialismo. “Los salvadoreños seguimos nuestro propio camino”, sentencia. Una media hora antes de esa frase, cuando la plaza parecía una pista de Pacha, custodiada por los típicos edificios coloniales a los que se agregaba la nueva e imponente Biblioteca Nacional, construida con fondos de China, un chico pasó corriendo delante mío con una remera negra en la que se leía: “El Salvador is finally ours”. 

La historia larga, entonces: en la Guerra Fría, en pleno pleito entre Estados Unidos y la Unión Soviética, las potencias buscaban lugares para saldar sus disputas. “No querían poner los muertos. Así que los pusimos nosotros”. El acuerdo de paz que vino después fue, según el presidente, una farsa. Los políticos de Arena y el FMLN, los dos bandos de la guerra civil que antes se mataban, ahora se repartían el botín del Estado mientras los salvadoreños nadaban en la pobreza. Y peor: la gente se seguía matando.

–Solo un salvadoreño se los puede decir –dice Bukele antes de hacer una pausa, eufórico–. Acá no había paz. 

Nayib Bukele y su mujer Gabriela Rodríguez, anoche, al encontrarse con sus votantes. Foto: Yuri Cortez / AFP vía Télam.

El discurso ahora se parece a los que Bukele da en Naciones Unidas, donde alardea sobre cómo El Salvador pasó de ser el país más violento del mundo al más seguro del hemisferio occidental, imbuido en una retórica antiimperialista que no suena solemne ni forzada. Bukele sabe que El Salvador interesa en las audiencias globales, que es visto como un ejemplo en varios países latinoamericanos (a los que nombra directamente: Ecuador, Argentina, Chile), y eso, dice, explica las críticas de organizaciones de Derechos Humanos: le tienen miedo al ejemplo.

Luego agradece a Dios, quien quiso “que este país sane y lo sanó” y vuelve a insistir sobre las imposiciones extranjeras, el núcleo del discurso.

–Nos quieren imponer que seamos ateos. ¡Déjennos creer en Dios!

Cuando termina, la plaza revienta en fuegos artificiales. La gente se dispersa bajo un ruido tan fuerte que parece que estamos escapando de un bombardeo.

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Los salvadoreños creen en Dios como creen en Bukele. Las dos figuras a veces están relacionadas. 

“Para nosotros, la clase baja, quienes sufrimos todo lo duro que fueron las pandillas, ya no teníamos esperanza en salir de esto. Y al venir Nayib lo tomamos como un redentor. Alguien que Dios nos mandó para salvarnos de esta hecatombe criminal”, me dijo un seguidor del presidente a la salida del centro de votación. 

La imagen puede parecer trillada o simplista, pero no lo es. Un estudio reciente de la Universidad Francisco Gavidia le pidió a los salvadoreños –una sociedad creyente y conservadora– que ordenen figuras según su importancia. Bukele quedó primero, por encima de la religión. 

Para Óscar Picardo, el responsable del estudio y el director del Instituto de Ciencia, Tecnología e Innovación (ICTI) de la universidad, detrás del presidente hay un fenómeno de “satisfacción vicariante”, un término robado de la psicología social. “Aquí la gente vive un escenario de muchas frustraciones: políticas, económicas, sumado a todo lo vivido, la corrupción, las pandillas. Bukele aparece como alguien que viene a resolver esas frustraciones, la gente lo ve y se proyecta. Han encontrado en él un líder que le empezó a resolver algunos problemas y creen que les va a resolver todos. En ese sentido es como una relación religiosa, como de fe. Y la fe no se cuestiona. Lo que dice Bukele es verdad y punto”. 

El otro fenómeno detrás del presidente, dice, es el culto a su figura, magnificado por la maquinaria digital que lo acompaña desde su etapa de alcalde de San Salvador y reforzada por cada intervención pública de sus funcionarios. “Los ministros lo único que hacen es nombrarlo todo el tiempo”. 

La enorme distancia entre Bukele y sus colaboradores se había vuelto un desafío para la campaña de Nuevas Ideas a la asamblea legislativa. Muchos votantes del presidente con los que hablé antes de la elección, varios de ellos devotos, culpaban a diputados y ministros oficialistas de algunos problemas de la gestión, sobre todo a nivel económico. Por eso la victoria es doble: el presidente obtuvo, según afirma, el 85% de los votos, pero sus diputados consiguieron 58 de los 60 escaños totales, un resultado que convierte al país en un sistema de partido único. Ayudó, por cierto, la reforma que seis meses antes de la elección recortó el tamaño del Congreso y cambió el sistema electoral en detrimento de partidos pequeños. Eso y la inmensa popularidad de Bukele.

No existen prácticamente señales de la oposición en las calles. Todos los carteles son color cyan, el de Nuevas Ideas, y muestran rostros de diputados oficialistas con el logo de la N, que se confunde con el nombre del presidente. A veces aparecen tachados por una cruz, para simbolizar el rechazo a volver atrás. El presidente, que unos meses antes dejó el cargo de manera simbólica, para que la justicia lo habilite a ser candidato, no tuvo que hacer campaña. No hubo mítines ni baño de masas. Descansó en su maquinaria de redes sociales y su presencia ubicua en la atmósfera social del país.

“Ya no necesita hacer campaña”, dice Victoria, de El Faro, en una pequeña juntada de periodistas el jueves por la noche. Hay un pequeño halo de celebración en el grupo, pese al resultado inminente. Fue una buena semana para el periodismo salvadoreño, que encadenó tres publicaciones bomba en cuestión de días. El sábado, el medio de investigación El Faro había revelado que el gobierno negoció con pandilleros para recapturar a un ex líder de la Mara Salvatrucha-13, un hombre conocido como Crook, que había sido liberado por el propio gobierno en el 2021, en el marco de un acuerdo secreto. El oficialismo incluso propuso a sus interlocutores negociar con un cártel mexicano con tal de recapturarlo antes de que lo hiciera Estados Unidos, para exhibirlo como un trofeo en la campaña.

Luego, el medio Factum contó detalles sobre cómo Bukele se deshizo de una de sus banderas de campaña en la elección pasada, la instalación de una Comisión Internacional contra la Impunidad en El Salvador (CICIES), a cargo de la OEA. El presidente la había desechado a los meses de su puesta en marcha, con la excusa de no querer lidiar con la organización multilateral. Pero según los expedientes publicados, el motivo oculto fueron las denuncias que el ente había impulsado contra funcionarios cercanos al presidente, que dibujaban un incipiente esquema de corrupción. Las denuncias quedaron enterradas con la desaparición de la Comisión.

Focos, otro medio independiente, publicó la tercera bomba: entre el 2019 y 2023, una veintena de funcionarios y tres primos de Bukele fueron beneficiados con créditos de un banco estatal para comprar propiedades de lujo, en un país donde el acceso a financiamiento es casi imposible, y donde comprar una propiedad sale tanto como en Estados Unidos. 

Estos tres reportajes, me explicaban los colegas, atacaban distintas líneas de flotación del bukelismo: la política de seguridad, la vivienda y la corrupción. Luego alguien en el grupo soltó una cifra. El Faro, a pesar de toda su bien ganada fama internacional, tiene apenas el 6% de credibilidad entre la población salvadoreña. “Y si El Faro tiene eso, puedes imaginarte que los otros medios tenemos menos”, agregó alguien.

Esa misma noche, de regreso en un Uber, le pregunté al conductor por las investigaciones. Apenas había escuchado algo sobre El Faro, pero lo desechó rápidamente. “Son literalmente fake news. Todos los periodistas son opositores a Bukele, y mienten descaradamente. Lo único que hacen es calumniarlo. Ya no saben que inventar”. El presidente, dijo, había tomado buenas decisiones, pero sobre todo había escuchado al pueblo. Y el pueblo quiere que Bukele se quede, a pesar de las protestas de otros gobiernos.

–Estados Unidos se quedó acostumbrado a que nuestros gobiernos se le arrodillaran. Y como ahora no sucede, no les gusta.

Dice que cada vez tiene más trabajo gracias a la llegada de turistas. Que todos ahora quieren ver cómo cambió el país, sobre todo los influencers como Luisito Comunica, que llegó hace unos días. “Pero también hay otros de menor visualizaciones”, explica. 

Todos tienen una historia para contar sobre cómo se vivía antes. En su caso son los trucos que hacía su familia para ocultar cuando ganaban dinero, cosa de no pagar extorsión. Es un ejemplo modesto en comparación con otros, que incluyen familiares asesinados por las pandillas, desplazamientos, costuras de vidas destrozadas. En cuestión de días uno se termina acostumbrando a que los choferes narren, de manera casual, sin ninguna pregunta que venga a cuento, cómo la zona de la ciudad en la que nos encontramos antes era intransitable. Lo mencionan sobre todo cuando viajo a los barrios más pobres para entrevistar a las víctimas del régimen de excepción, pero ellos no lo saben. “Antes jamás lo hubiera llevado acá”, me dicen. “Pero ahora el país cambió. El país es otro”.

–Bukele le devolvió el orgullo a los salvadoreños –dice Óscar Picardo, en su oficina de la Universidad–. Es algo que también tiene que ver con la dignidad. Por ejemplo, el hecho de que puedas invitar gente que se fue a otros países a que te visiten. Antes eso era impensado. 

Él también tiene su historia. Dos, de hecho. Picardo fue profesor de secundaria de Bukele, estuvo ahí cuando el presidente, por entonces un adolescente, se definió como “class terrorist” en el anuario escolar, una referencia a sus orígenes árabes, despreciados históricamente por la élite criolla. Este condimento, como bien explica la serie de podcast Central, es crucial en la biografía de Bukele, y se refleja en la nueva composición de la clase dirigente del país, un capítulo menos explorado. La otra historia de Picardo es que él también tuvo que pagar extorsión a las maras, a raíz de un pequeño taller de motos que tenía como emprendimiento. Todos los viernes pagaba cincuenta dólares. El monto variaba según el negocio.

–Para mucha gente, esos cincuenta o cien dólares eran la mitad de sus utilidades. Le estaban quitando la mitad de lo que ganaba.

***

Con una mano, el DJ se agarra la oreja, cubierta por un auricular; con la otra acompaña el ritmo del beat, mueve la palma arriba y abajo, como en esas postales de festivales de música electrónica. Bukele saldrá en media hora, sin resultados oficiales, a cerrar la fiesta de su victoria. 

Le digo a Carlos, un muchacho de 27 años al que no le gusta la política, pero que igual así votó por Bukele, que es la primera vez que presencio algo como esto: una celebración presidencial que tiene un DJ en la previa al discurso, y que en lugar de canciones típicas del país, canciones vinculadas a la memoria o al relato nacional, pone esta música, remixea temas de Pitbull y Calvin Harris de los que me había olvidado, ¡pero qué bien suenan! Hay que reconocerlo: el DJ hace bien su trabajo. 

–Es que nuestro presidente es raro. No parece presidente. Es, como se dice, uno más del montón.

El escrutinio, atropellado por el paso de Nayib Bukele a la fiesta. Foto: Juan Elman.

Puede que Bukele esté blindado por su popularidad, construida tanto por los resultados en seguridad como por su poderosa maquinaria de comunicación digital, el verdadero tesoro nacional. Pero también puede que la fantasía se rompa en este segundo mandato. Es una idea que me asalta desde hace unos días: que a partir de ahora todo empiece a decaer, que esta fiesta monumental sea la última, el pico máximo del bukelismo.

Algo de esto flota en el proyecto de reelección: ¿Y ahora, qué? Bukele, a diferencia de la primera campaña, no ha hecho prácticamente promesas. No presentó un plan de gobierno. Por eso algunos están seguros de que lo que sigue es profundizar el camino autocrático. La autoproclamación sin resultados oficiales, las irregularidades en el escrutinio provisorio, no son ciertamente auspiciosas. ¿Y quién viene después? El proyecto político de Bukele es, por definición, unipersonal. ¿Cómo justificar un tercer mandato?

–Bukele ahora no puede darse el lujo de salir –me dice un colega local–. Esa es la trampa en la que se ha metido. Solo le queda seguir el camino de Ortega (el presidente autoritario de Nicaragua). Pero cuando la gente se de cuenta del monstruo ya será tarde. 

El presidente de El Salvador no es un aficionado, un mero millennial adicto al celular que se ha convertido en la estrella de América Latina por casualidad. Es un político-publicista de primer orden que custodia un proyecto de poder de manera meticulosa. Pero su gestión es más improvisada de lo que parece, y según cómo se lo mire puede que el principal activo logrado sea haber ganado tiempo. 

Hay motivos para creer que lo que vimos en estos años fuera un experimento político construido a prueba y error, que ha resultado exitoso pero solo por el momento.

Para empezar, la seguridad no está resuelta. El régimen de excepción y el despliegue policial que requiere no se pueden mantener durante tanto tiempo sin algún horizonte de reinserción. Todavía quedan, según el gobierno, más de veinte mil pandilleros libres. Seguramente sean más. Las pandillas pueden reagruparse, y hay indicios de que ya lo están haciendo en prisión. Además, quedan varias incógnitas por resolver. El episodio de Crook narrado por El Faro vuelve a poner sobre la mesa un tema poco comentado por los admiradores globales de Bukele: que el presidente negoció con las cabezas de las pandillas, y que estas pudieron haber entregado a muchos de los mandos bajos, que por cierto eran los más violentos. 

¿Cómo se explica que pandilleros que eran rotulados como terroristas por Estados Unidos, hombres responsables de convertir a San Salvador en la capital mundial del crimen, se hayan entregado sin oponer resistencia? De esa pregunta brota una trama que todavía tiene capítulos por entregar.

Todas las personas a las que entrevisté estos días coinciden en que el régimen de pandillas ha sido desarticulado. Es un hecho: los territorios ya no son controlados por las maras. ¿Pero quién controla, por ejemplo, el negocio de la droga, que antes era manejado por las pandillas y que no ha dejado de existir? Esta pregunta tiene paradójicamente una conexión con el fenómeno regional que ha convertido a Bukele en un ícono: las garras del crimen organizado, que pueden trepar alto, llegando a lugares insospechados.  

Pero ese no es el principal problema. El principal problema es que no se ha atacado la causa estructural que ha creado el fenómeno de pandillas en primer lugar: la deserción escolar, la falta de oportunidades para los jóvenes que solo piensan en migrar. Así como todos los salvadoreños tienen una historia con las pandillas para explicar su voto a Bukele, también tienen un familiar o conocido en Estados Unidos. Un cuarto del PBI se explica por remesas, una tendencia que solo ha aumentado en estos años. 

El economista José Luis Magaña me lo grafica así: el panadero que antes pagaba extorsión a las maras tiene más dinero en la mano, pero sigue importando el trigo. Las condiciones, es cierto, son desfavorables: El Salvador es un país pequeño, que no tiene muchos recursos naturales y cuya economía se sostiene, además de las remesas, en el sector de servicios, responsable de que tres cuartos de la población estén en el sector informal, sin acceso a una pensión. Pero no ha habido un plan económico del gobierno para mejorar esta situación estructural. Bukele ha financiado su maquinaria con un aumento vertiginoso de deuda pública –ha tomado casi 9 mil millones de dólares– y una bicicleta financiera que ha metido mano en el ahorro de los bancos y en fondos de pensiones.

El cuadro es más delicado de lo que parece. La pobreza extrema ha alcanzado a más de 80 mil familias nuevas durante la era Bukele, una suba explicada por el aumento de la canasta básica. La mitad del país padece inseguridad alimentaria. A medida que la seguridad queda como terreno conquistado, la economía empieza a escalar en la preocupación ciudadana, un escenario registrado en encuestas y conversaciones ocasionales (donde, en general, la responsabilidad está puesta en un sinfín de actores, desde Rusia a los diputados oficialistas, pero no en Bukele). 

Con vencimientos agendados para la segunda mitad de su segundo mandato, Bukele buscará un préstamo del FMI, en un camino que puede empujarlo al ajuste, o a retocar su proyecto de Bitcoin, una línea roja para el Fondo. La Ley Bitcoin, el proyecto estrella del presidente, no ha tenido impacto en los consumidores locales, pero ha impulsado la llegada de empresarios y cripto-bros seducidos tanto por la retórica utopista del líder millennial como por sus beneficios fiscales y promesas de opacidad. Como bien explica Central, la ley ha provocado un fenómeno de gentrificación en zonas costeras. Esto en el marco de una explosión de megaproyectos inmobiliarios en los que participa el entorno del presidente.

Estos elementos dibujan un negocio del que se sabe poco, pero cuyas consecuencias, sumadas al cuadro económico general, pueden acumular frustraciones ciudadanas en el segundo mandato. Por eso hay un temor compartido entre periodistas, investigadores y defensores de Derechos Humanos: que Bukele, acorralado, se vuelva más agresivo.

***

Doce horas antes de que Bukele interrumpa el protagonismo del DJ y se adueñe totalmente de la fiesta, de su fiesta, una marea de gente lo espera en el centro de votación de la Avenida Olímpica, el más grande de San Salvador, donde el presidente acudirá en algún momento de la jornada; con él es así: no se sabe cuándo y por donde aparecerá, no hay rutinas ni agenda oficial. Pero el sol quema y hay que moverse.

Una hinchada con remeras celestes y batucada incluida canta su nombre de manera intermitente, con el lema: cinco más. Piden la reelección. Un hombre con una camiseta de Estados Unidos y El Salvador –una bandera en cada pectoral– dice que vino a votar desde Virginia, por primera vez desde que huyó por la guerra civil. Está orgulloso de hacerlo. Su caso es sintomático, pero igual de extraño, porque Bukele facilitó el voto extranjero como nunca antes, y las fotos de salvadoreños rebalsando centros de votación en Estados Unidos, donde residen más de un millón, colmaron las redes sociales del presidente. Para varios analistas consultados, el apoyo de los salvadoreños que residen en el exterior va a ser un pilar cada vez más importante para Bukele en su segundo mandato.

Es mi ocasión para hablar con líderes del partido que pululan en el centro, una carpa montada al aire libre. Dar con dirigentes de Nuevas Ideas para un periodista extranjero es casi una odisea. Los mensajes rara vez son respondidos. Una tarde tuve suerte: logré conversar con Christian Guevara, el jefe de la bancada del partido en la Asamblea, por Whatsapp. Le pedí una entrevista y él me pidió el medio donde sería publicada. Se lo dí. Unos minutos después me mandó una captura de pantalla de una nota que publicó Cenital, en el marco del especial sobre Bukele. La firmaba José Luis Sanz, un periodista de El Faro. Le expliqué que era una nota de opinión. 

–Bueno, entrevístenlo a él. 

–Pero yo quiero conversar con usted. No me interesa tener la visión de un solo lado –respondí.

–Yo ya sé la visión de ustedes. Y con eso me basta.

No di con ningún líder del partido en la calle donde estaba la carpa, rodeada de personas. Había otros periodistas, pero a decir verdad la cobertura llevaba otro ritmo. A la altura de la casilla de votación del presidente había una pequeña guarnición de youtubers apostados con trípodes, filmando en modo selfie. Algunos estaban en plena transmisión. Se mezclaban pieles y acentos: muchos habían llegado desde afuera. Me presentaron a un uruguayo que pareció sorprenderse porque no lo conocía, y cuyo feed de Youtube estaba lleno de videos alabando a Bukele. Ya me lo habían explicado: para muchos influencers, el fenómeno Bukele es un negocio. Un atajo para acumular visualizaciones y monetizar.

Bukele llegó pasadas las tres de la tarde, con youtubers y periodistas asolados por igual. Escoltado por una decena de guardaespaldas, el presidente se bajó de una camioneta negra de la mano de su esposa, con una gorrita y una chomba color crema. Era un perfecto alboroto: la música fuertísima se mezclaba con los gritos de sus seguidores –que se empujaban para sacarse selfies–, fuegos artificiales y el encendido de bengalas azules que decoraban la escena. Los protocolos fueron vencidos: muchos habíamos logrado colarnos a la carpa y estábamos esperándolo en el medio de las urnas de cartón, descuidadas ante el show de cámaras y celulares que acompañaba al presidente.

Todo esto habrá durado unos cinco, diez minutos. Un rato antes de su llegada empezó a sonar, a un volumen insoportable, It’s the End of the World as We Know It (and I Feel Fine), de REM. Sonó tres veces consecutivas, hasta que entró Bukele y siguió sonando tres veces más. Volvería a escuchar el tema un par de veces en la plaza de su victoria, al final del discurso.

Mientras peleaba con los youtubers abarrotados para sacarle una foto al presidente, pensé que la escena del final de esta crónica estaba servida, nada podía ser más evidente: es el final del mundo como lo conocemos.

Pero eso también estaba guionado por el presidente, era parte de su performance.

***

A la salida del centro de votación me tomé un Uber a Ilopango, una zona que antes era controlada por pandillas, para conocer a Alexander Guzmán, un profesor detenido durante el régimen de excepción y liberado hace unos meses. 

Nos encontramos en la escuela donde trabaja como vicedirector, y caminamos hacia una enorme cancha de fútbol que forma parte del predio. Una veintena de chicos corría detrás de la pelota, bañados en polvo. Le pregunté si una escena así era posible antes. Me dijo que sí, pero solo para chicos que formaran parte del barrio, controlado históricamente por la Mara Salvatrucha. No podían venir chicos de zonas controladas por otras pandillas. Simplemente no estaba permitido: era la ley. 

Alexander Guzmán, retratado por Juan Elman.

Alexander vivía a unas cuadras y, como vicedirector del colegio, conocía los códigos. Pero tenía un negocio en otro barrio, alquilaba taxis en una zona controlada por la Mara Barrio 18. Por eso pagaba extorsión: cien dólares por semana. Por ese motivo, por pagarle dinero a los pandilleros, dice que fue capturado por militares el 27 de marzo de 2022, el primer día del régimen de excepción. Era domingo, día de cobro. Por eso Alexander tenía los bolsillos llenos cuando fue rodeado por las fuerzas de seguridad, que se lo llevaron bajo el rótulo de “colaborador”. 

–A mí, que soy educador hace veinte años, me imputaron por delitos de terrorismo. 

Le sacaron fotos con la plata y se lo llevaron detenido a un centro de la zona. Cuatro días después fue trasladado al penal de Izalco, un centro de máxima seguridad para pandilleros. Fue a las cinco de la mañana: los reos viajaban en boxer, esposados, en fila india. Alexander se hizo pis encima: no aguantó. 

Era el inicio del calvario.

Los dejaron varias horas bajo el sol y, luego de revisarlos de manera minuciosa, definitivamente excesiva, los llevaron a las celdas en un pasillo humano custodiado por guardias, que les pegaban, los insultaban. Eran golpes duros, patadas y bastonazos que oficiaban como bienvenida. Alexander se cayó al piso y los guardias le siguieron pegando. Marco Tulio, un taxista amigo con el que fue detenido ese domingo, se tiró encima de él para que les pegaran a los dos, y Alexander no tenga que soportar la golpiza solo. 

Un mes después, producto de heridas internas, Marco Tulio murió. 

No es un caso aislado: la organización Socorro Jurídico Humanitario sostiene que al menos 400 personas fallecieron durante el régimen de excepción, 215 de manera documentada. Según los casos analizados, el 94% de los fallecidos no pertenecía a ninguna pandilla. Eran parte del enorme grupo capturado de manera arbitraria (la organización afirma que el 40% de los 75.000 condenados entran en ese rótulo: personas capturadas por estar en el momento equivocado y el lugar equivocado, para cumplir cuotas de los agentes de seguridad o porque alguien –un policía, un vecino– tenía un pleito personal con ellos y los denunciaba de manera anónima).

Alexander estuvo un mes y medio en Izalco hasta que fue trasladado a otro penal reservado para personas enfermas. A Alexander, con tendencia diabética, le había subido mucho el azúcar y arrastraba severos problemas de alimentación. Pensó que se moría. Se salvó, dice, porque su esposa –con la que estuvo incomunicada durante todo ese tiempo– contrató un abogado privado para documentar su caso y conseguir algo atípico en el marco del régimen: una audiencia judicial. Por eso cobró 5.000 dólares, sumado a los 2.000 que pagó la familia de fianza. 

Estamos en las gradas de la cancha, la votación cerró hace unos minutos y el sol se está poniendo. Alexander llora. 

–Si esto me pasó a mí, un vicedirector de un colegio que trabajaba hace más de veinte años con el Ministerio de Educación, imaginate todas las personas pobres que no conocen a nadie y están ahí dentro.

Adentro él estuvo seis meses. Dice que lo arruinaron económicamente, porque perdió el negocio de los taxis, pero sobre todo le dejaron secuelas físicas y psicológicas. Perdió más de 45 kilos y por el momento no puede salir del país, porque sigue procesado, vinculado con cargos de terrorismo. 

–¿Quién me saca todas esas huellas? La vida de nosotros no es un chiste. ¿Quién nos respeta?

Alexander votó por Bukele en 2019, pero hoy no votó por él. Está a favor de que metan a pandilleros en las cárceles, aunque por lo que él vio en Izalco, los civiles eran mayoría. Conoce gente que sabe de su caso que igual vota por el presidente, porque lo idolatran. Pero que también hay gente que se está dando cuenta de todo, que la verdad va a salir a la luz.

Alexander espera que se levante el régimen de excepción para terminar su proceso judicial y poder salir del país: quiere irse a Estados Unidos con su hija que ya está allá. Dice que El Salvador lo arruinó.

También quiere nombrar a sus compañeros de los que no sabe nada. De la muerte de Marco Tulio se enteró cuando salió: le contó su esposa, que estuvo en el funeral. Pero todavía no sabe nada de Mario Hernandez, Ever Adilio y José Valentín. 

Cree mucho en el periodismo y su belleza. Escribe sobre política internacional y otras cosas que le interesan, que suelen ser muchas. Es politólogo (UBA) y trabajó en tele y radio. Ahora cuenta América Latina desde Ciudad de México.