La motosierra de Bukele

La relación del presidente salvadoreño con la prensa no siempre fue de censura. El exdirector de El Faro relata la historia de un vínculo que empezó celebratorio y se tornó persecutorio.

Antes de ser presidente, Nayib Bukele aplaudía las investigaciones de El Faro. Defendía nuestro rigor frente a la flexibilidad ética de los periódicos tradicionales salvadoreños. E incluso usaba sus ya poderosas cuentas en redes sociales para multiplicar el impacto de las publicaciones que denunciaban corrupción en sucesivos gobiernos, también los de su partido.

Lo hacía porque toda crítica al sistema servía a sus planes de sustituir a quienes lo encabezaban en aquel momento. Militaba en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, el partido nacido de la antigua guerrilla, pero mientras aupaba su carrera en los hombros de la izquierda histórica –llegó a decir que él era “de izquierda radical”, antes de abjurar de ideologías– Bukele proclamaba que las suyas eran “nuevas ideas”, el nombre de la fuerza política que crearía años después para reinar sobre las ruinas de un sistema partidario aniquilado por el descrédito.

En 2016, siendo alcalde de San Salvador, aceptó ser panelista en nuestro foro anual de periodismo para debatir estrategias de reducción de violencia. Allí, el político que hoy presume de haber construido la cárcel más grande del continente y encarcelado a más de 70 mil personas en dos años, criticó las políticas de mano dura: “A largo plazo no va a funcionar”, dijo ante una sala abarrotada de simpatizantes. “Si el gobierno lograra solucionarlo ahorita, que tengo mis dudas, la violencia va a regresar peor”.

Ahora nos llama “panfleto” y acusa de ser “cómplice de los pandilleros” a todo periodista y medio que denuncie los abusos y torturas de la Policía, el Ejército y las autoridades penitenciarias bajo su régimen de excepción, que suspende garantías constitucionales desde hace 19 meses.

También desmiente cada publicación de pruebas nuevas (sean documentos oficiales de sus mismos servicios de inteligencia, fotografías, grabaciones en audio) de que su gobierno negoció en secreto por al menos tres años una reducción de homicidios con las pandillas MS-13 y Barrio 18, y que a cambio ayudó a algunos líderes de estos grupos a salir ilegalmente de la cárcel. O desprecia las múltiples investigaciones periodísticas que demuestran la implicación de altos miembros de su gabinete en flagrantes hechos de corrupción. Y contraataca. Durante el gobierno actual, las agresiones y obstáculos a periodistas se han multiplicado por tres según datos de la Universidad Centroamericana (UCA) y la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES). 

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Los ataques se dispararon con la pandemia de Covid-19, en 2020. Si bien la gestión de la crisis asentó la popularidad de Bukele gracias a su habilidad para abastecerse de vacunas chinas mientras otros países se ahogaban en la escasez, varias publicaciones revelamos más de una decena de casos de desvío de fondos, millonarias compras directas a empresas fantasma, sobreprecios y contratos de emergencia adjudicados a familiares de funcionarios y diputados afines. Está documentado, por ejemplo, que el ministro de Salud, Francisco Alabí, compró un cuarto de millón de dólares en botas plásticas a una empresa de su familia. O que el viceministro de Seguridad Pública, Osiris Luna, vendió decenas de miles de paquetes de alimentos que estaban destinados a hogares pobres afectados por la pandemia. 

Todos los contratos relacionados con la emergencia fueron declarados bajo reserva y la Asamblea Legislativa otorgó un año después inmunidad a todos los implicados. Ambos funcionarios siguen en sus cargos. Pero, en evidente respuesta a aquellas y otras investigaciones, El Faro enfrenta desde 2020 cuatro auditorías simultáneas del Ministerio de Hacienda por supuesta evasión de impuestos. Y en septiembre de aquel año el presidente Bukele nos acusó falsamente, en un mensaje televisado a toda la nación, de lavado de dinero.

Indefensión legal

En junio de 2020 inició también, según peritajes forenses de Citizen Lab, Access Now y Amnistía Internacional, el espionaje a 22 miembros de la redacción de El Faro usando Pegasus, un software israelí que permite monitorear y descargar todas las comunicaciones e información contenida en un teléfono celular, y que el Ministerio de Defensa de Israel sólo permite vender a entidades estatales. Esa vigilancia ilegal fue constante, como mínimo, por un año y medio. Scott-Railton, el investigador sénior de Citizen Lab, lo describió como “uno de los casos de espionaje más impactantes y obsesivos” que la organización canadiense haya investigado.

Mientras el secretario de Prensa de la presidencia se burla de quienes denuncian seguimientos o acoso, y llama a periodistas “carniceros con pluma”, decenas de reporteros y reporteras salvadoreñas reciben, desde que Bukele llegó al poder, constantes amenazas de muerte y de violencia sexual, o acoso digital a sus familias solo por cuestionar las políticas gubernamentales o exigir la más básica transparencia en las instituciones. Conozco a colegas que en los últimos meses han tenido que recurrir a sus padres para firmar el contrato de alquiler de un apartamento porque varios arrendatarios los rechazaron al saber para qué medio trabajan. Muchos llevan tres años trabajando con temor a ser detenidos.

El telón de fondo de ese miedo es un país en el que ya no hay garantías legales ni independencia de poderes desde que el 1 de mayo de 2021 la Asamblea, controlada por Bukele, sustituyó ilegalmente al fiscal general, destituyó a toda la Sala de lo Constitucional e impuso a dedo a magistrados afines. Cinco meses después, la misma Asamblea purgó mediante un decreto exprés a un tercio de los jueces y juezas del país, que fueron reemplazados semanas después sin un proceso claro de selección.

El régimen de excepción impuesto desde marzo de 2022 empeoró el escenario. La Policía y el Ejército ya habían demostrado –y a veces dicho explícitamente– que siguen las órdenes del presidente por encima de lo que puedan establecer la ley o sentencias judiciales, pero los poderes discrecionales que el régimen les otorga desataron un miedo tan perceptible como la celebrada seguridad que sienten las comunidades antes dominadas por las pandillas. Hay constantes reportes de policías y soldados que retienen a fotógrafos o reporteros y los obligan a borrar material grabado, bajo la amenaza de procesarlos bajo el régimen de excepción. Los mismos vecinos aliviados del yugo pandilleril han denunciado miles de detenciones arbitrarias seguidas de juicios exprés que, además de ser una injusticia en sí mismas, han tenido efecto ejemplarizante para la sociedad civil organizada y los periodistas.

Este 1 de noviembre, la presión diplomática internacional logró que se derogaran los artículos más restrictivos de la conocida como “ley mordaza”, que desde la instalación del régimen de excepción castigaba con penas de entre 10 y 15 años de cárcel a los periodistas que divulgaran mensajes “presuntamente originados” por pandillas, y dificultaba la investigación de los pactos secretos entre el gobierno y estos grupos o los abusos policiales. Pero como ha denunciado la APES, los efectos de la intimidación son permanentes. Persiste un umbral perverso: el gobierno de Bukele repite que en El Salvador no hay periodistas en la cárcel por su trabajo, pero en la mayoría de redacciones se ha impuesto la autocensura o se informa desde la incertidumbre de cuándo, si el presidente lo decide, se detendrá y encarcelará al primero.

Discurso único

El periodismo de investigación salvadoreño sigue, desafiante y en resistencia. Pero una docena de reporteros de distintos medios han abandonado el país por temporadas a causa de las amenazas, o se han exiliado de manera indefinida. Las redacciones que denuncian violaciones a los derechos humanos insisten, pero han tenido que reducir su personal y redoblar sus protocolos de seguridad física y jurídica. Pese a no contar con garantías procesales, El Faro sigue enfrentando en El Salvador las acusaciones espurias de supuesta evasión de impuestos, pero completó el pasado abril el traslado de su sede legal y su base financiera a Costa Rica, para proteger su sobrevivencia futura y garantizar que podrá sostener y proteger desde allí a sus periodistas, que en su mayoría siguen en San Salvador.

Otros medios más permeables a las presiones, como el televisivo Canal 33, decidieron hace tiempo eliminar de su parrilla todo programa o contenido periodístico para evitar la asfixia financiera: el Estado solo pauta en medios afines y los anunciantes temen asociarse con cabeceras no alineadas, sabedores de que empresas de líderes de oposición y empresarios críticos –o de antiguos aliados de Bukele caídos en desgracia–  han recibido inspecciones selectivas de los ministerios de Hacienda o Trabajo. Casi todos los canales de televisión y radio del país operan hoy bajo el dictado tácito de los mensajes del Ejecutivo.

El cerco informativo y discursivo se cierra cada vez más en El Salvador. La censura se intenta imponer por todas las vías. El presidente no ha recibido en cuatro años a un medio nacional y hace mucho que no da conferencias de prensa, el Instituto de Acceso a la Información Pública fue desmantelado, los funcionarios –incluso a los niveles más bajos– tienen prohibido dar entrevistas sin permiso explícito, y la presión sobre las fuentes alcanza límites novelescos. Hay empleados públicos que han sido sometidos a polígrafo para averiguar si tienen vínculos o comunicación con reporteros. En 2020 la madre de una periodista fue despedida de la oficina estatal en la que trabajaba como un mensaje explícito a su hija.

Bukele goza de una popularidad astronómica, no tiene oposición política articulada y, pese a que la Constitución se lo prohíbe, se encamina a la reelección el próximo 4 de febrero con el beneplácito de una comunidad internacional que parece temer más la ira del presidente salvadoreño en redes sociales que la muerte de una democracia en Centroamérica. Hasta parece inevitable que el Fondo Monetario Internacional le otorgue a inicios de 2024 el préstamo que le ha venido negando durante tres años. Pero, pese a los vientos a favor, su plan de ataque al periodismo no parece detenerse.

No puedo desvincularlo del hecho de que desde su llegada a la presidencia no se hayan conmemorado en El Salvador los Acuerdos de Paz de 1992, que pusieron fin a la guerra civil y abrieron al FMLN –y por extensión a él– la participación electoral. Para Bukele ya no hay nada que acordar porque el país encontró su liderazgo y tiene ya un solo rumbo, una verdad única, un deslumbrante relato único.

Y persigue al periodismo porque desafía ese relato, pero también porque mientras él reivindica la democracia del voto, porque lo tiene, también silencia a las minorías, envenena la conversación, tala los puentes y pide a los salvadoreños devoción o sometimiento. Y el periodismo, cuando se hace bien, hace mucho más que contradecir: incluye, recupera la memoria, promueve la diferencia, y alumbra nuevos espacios para el debate crítico. Todo eso que bajo el dictado de Bukele está cada vez más castigado.

Nuestro desafío, mientras documentamos el retroceso democrático y denunciamos las mentiras y violencias que la propaganda trata de enterrar, será reconstruir la relación con una ciudadanía cuya confianza en los periodistas ya habíamos empezado a perder antes de la irrupción del líder. Una ciudadanía que está fascinada con el nuevo hombre fuerte y la estética de nuevo país que proyecta. Y a la que de momento no le importa, si percibe que hay resultados, saber que le mienten.


Este artículo es parte de un dossier especial, A lo Bukele, a cargo de Jordana Timerman.

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Corresponsal en Washington y exdirector de El Faro. Fue miembro fundador de Sala Negra, un equipo de investigación especializado en violencia y crimen organizado en Centroamérica. Es miembro del consejo asesor del Centro para la Integridad de los Medios en las Américas.