Elecciones en Europa: un cross de derecha

El ascenso de la ultraderecha en el continente plantea interrogantes sobre el futuro de la región. Desde desafíos políticos hasta económicos y sociales, un análisis sobre las implicaciones de esta tendencia en un contexto de incertidumbre y polarización.

Antes de que se conocieran los resultados de los elecciones en Europa, e incluso antes de que se emitiera un solo voto, quienes siguen las dinámicas de la política del continente esperaban un resultado abultado para las opciones de ultraderecha. Debido a su baja participación y al poder limitado del Parlamento Europeo, en algunas ocasiones las elecciones continentales son vistas como una oportunidad para la experimentación y la discusión de nuevas agendas. Sin embargo, este no fue el caso.

En 2019, los grandes ganadores fueron los partidos verdes, cuyo desempeño, anclado en el apoyo de la juventud, dio pie a una ambiciosa política europea en materia de transición ambiental. Los efectos se plasmaron en el Pacto Verde Europeo y su política industrial, así como en la adopción masiva de la agenda climática por parte de los espacios de centroizquierda y los liberales tradicionales. Además, motivaron la entrada de los verdes en diversas coaliciones de gobierno a nivel nacional en los países de la Unión, incluso, en algunas ocasiones, con partidos conservadores.

Sería un error interpretar estas elecciones europeas como un espejo por derecha del fenómeno verde de 2019. La ultraderecha no es una novedad, sino que, desde hace tiempo, es una parte relativamente normalizada del paisaje político europeo. Hace dos décadas, los partidos ultraderechistas eran considerados marginales. La decisión de incluir a uno de ellos, el Partido de la Libertad Austriaco (fundado en la década de los 50 por un exoficial de las SS), en una coalición de gobierno le generó a Austria meses de aislamiento internacional. Sin embargo, desde hace años, los pactos de gobierno con la ultraderecha se convirtieron en una opción habitual para los partidos conservadores tradicionales.

Ya sea como parte de la coalición u otorgando apoyo externo, la ultraderecha tiene pactos de gobierno vigentes en siete países, entre los que se encuentra Italia, gobernada por Giorgia Meloni, y ha sido parte en el pasado de esta clase de acuerdos en otros tantos. En Francia y Alemania, donde todavía persisten los cordones sanitarios que los excluyen del gobierno, las opciones de ultraderecha ocupan u ocuparon el rol de principal oposición. En España, en cambio, son parte de gobiernos a nivel subnacional junto con el Partido Popular. Si el flujo político de la ola verde del 2019 se dirigió desde Europa hacia los países, en estas elecciones son los malestares de los países los que se reflejaron en Europa.

Difícilmente nos sorprenda en Argentina constatar que la ultraderecha opera como un voto de canalización del descontento, que se reivindica a sí misma como un voto de oposición al sistema político, pero también al cultural, que consideran hegemónico. En Europa, el descontento contiene tanto bases materiales concretas como revanchas simbólicas.

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Desde la crisis de los refugiados sirios en 2015, el problema migratorio, con sus choques culturales y las acusaciones (muchas veces infundadas pero exitosas a nivel de percepción) que relacionan inmigración con índices de criminalidad y actos de terrorismo, operó como caballito de batalla del crecimiento de las ultraderechas. También sumaron la oposición a la agenda ambiental, frecuentemente acompañada de regulaciones, impuestos y restricciones, así como la defensa de valores tradicionales y relaciones jerárquicas y estáticas de género e identidad sexual. Protestas actuales como la de los sectores rurales a lo largo del continente, motivadas en las exigencias de sustentabilidad europea, o la de los chalecos amarillos contra la suba de los impuestos a los combustibles fósiles, son indicativos de la legitimidad de la agenda promovida por la ultraderecha en diversos sectores de la sociedad civil.

Si la agenda ultraderechista reverbera en un sector de la población y le garantiza un piso de apoyo, su actual crecimiento electoral, con victorias claras en grandes países como Italia y Francia, y un histórico segundo lugar en Alemania -donde todavía pesan con fuerza los fantasmas del nazismo-, tiene bases materiales concretas.

La recuperación económica posterior a la pandemia fue más lenta en la Unión Europea que en Estados Unidos. Las diferencias se magnificaron por la invasión de Ucrania, que generó una crisis en los costos de la energía y, con ella, afectó los modelos de desarrollo de los núcleos industriales del continente. El conflicto motivó también un shock transitorio de inflación de costos, con el índice de precios al consumidor alcanzando picos del 11% anual en toda la Unión, contra un valor prepandémico inferior al 2%.

Si bien el shock inflacionario fue transitorio y la cuestión de la inflación parece encaminada a una reducción sostenible, el nuevo equilibrio resultó en un aumento de los márgenes de ganancias empresariales y una disminución del salario real que aún no ha sido compensada. Este malestar económico alimenta las percepciones (cuyo basamento real es irrelevante a efectos del voto) de que se destinan excesivos recursos públicos a extranjeros refugiados y solicitantes de asilo, o al esfuerzo bélico en Ucrania, en perjuicio de los ciudadanos y la nación.

La ultraderecha se apropia simultáneamente de las banderas de la defensa de la nación, los ciudadanos, las costumbres y el poder adquisitivo. Enfrente, una dirigencia enfocada en cuestiones lejanas e ideales abstractos como el clima, la democracia o la igualdad de género. En las palabras de Tom Van Grieken, líder del partido separatista flamenco Vlaams Belang: “Nuestro pueblo no está preocupado por el fin del mundo, sino por llegar a fin de mes”.

Sin embargo, el resultado de la ultraderecha es importante pero está lejos de ser arrasador. Incluso si se trasladaran mecánicamente al ámbito nacional los resultados de las elecciones europeas, los números no llevarían a gobiernos liderados por este espectro político fuera de los ya establecidos en Polonia, Hungría y, más recientemente, Italia. Los partidos de este espacio son facciosos y tienen importantes diferencias entre sí en cuestiones como la relación con Rusia, de la que algunos son prácticamente lacayos y otros, opositores rabiosos, o en sus opiniones sobre el papel del Estado en la economía, o su postura respecto al matrimonio igualitario. Pero incluso si colaboraran entre sí como un grupo unificado, controlarían algo menos de una cuarta parte de los asientos totales del Parlamento Europeo, unos votos por debajo de la centroderecha tradicional agrupada en el Partido Popular Europeo.

El verdadero riesgo de la ultraderecha radica en los temores y las reacciones que genera su crecimiento. Si bien tuvo un éxito relativo en las elecciones, se destacó aún más al instalar su agenda política y cultural, obligando a los demás partidos a discutir en sus términos y sobre sus temas. Hoy en día, casi todos los partidos conservadores europeos, algunos liberales e incluso socialdemócratas, tienen agendas migratorias que hubieran sido consideradas cercanas a las de la extrema derecha hace apenas una década.

Es posible que pronto suceda lo mismo con las agendas cultural y climática. Los éxitos de figuras como Isabel Díaz Ayuso en el Partido Popular español, el actual primer ministro de Suecia, Ulf Kristersson, o el exjefe de Gobierno de Austria, Sebastian Kurz, con agendas a la derecha de sus predecesores en responsabilidades partidarias, sugieren que el solapamiento entre derecha tradicional y ultraderecha podría mantenerse o acentuarse en los próximos años, a pesar de los esfuerzos en sentido contrario de figuras como Angela Merkel o la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen.

El escenario es paradójico. Los problemas económicos, sociales y de estancamiento europeos aparecen indisolublemente ligados a fenómenos globales como la pandemia, las guerras e incluso al cambio climático. Estos desafíos requieren de abordajes audaces, tanto políticos como presupuestarios, que trasciendan las soluciones puramente nacionales. En cambio, muchos votantes decidieron responder al malestar mirando más hacia adentro de cada país, con el anhelo de reconstruir un pasado que se imagina idílico, pero que no fue enterrado por la política, sino por el desarrollo de las fuerzas productivas.

La decisión del presidente de Francia, Emmanuel Macron, de llamar a elecciones legislativas anticipadas que podrían ratificar un primer ministro opositor a cargo de la política interna, es a la vez un gesto y un reconocimiento del tipo de audacia del que han adolecido la mayor parte de los espacios del centro a la izquierda ante la coyuntura, con la notable excepción de Pedro Sánchez. El francés, acaso el dirigente que mejor comprende los riesgos y desafíos que enfrenta la Unión Europea como bloque, decidió poner en manos del pueblo la opción de reconfirmar su mandato, quizás con nuevos acuerdos y propuestas reformistas, o consagrar definitivamente a la extrema derecha como una alternativa de gobierno. La corta campaña hasta las legislativas del 30 de junio permitirá confrontar frontalmente ideas y proyectos concretos, asumiendo la profundidad de la crisis que el domingo se evidenció en la cuna de los Estados de Bienestar occidentales.

*Foto: Marine Le Pen, líder de Agrupación Nacional (RN), el espacio ultraderechista que arrasó en Francia.

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Es abogado, especializado en relaciones internacionales. Hasta 2023, fue Subsecretario de Asuntos Internacionales de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Nación. Antes fue asesor en asuntos internacionales del Ministerio de Desarrollo Productivo. Escribió sobre diversas cuestiones relativas a la coyuntura internacional y las transformaciones del sistema productivo en medios masivos y publicaciones especializadas. Columnista en Un Mundo de Sensaciones, en Futurock.