Vladimir Putin y un casi amigo llamado Trump

El Presidente de los Estados Unidos admira al mandatario ruso con fervor desde la época en que quería hacer negocios en su país. Proteccionistas y conservadores, ambos comparten el desprecio por el modelo liberal.

“Nosotros no hacemos eso a nivel nacional. Pero, además, ¿realmente importa quién ha hackeado la base de datos del equipo de campaña electoral de la señora Clinton?”

Vladimir Putin respondió a las acusaciones en su clásico estilo arrogante, que combina nervios de acero con menosprecio por la palabra del otro. Esta vez se trataba de denuncias hechas en plena campaña electoral de los Estados Unidos en 2016, cuando la Casa Blanca señaló al Kremlin como responsable de la filtración de decenas de miles de correos de la entonces secretaria de Estado y candidata demócrata a la presidencia Hillary Clinton y de su equipo. El propósito, evidente, era beneficiar al candidato republicano Donald Trump.

Los documentos robados fueron divulgados en julio de ese año por WikiLeaks, la organización creada por Julian Assange que difunde información sensible y de interés público independientemente de si eso afecta a instituciones o a Estados. WikiLeaks se hizo célebre en 2010 con lo que se considera la mayor filtración de documentos secretos de la historia. En esa oportunidad, un total de 251.18745 cables y comunicaciones entre el Departamento de Estado y sus embajadas fueron entregados por la organización a varios diarios líderes del mundo.

En agosto del 2016 el jefe de campaña de Trump, Paul Manafort, renunció luego de que se hiciera público su vínculo laboral con Viktor Yanukovich, el ex presidente ucraniano derrocado dos veces por revueltas populares en su país que mantenía estrechos lazos con el Kremlin. A partir de ese momento, comenzaron a aparecer testimonios, fotos y documentos que daban cuenta de contactos entre el círculo íntimo de Donald Trump –en el que estaban incluidos su hijo y su yerno– con diversos representantes del poder político y económico ruso, esto es, autoridades y lobbistas de todo tipo. 

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Parecía que el mundo comenzaba a asistir a una ciberversión siglo XXI del célebre caso Watergate, el escándalo de espionaje que llevó a la renuncia del presidente Richard Nixon a comienzos de la década del setenta, luego de ser acusado de conspirar para obstruir la investigación de la justicia. A Nixon no lo acusaron de espionaje sino de intentar evitar la investigación.

Fue también en agosto de 2016 cuando la información de la CIA llegó a manos de Barack Obama: Vladimir Putin y el Estado ruso estaban interfiriendo en el proceso electoral estadounidense. Por su parte, el FBI ya había iniciado la investigación de posibles vínculos entre la campaña de Trump y Rusia. El presidente Obama –que nunca tuvo una buena relación con Putin, a quien suele describir/descalificar como “una persona muy reflexiva”– demoró en dar a conocer la información. Se trataba de una cuestión delicada: su conducta podría ser juzgada como partidaria, una forma de intervención política en favor de su partido. En cuanto la noticia se hizo pública, en Moscú hubo detenciones de algunos miembros de los servicios secretos y de expertos en seguridad informática que trabajaban para el FSB. En un cable, la agencia rusa Interfax señaló que los cargos a los detenidos eran “traición a su juramento y trabajar para la CIA”.

La gravedad de los hechos radicaba en la interferencia electoral y no en las acciones de espionaje: Obama mismo había sido acusado de espionaje masivo pocos años antes. Fue en 2013 cuando, “por un problema de conciencia”, el ex empleado de la CIA y de la National Security Agency (Agencia de Seguridad del Estado, NSA, por su sigla en inglés) experto en tecnología Edward J. Snowden entregó documentos altamente clasificados sobre los programas de vigilancia masiva PRISM y XKeyscore a diarios mainstream como The Guardian y The Washington Post. 

Entre otras revelaciones, la documentación probaba que los servicios de inteligencia de los Estados Unidos habían intervenido el celular de la canciller alemana Angela Merkel y que la red de espionaje se había extendido también por toda América Latina, con especial foco en Brasil, Colombia y México. Snowden, además, informó que Washington llevaba años espiando al gobierno chino. El escándalo fue sideral. Pese a que buscaron exculparlo, fue poco lo que se pudo hacer para persuadir a las audiencias acerca de que el presidente Obama era ajeno a esas acciones.

Snowden, que entonces tenía 30 años, pidió asilo en diversos países y finalmente optó por quedarse en Rusia. Llegó allí desde Hong Kong, donde se encontraba cuando estalló el escándalo y, mientras estaba en tránsito en el aeropuerto de Sheremetyevo, los Estados Unidos anularon su pasaporte. Snowden enfrenta cargos de espionaje y robo de propiedad gubernamental que podrían terminar en reclusión perpetua o en la silla eléctrica. Rusia y los Estados Unidos no tienen acuerdo de extradición.

Vive con su novia, Lindsay, en un departamento de Moscú bajo la protección del gobierno ruso, aunque su relación con Putin no es armónica. Putin nunca buscó siquiera conocerlo. “Snowden no es un delincuente. Es un hombre con coraje pero imprudente. Creo que no debería haberlo hecho. Si no le gustaba algo en el trabajo que le pidieron, simplemente debería haber renunciado”, dijo el presidente ruso. Putin declaró muchas veces que la traición es lo único que no puede perdonar. “El gobierno ruso es corrupto en muchos aspectos”, dijo Snowden al diario alemán Süddeutsche Zeitung, en pleno furor por el Mundial de Fútbol. “Los rusos son cálidos, son astutos. Su problema es su gobierno, no su pueblo.”

Aunque durante la campaña Donald Trump usó los términos más fuertes para descalificar al ex agente (mentiroso, estafador, espía, basura humana, traidor que debe ser ajusticiado) y pese a que prometió que en cuanto llegara a la Casa Blanca iba a conseguir que Putin le soltara la mano, nada de eso ocurrió. Snowden no parece ser una razón de peso suficiente como para que Trump busque un enfrentamiento con Vladimir Putin.

Trump asumió en enero de 2017 y desde el inicio de su gobierno el “Rusiagate” acaparó la atención mediática internacional. La investigación que condujo el ex director del FBI Robert Mueller durante dos años, y que llevó a juicio y a prisión a diversos funcionarios, asesores y empleados de la campaña y de la administración Trump, no tuvo resultados concluyentes en contra del presidente como para acusarlo de colusión o de obstrucción de la justicia.

“¡Acoso presidencial!” “¡Caza de brujas!”, tuiteaba escandalosamente Trump durante el tiempo que duró la investigación. El voluminoso informe de casi quinientas páginas redactado por Mueller confirmó la presencia de Rusia detrás de una operación de interferencia que tuvo dos etapas: primero, el robo de documentos de la campaña demócrata y, luego, la creación de perfiles falsos en las redes sociales para divulgar fake news, las falsas noticias con las que se influyó en el electorado. 

Pese a haber comprobado más de cien contactos entre personas cercanas a Trump y varias figuras rusas, y aun con claras pruebas de entorpecimiento de la investigación por parte de Trump, en su dictamen final el fiscal especial declaró que no había encontrado la evidencia suficiente para acusarlo de conspiración.

“Un presidente no puede ser acusado de un delito federal mientras está en el cargo. Es inconstitucional […]. Por lo tanto, no era una opción que pudiéramos considerar”, dijo Mueller poco después de entregar su informe. También aclaró que Trump no fue exonerado por el delito de obstrucción a la justicia: “Si hubiéramos tenido la confianza en que el presidente no cometió un delito, lo habríamos dicho”. Pese al revuelo y al escándalo, la justicia encontró su techo en esta causa. En 2020 Trump buscará la reelección, por lo cual las únicas maneras de juzgarlo serían un impeachment decidido por el Congreso o bien esperar a 2024, cuando la letra escrita de la Constitución ya no lo proteja.

Cada vez que lo consultan, Putin niega todas las acusaciones y asegura que Rusia no interfirió en las elecciones. “Nosotros no los hackeamos. De todos modos, quienes sean que hayan sido esos hackers, no pueden haber influido mucho en las elecciones de Estados Unidos”, minimizó durante una de las conversaciones con Oliver Stone –en el marco de la serie que reúne las charlas sobre temas diversos que mantuvieron en Rusia a lo largo de dos años–, a la vez que volvió a mostrar públicamente su simpatía por el presidente. “Nos gustaba y nos sigue gustando el presidente Trump”, reconoció.

La operación de interferencia en las elecciones estadounidenses no fue el primer ciberataque provocado por los rusos –y tampoco el último, ya que también fueron acusados de intervenir con la campaña sucia del Brexit– sino que ya en 2007 habían producido una agresión espectacular con esta modalidad.

Ese año, el gobierno de Estonia tomó la decisión de trasladar un histórico monumento, conocido como el Soldado de Bronce y ubicado en el centro de Tallin, la capital, al cementerio militar de la ciudad, en los suburbios. La escultura había sido instalada por las autoridades soviéticas en 1947 y, aunque para los estonios de habla rusa siempre representó el triunfo sobre los nazis en la Segunda Guerra, para los estonios de etnia estonia el monumento es un signo de ocupación. Para la Estonia independiente –que forma parte de la UE, al igual que los otros dos estados bálticos, Lituania y Letonia–, entre 1940 y 1991 el país estuvo ocupado ilegalmente, primero, por la URSS, luego por los nazis y después nuevamente por la URSS.

El monumento era un símbolo y objeto tanto de profanaciones como escenario de revueltas por parte de quienes abogaban por la restauración de la Unión Soviética. Ése fue el motivo que llevó al gobierno a decidir su traslado. Como respuesta a la decisión oficial hubo disturbios y saqueos en Tallin y también manifestaciones en Rusia, que incluyeron el asedio de la embajada estonia en Moscú por parte de los Nashi, la juventud putinista. Hubo, además una catarata de falsas noticias en medios rusos con el objeto de maximizar el caos. Esas informaciones aseguraban que no sólo había sido destruida la simbólica estatua sino, también, varias tumbas militares.

A fines de abril, el país comenzó a ser blanco de ciberataques que duraron semanas. Las páginas web de bancos, medios y organismos gubernamentales colapsaron debido a niveles sin precedentes de tráfico en Internet. Una ola de solicitudes electrónicas diseñadas para paralizar los servidores dejó fuera de funcionamiento organismos nacionales y empresas privadas. Redes de robots informáticos –conocidos como botnets– enviaron cantidades masivas de mensajes basura (spam) y pedidos automáticos online para saturar los servidores. Dejaron de funcionar los cajeros automáticos y los servicios online de los bancos, lo que provocó una parálisis general y caos. Dos años más tarde, los Nashi se atribuyeron aquel acto de guerra cibernética.

Esa vez los soldados estaban armados con computadoras.

Desde su llegada al poder, Putin hizo crecer su voluntad de no permitirles a sus viejos enemigos poner un pie en territorio propio. Rusia había soportado la intrusión de Europa y de los Estados Unidos en las revoluciones de colores de Georgia y Ucrania, y la gran discusión con Washington pasaba entonces por el escudo antimisiles que la Casa Blanca pretendía montar al borde de Moscú, más precisamente, en Polonia y República Checa, países que en su tiempo fueron esfera de influencia rusa y que hace años integran la UE y la OTAN.

Un año después del operativo Estonia, llegaría la guerra por los separatismos de Abjazia y Osetia del Sur en Georgia y el fuego en el terreno fue acompañado por los exitosos ataques cibernéticos. Los hackers rusos entrenaban con fotomontajes agresivos contra las autoridades pero también limitando la capacidad de comunicación del gobierno de Mijaíl Saakashvili en pleno conflicto. Aunque Georgia no era un país avanzado en materia tecnológica, la operación sirvió para mostrar el alcance que podían tener esos ataques en naciones más sofisticadas y con mayor dependencia de Internet. Económica y mucho más fácil de poner en marcha, para el Kremlin la guerra cibernética comenzó a ser una opción a la mano.

Una love story singular

El empresario Donald Trump siempre quiso hacer negocios en Rusia. Comenzó a visitar el país en 1987 y su interés creció con el tiempo. Las dificultades, en lugar de disuadirlo, encendieron sus ambiciones. La llegada de Putin al gobierno acrecentó su voluntad, a la cual añadió su admiración por el líder. Nunca pudo concretar proyectos a gran escala aunque sí recibió dinero de oligarcas rusos para sus negocios, dato relevante al que el hijo de Trump hizo referencia en más de una oportunidad. 

Uno de sus grandes contactos era el magnate inmobiliario Aras Agalarov, cabeza del Crocus Group y dueño de –entre otros negocios– el fastuoso centro comercial y de exposiciones situado junto a la MKAD, la ruta de circunvalación de Moscú, en el que año a año celebra su Feria de Multimillonarios. Por su perfil ambicioso, narcisista y megalómano, y porque siempre pretende mostrar que tiene mucho más de lo mucho que efectivamente tiene, a Agalarov lo llamaban “el Trump ruso”.

En los Estados Unidos, Trump dispuso siempre de su fortuna sin intervención alguna del Estado pero en Rusia las reglas las marca el Kremlin, que es también quien dispone quién puede hacer dinero y quién no. La mayor parte de los contratos de la empresa de Agalarov eran con el Estado y algunos más que contratos eran obligaciones, como la construcción de dos de los estadios utilizados en el Mundial, uno en Kaliningrado y otro en Rostov.

En 2007, Trump insistió en hacer negocios en Rusia y lanzó en la Feria de los Multimillonarios el vodka Trump Super Premium, que resultó un rotundo fracaso comercial. En 2013 el hijo de Agalarov, Emin, que era fan de El aprendiz, el programa de televisión de Trump, lo convenció de llevar el concurso de Miss Universo a Moscú. Además de un buen negocio, el evento podía ser una gran oportunidad de marketing para Rusia, un país que soportaba críticas incesantes por el tratamiento de las autoridades a la sociedad civil: en 2011 y 2013, grandes movilizaciones opositoras habían terminado con una ola de represión y detenciones masivas que el mundo vio por televisión y a través de las redes sociales.

Unos meses antes del concurso, Trump trasladó a Twitter su ansiedad por conocer al líder ruso: “¿Creen que Putin irá al desfile de Miss Universo en noviembre en Moscú? Y, si es así, ¿se convertirá en mi nuevo mejor amigo?”. Lo cierto es que Putin no sólo no asistió sino que tampoco recibió a Trump durante el tiempo que él estuvo en Moscú, como cuenta el británico Luke Harding en su libro Conspiración. Cómo Rusia ayudó a Trump a ganar las elecciones. 

La relación con Agalarov y su familia, en cambio, continuó y se fortaleció. El hijo músico del magnate ruso, Emin, le pidió a Trump que filmara en el Ritz-Carlton, el hotel en el que se alojaba, un video de promoción en el que Trump interpretaba su famoso rol televisivo y fingía descalificar al muchacho. Data de entonces también el sueño de Trump de construir un rascacielos que lleve su nombre, una Trump Tower en pleno Moscú. Lo confirmó el propio Emin a la revista Forbes, agregando una dosis de narcisismo familiar. Según Emin, la idea era construir dos torres, una al lado de la otra: una Torre Trump y una Torre Agalarov.

Trump nunca fue lo suficientemente duro con los rusos por las denuncias de injerencia y, además, su propio hijo estaba involucrado en la oscura trama ya que, después de negar los hechos, aceptó que enviados rusos lo habían citado para darle información secreta para desacreditar a Hillary Clinton durante la campaña. A su llegada a la Casa Blanca, Trump se propuso descongelar las relaciones entre ambos países, aunque funcionarios de su entorno, algo sorprendidos por los modos y pensamientos confusos y caprichosos del presidente, lo disuadieron.

Desde el comienzo de la saga se habló de que detrás de todo podía haber un posible chantaje de los rusos a Trump. La versión se sostenía no sólo en la experiencia de viejas prácticas de los servicios de inteligencia rusos sino que esa teoría formaba parte del Dossier Steele, un informe elaborado por el ex agente del MI6 británico Christopher Steele acerca de los intereses y las actividades de Trump en Rusia que confirmarían la operación conjunta durante la campaña electoral entre el ahora presidente de los Estados Unidos y Rusia. Allí no sólo se hablaba de “la ruta del dinero” sino también de “la ruta del sexo”. Fue recién en enero de 2017, cuando el sitio BuzzFeed divulgó este reporte, que salió a la luz un supuesto encuentro de Trump con prostitutas en la habitación de su hotel ruso, es decir, el kompromat o “material comprometido” que sería la prueba de la extorsión.

Durante ese viaje de 2013 Trump se alojó en la suite presidencial del hotel (el mismo cuarto en el que, entre otros, durmieron Barack y Michelle Obama) y, según Steele, les pagó a cinco prostitutas para practicar diferentes formas de sexo, entre ellas, la llamada “lluvia dorada”, un juego sexual fetichista que consiste en orinar sobre otra persona. En este caso, Trump se habría dedicado simplemente a observar a las mujeres orinarse entre ellas.

Durante sus caóticas conversaciones con James Comey, el ex director del FBI que llevó a cabo parte de la investigación por la supuesta injerencia rusa y fue luego despedido por Trump por negarse a jurarle lealtad, el presidente negó “la cosa de la lluvia dorada” y comentó que “lo de las putas no tiene sentido”, que su mujer, Melania, estaba muy preocupada y ansiosa (“esto ha sido muy duro para ella”) y que era parte de las fake news echadas a rodar para perjudicarlo. Sin embargo, durante una de las siete conversaciones que mantuvo con Comey confesó que Putin le había dicho: “Tenemos algunas de las putas más lindas del mundo”.

El Kremlin le bajó el precio a estos dichos. “Es un adulto y además es un hombre que durante muchos años organizó concursos de belleza. Él tiene vínculos con las mujeres más bellas del mundo. Me cuesta imaginar que corriera al hotel a encontrarse con nuestras chicas de más bajo nivel social, aun cuando, en efecto, son las mejores del mundo, por supuesto”, le respondió a la prensa un Putin auténtico que, con los años, aprendió a cuidar su lengua.

Aunque algunas afirmaciones del documento elaborado por el ex agente británico pudieron ser probadas, muchas otras no lo fueron. El Dossier Steele es descalificado por el entorno de Trump, que lo consideran un libelo pagado por la fundación de George Soros –enemigo de Putin y afín a los demócratas– con el fin de desacreditarlo.

Antes de ser presidente, Trump siempre daba a entender que se conocían bien con Putin y que tenían un cierto vínculo amistoso, pero lo cierto es que ambos hombres se conocieron personalmente recién cuando se vieron en Hamburgo, durante una reunión del G20, a mediados de 2017. Hay una foto de ese día que de algún modo refleja el lazo entre ellos. Están sentados uno al lado del otro, Trump extiende su mano derecha y en su rostro se ve el gesto de un niño que busca amigarse. Putin tiene sus codos sobre los apoyabrazos del sillón y mira la mano de Trump con un gesto que mezcla la desconfianza con el cálculo.

Trump parece admirarlo hasta la fascinación y no deja pasar oportunidad para elogiarlo; Putin agradece sus elogios. Proteccionistas y conservadores, comparten el desprecio por el modelo liberal (“el liberalismo es obsoleto”, dice Putin) y por los organismos internacionales y sus reglas (“la OTAN es obsoleta”, dice Trump).

Es imposible saber cuánto hay en esto del empresario Trump que sigue queriendo hacer buenos negocios en y con Rusia y cuánto del político que expresa admiración por el liderazgo de un colega. Sí es claro que en Trump hay deslumbramiento por un estilo de liderazgo discrecional y autócrata. Del lado de Putin, no. El historiador experto en Europa del Este Timothy Snyder lo expresa así: “Putin es en el mundo real la persona que Trump simula ser en la televisión”. 

Puede decirse que, luego de tantos años en el poder y de tener trato con tantos presidentes estadounidenses, Putin pudo ver de entrada en Trump una gran oportunidad. Con Bill Clinton compartió muy poco, ya que Clinton estaba de salida; tuvo dos períodos casi simultáneos con George Bush y dos con Obama aunque, durante la primera presidencia del demócrata, Putin tenía el cargo de primer ministro de Medvedev. Para algunos analistas, Putin parece haber advertido muy pronto que tras la aparente autoridad y dominio de la situación de Trump hay una gran confusión y que, como hombre de negocios que es, con él todo se resuelve con dinero, por lo que sólo se trata de encontrar el precio justo.

Lejos de las conductas políticas convencionales de la diplomacia interna, los Estados Unidos supieron pronto que Trump tenía mucho más respeto y hasta admiración por Putin que por su antecesor Obama, algo que Trump hizo y hace público cada vez que puede. Mientras estaba en campaña, defendía al ruso y resaltaba que era un verdadero líder, todo lo contrario de Obama, a quien descalificaba celebrando cualquier acción de Putin, aun aquellas que podían ir en contra de los propios intereses de su país o, al menos, de las directrices diplomáticas tradicionales del Departamento de Estado. Eso ocurrió con Crimea y también con el este ucraniano. De hecho, Trump se opone a seguir invirtiendo dinero en la Guerra en el Donbass, suaviza las sanciones contra algunos oligarcas rusos y se obstina en hacer regresar a Rusia al G7, pese al rechazo de la gran mayoría de los socios del bloque. “Es preferible tener a Rusia dentro de la carpa y no fuera de la carpa”, argumenta. Por ahora, nadie lo escucha.

En las pocas entrevistas que concede fuera de Rusia, Putin busca mostrar buena sintonía con Trump sin excederse en el entusiasmo, casi con una actitud condescendiente, como cuando elogió su idea del muro para detener el flujo de migrantes y drogas desde México (los mexicanos, para Putin, son una versión latina de los hombres del Cáucaso, a los que suele descalificar por las mismas razones). “La ideología liberal presupone que no hay nada que hacer, que los migrantes pueden matar, saquear y violar con impunidad porque sus derechos como migrantes deben ser protegidos, pero todo crimen debe tener su castigo. El liberalismo se ha vuelto obsoleto, ha entrado en conflicto con los intereses de la inmensa mayoría de la población” dijo en una entrevista con el Financial Times, ante una pregunta acerca de las decisiones confusas de Donald Trump. Putin parece darles clase a los periodistas cuando les advierte que el inusual comportamiento del presidente de los Estados Unidos y las medidas que toma obedecen a que entendió como nadie que la globalización no benefició a todos los ciudadanos sino a los más poderosos.

“La clase media en los Estados Unidos no se benefició con la globalización; cuando dividieron la torta, la dejaron afuera. Trump y su equipo sintieron esto y lo usaron en la campaña electoral. Ahí es donde ustedes deberían mirar para buscar las razones detrás de la victoria de Trump y no en una denuncia de interferencia extranjera”, insistió.

Este es un fragmento del libro Rusos de Putin. Postales de una era de orgullo nacional y poder implacable, Editorial Ariel, 2019.

Me recibí de licenciada en Letras en la UBA, fui docente y soy periodista desde hace 30 años. Actualmente soy la editora de Cultura de Infobae y conduzco "Vidas Prestadas" en la radio pública. Además, escribo libros como “Katrina, el imperio al desnudo”, “¿Dónde queda el Primer Mundo?” y “Rusos de Putin”.