Bibliotecas de escritores, el orden imposible

¿Qué historias esconden? Un Hilo dedicado a profundizar en ellas a partir de la experiencia de Isabel Zapata, Walter Benjamin, Roberto Calasso y Mario Levrero, entre otros.

Hola, ¿qué tal? Espero que estés lo mejor posible en estas jornadas grises y llenas de humo. Por acá bien, pero tachando los días para la primavera. Falta solo un mes. Ya casi estamos.

Antes de empezar, aprovecho para contarles que en Cenital estamos lanzando una breve encuesta sobre la experiencia de ustedes, lectores y lectoras, leyéndonos. Nos vendría estupendo que entraras a este link y te tomaras 5 minutos para completarla, así podemos conocer un poco mejor a nuestra comunidad.

Sin otros rodeos, vamos a lo que nos convoca. Porque hoy me interesa que toquemos un tema que me fascina últimamente: el de las bibliotecas personales. No me refiero a los espacios llamados Bibliotecas en los que se acopian, catalogan y conservan libros, sino a las bibliotecas de casas particulares, de personas de carne y hueso que, ejemplar por ejemplar, van armando en estantes el mapa de sus lecturas. ¿Qué historias hay en esas bibliotecas personales? ¿Cómo se ordenan, se clasifican? ¿Qué pasa con los libros cuando las personas mueren? Estas son algunas preguntas que me vengo haciendo mientras miro mi propia biblioteca, que no ocupa un solo lugar de la casa sino que se expande y deforma por todos los ambientes. Si la analizo, noto que hay gran porcentaje de libros del pasado (que fueron de mis padres o abuelos), otro tanto adquirido por mí o mi pareja, algunos que me fueron mandando como periodista o que son de las editoriales para las que trabajo, y otros que no recuerdo cómo llegaron y se acomodaron acá. Esos son los más misteriosos. No me avergüenza para nada confesar que un gran porcentaje de mi biblioteca consiste en libros que no leí. De hecho, me parece genial, porque es como una apuesta que se lanza hacia el futuro. Espero en algún momento de la vejez, quizás, tener tiempo para leer todos esos volúmenes que nunca pude abrir. Y respecto de las cosas pendientes, encontré una cita muy graciosa de Anatole France que me hizo sentir mejor. Parece que tenía una enorme biblioteca. Y cada vez que alguien llegaba a su casa, la admiraba y tenía lugar esta escena:

–¿Ha leído usted todo esto, señor France?

–Ni la décima parte. ¿Acaso usted come todos los días en su vajilla de porcelana de Sevres?

En Cenital nos importa que entiendas. Por eso nos propusimos contar de manera sencilla una realidad compleja. Si te gusta lo que hacemos, ayudanos a seguir. Sumate a nuestro círculo de Mejores amigos.

Si les parece, adentrémonos en una serie de reflexiones sobre bibliotecas personales a partir de las experiencias que tuvieron con ellas algunos artistas. Como la vez pasada, voy a hacer una especie de lista, para que puedan saltar o desplazarse por ellas como si las tuviéramos enfrente. Empecemos.

UNO. ¿Quién es Ekaterina Panikanova?

Para ilustrar este Hilo estuve revisando la obra de varios artistas que me llamaron la atención. Es increíble para todo lo que dan los libros. Hay gente que hace esculturas gigantes con ellos, otros que tallan sus interiores hasta que aparecen figuras, y también está Ekaterina Panikanova, una artista rusa nacida en San Petersburgo en 1975 (que vive en Roma). La elegí a ella porque trabaja generando composiciones pictóricas a partir de libros antiguos que va comprando en mercados o ferias y que pertenecieron a distintas bibliotecas ajenas. Al principio me impresionó esta forma de vandalismo artístico, porque les quita a los libros su función habitual (la de ser soportes de la lectura) para volverlos meros objetos de una composición. Pero después me interesó. Es que los transforma en piezas de rompecabezas visuales a las que dibuja evocando imágenes un poco infantiles y otro poco nostálgicas. Consigue que libros abiertos e intervenidos formen una misma obra. Y debe ser bueno el efecto de ver sus “cuadros” en vivo: podríamos acercarnos y leer qué dicen las letras de cada página, qué relación específica tiene el texto con la composición. Les dejo una selección de obras, pero pueden seguir buscando más.

DOS. “Las bibliotecas desobedecen”, dice Isabel Zapata

Estos días estuve leyendo un libro hermoso de la escritora mexicana Isabel Zapata llamado Maneras de desaparecer que viene muy al caso para este Hilo. Es que en uno de los breves ensayos autobiográficos se refiere a lo que le causó desarmar la biblioteca de la madre luego de su muerte. “¿No es extraño que las cosas sobrevivan a sus dueños?”, se pregunta. Y un poco sí, porque sus claves solo las puede descifrar alguien que ya no está más en esta vida. Entonces se pone a derivar por las bibliotecas de varios escritores y escritoras para compartir la experiencia. Y cuenta que por ejemplo Susan Sontag ordenaba los libros de manera cronológica porque pensaba que cada autor se sentiría más a gusto entre sus contemporáneos (!!!). Parece que a Sontag le hubiera angustiado ver a Pynchon junto a Platón. Les dejo una cita del libro y les recomiendo que lo busquen porque es sutil y revelador (tiene prólogo de Alejandro Zambra).

Las bibliotecas desobedecen. Como todo lo que creemos poseer, los libros son prestados y pasajeros, cosas vivas que se arrancan la correa, rezongan, mutan. ¿Las bibliotecas? Casas de fieras en las que de poco sirve que el rey intente mantener a los animales perfectamente clasificados, pues al cabo de un tiempo vuelve a revisar las jaulas y todo se ha movido de lugar.

TRES. Desembalando la biblioteca de Walter Benjamin

Una cosa lleva a la otra. En este caso, una mención que hace Isabel Zapata me llevó a releer un bello ensayo de Walter Benjamin llamado justamente “Desembalando mi biblioteca”, que pueden pispear acá. Lo escribió en 1931, recién mudado luego de una separación, mientras trataba de reordenar sus volúmenes más preciados que tenía todavía en cajas. Y mientras reflexiona sobre el coleccionismo (porque al fin y al cabo armar una biblioteca es alimentar una colección) va contando las circunstancias en las que adquirió algunos de sus libros. Parece que además de visitar librerías de viejos, Benjamin participaba asiduamente de algunos remates en los que se vendían al mejor postor ediciones especiales o prestigiosas. Incluso cuenta de libros que perdió por no ofertar lo suficiente y revela algunas triquiñuelas que hacía para burlar a los otros compradores y quedarse con el objeto preciado. Como sabrán, Benjamin se suicidó en 1940 al ser interceptado por la policía española en la frontera con Francia. Era perseguido por el nazismo. Su biblioteca sufrió muchas pérdidas (una parte fue vendida por él en Francia por necesidad, otra confiscada por la Gestapo). Pero parece que en 2006 un librero anticuario alemán llamado Herbert Blanck se propuso recrear su colección, adquiriendo todos los libros citados por él en sus obras y correspondencia, con la idea de armarla de nuevo. Adorable gesto de un coleccionista hacia otro coleccionista.

CUATRO. “Los libros que más admiro no los poseo”, dice Alexander Kluge

A propósito de Benjamin, me acordé de un breve texto que escribió el cineasta y escritor también alemán Alexander Kluge, incluido en el libro El contexto de un jardín. En 2007, un periódico le encargó un texto de 2500 caracteres sobre su biblioteca y él vuelca allí algunas reflexiones curiosas. “Los libros siempre han estado entre mis alimentos. Lo que no quiere decir que los tenga almacenados en una biblioteca. Más bien están repartidos por pilas en casi todos los ambientes que habito o en los que trabajo. Así como están tirados, o como se sostienen asombrosamente uno sobre el otro, forman un contexto. Los encuentro de inmediato. No los encontraría jamás si una mano amiga se ofreciera a ponerles orden”, dice. Y agrega que mirando esas pilas superpuestas, alguien podría reconstruir uno por uno todos los proyectos en los que participó. Es que sí: los libros acompañan procesos creativos, son esos amigos con los que conversamos silenciosamente, a quienes acudimos en busca de una idea o salvataje. Esos ejemplares desordenados, reunidos por cualquier cosa menos por el azar, dicen mucho más de nosotras de lo que creemos.

CINCO. Consejos para ordenar la biblioteca, por Roberto Calasso

¿Conocen a Roberto Calasso? Fue un gran escritor italiano y editor también del emblemático sello Adephi que murió en 2021 (me ocupé de él en este Hilo sobre editores). Pues bien, entre su vasta obra hay un librito breve y reciente llamado Cómo ordenar una biblioteca, publicado por Anagrama, en el que da algunas pistas sobre cómo conservaba sus libros partiendo de la premisa de que el orden perfecto es imposible, pero que sin orden no se puede vivir. De este ensayito delicioso me quedé con varios subrayados, pero les comparto dos. El primero es esto que trae a colación tomado de Aby Warburg: “La biblioteca perfecta es esa según la cual, cuando se busca determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil del que buscábamos”. Y la segunda me recordó a Alberto Laiseca, que hacía lo mismo. Es que Calasso decidió en un momento de su vida que todos sus libros estuvieran cubiertos con esa especie de papel de seda que se llama pergamino. Sus motivos son más que atendibles, pero qué trabajo daría envolver cada uno de los ejemplares, ¿no?

Me han preguntado en varias ocasiones por qué lo hago. El motivo oficial es que el pergamino protege la portada del envejecimiento. Sin embargo, no es ese el punto decisivo, que resulta, en cambio, difícilmente confesable: el pergamino sirve para complicarse la vida con los libros. Su verdadera razón es la de hacer ilegible lo que está escrito en el lomo. (…) Y existe un motivo ulterior, aún menos confesable. El pergamino hace mucho más difícil, para el visitante ocasional, detectar los títulos de los libros. Eso frena todo exceso de intimidad. Impide esa incómoda situación en que, al entrar en una habitación, se reconoce rápidamente de qué está hecho el paisaje mental del dueño de la casa.

SEIS. Augusto Roa Bastos: Libros perdidos y encontrados

Esta nota de Ana Clara Pérez Cotten en Télam parece el argumento de una novela. Leerla me emocionó. Resulta que el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos vino a pasar su exilio a la Argentina y se quedó muchos años. Por supuesto, en ese tiempo, además de escribir su obra más famosa, Yo, el supremo, acopió libros, que intentó llevarse a Francia en 1976 cuando se volvió a exiliar. Esos tomos pasaron por varios destinos, por depósitos, fueron rematados. Una historia larga. Y por esas cosas del destino, casi cuarenta años después, un mecánico de maquinaria agrícola se los encontró en cajas apiladas en un container cerca de Chapadmalal. Y le regaló las cajas a su novia, aficionada a la lectura. Y una tarde esa chica (ayudada por su padre, su madre y sus hermanos) se puso a revisar qué había en ellas. Cuestión que hallaron muchos libros de poesía y teatro, volúmenes con dedicatorias, subrayados, anotaciones. Y empezaron a ver que el nombre de Roa Bastos se repetía. Tenían en su poder algo muy valioso. Así que usaron el tiempo muerto del confinamiento para catalogar y limpiar los ejemplares que habían pertenecido al escritor. Después contactaron a la Embajada de Paraguay, y pronto dieron con los hijos y herederos. Finalmente, hoy esos 173 libros rescatados fueron devueltos y están exhibidos en Asunción, donde formarán parte de la colección de la Casa de la Literatura Augusto Roa Bastos. Qué placer da saber que todavía hay finales felices. ¡Y cuántas historias hay que cruzan libros y exilios! (pronto haré un Hilo sobre ellas).

SIETE. Mario Levrero: La biblioteca diseminada

Hablando de perder y encontrar libros, me acordé de lo que sucedió con la biblioteca de Mario Levrero, episodio narrado por Mauro Libertella en Un hombre entre paréntesis, un largo retrato del autor uruguayo publicado en la editorial Diego Portales con edición de Leila Guerriero. Parece que Levrero era un lector fanático de novelitas policiales. Compraba de a varias en ferias como la Tristán Narvaja y leía a razón de una por día. Después las dejaba en el estante y nunca más las consultaba. O las canjeaba por algún libro que le interesara más. Luego de su muerte en 2004, los 1500 volúmenes de su biblioteca llenaron estantes en la casa de uno de sus hijos. Pero ocupaban mucho espacio y se habían convertido en fantasmas llenos de resonancias. Así que luego de una década, y de común acuerdo, la familia decidió desparramarlos; darles un destino anárquico similar al espíritu con el que habían sido adquiridos. Primero los sellaron con un Ex Libris y después hicieron un posteo en Facebook invitando a quien quisiera a adquirirlos a buen precio. Para llegar al lugar del hecho había que mandar un mail con el subject “Biblioteca Levrero” y esperar a que les brindaran las coordenadas específicas. Parece que esta decisión de esparcir el material cayó pésimo en el circuito literario uruguayo y fueron varias las voces que –también desde Facebook– se opusieron a la venta, alegando que esos libros eran patrimonio nacional. Pero la familia, una vez más, salió a justificar la decisión: “La propia noción de dispersión es algo que nos resulta mucho más atractivo y simpático que la de acumulación o celosa preservación de un patrimonio”, escribió su hijo Nicolás Varlotta. Igualmente, a modo de tregua después de varios días de posteos virulentos, concedieron que se formaran las “Brigadas Levrero” formadas por grupos de estudiantes y lectores que se encargaron de fotografiar ejemplar por ejemplar. Y ahí sí, los libros se dispersaron para siempre.

Bueno, hasta aquí llegamos en este recorrido por anaqueles y estantes ajenos.

Antes de despedirme, me interesa dejar planteada dos preguntas (si te dan ganas, podés contestarlas): ¿de qué escritor o escritora tenés más libros en tu casa? ¿Y sos de llegar a una casa que no conocés y ponerte a mirar la biblioteca? Yo sí, no puedo evitarlo, se me van los ojos. Perdón, Calasso.

Gracias por leer. Y por favor cuidate mucho.

Malena

P.D.: Acordate que si te gusta lo que hacemos, viene muy bien que te suscribas a Cenital.

Es licenciada en Letras por la UBA y trabaja hace muchos años en la industria editorial. Fue editora en las revistas El Interpretador y Los Inrockuptibles. Forma parte del equipo de Caja Negra, una editorial psicoactiva y heterogénea. Tiene un ciclo de entrevistas con escritores y escritoras en el Malba. Si los libros fueran comestibles, podría alimentar a miles de personas con los que acumula en su biblioteca. Lo que más le gusta es viajar.