Un viaje al centro del cagazo existencial 

La pregunta por la maternidad conlleva una implícita sobre el sentido de la vida. ¿A qué se viene al mundo si no es a cumplir el ciclo nacer-crecer-reproducirse-morir? Una posible respuesta filosófica para quienes eligen romper con el mandato.

Es habitual que a las personas que elegimos no tener hijos se nos pidan razones para no hacerlo. De algún modo, la pelota parece estar de nuestro lado de la cancha argumental. Reproducirse es un estadío de la vida con el que no estamos cumpliendo y, si bien tenemos la libertad de no hacerlo, este hecho no deja de generar cierta ansiedad social. La pregunta “¿por qué no querés tener hijos?” nunca tarda en llegar, especialmente si sos mujer. Lo que se nos demanda a quienes elegimos no tener hijos es que mostremos que nuestra vida tiene sentido, en tanto se asume implícitamente que no lo tiene.

Recordemos lo que aprendimos en el colegio sobre el ciclo biológico de la vida: nacemos, crecemos, nos reproducimos, morimos. Nacer, crecer y morir son actos involuntarios que forman parte de nuestra naturaleza orgánica. Existimos sin haberlo deseado y nos desarrollamos en líneas más o menos predecibles desde el primero hasta el último respiro. Por su parte, la reproducción no comparte el mismo estatus. Podemos saltarnos ese paso sin modificar nuestro propio ciclo vital. Si nacemos, entonces crecemos y morimos. Pero, si acaso alguien nace depende necesariamente del “si nos reproducimos”. Con lo cual, la garantía de que exista un ciclo de la vida, depende exclusivamente de la reproducción. Por lo tanto, si bien la reproducción no es inevitable, sí carga con un peso único: sostener la continuidad de la vida de la especie.

Ahora bien, por supuesto que los seres humanos no somos criaturas meramente orgánicas. Tenemos un conjunto de atributos distintivos, de los cuales algunos importan particularmente a la filosofía. El primero es la capacidad de dar sentido. La experiencia humana es una unidad de sentido y no tenemos la posibilidad de vivir por fuera de ella. Sumado a esto, también somos seres sociales. Construimos cultura, medios de supervivencia, modos y normas de convivencia, relaciones de poder, etc. Se ha dicho hasta el hartazgo: somos animales sociales. Y, en un sentido filosófico, somos animales que crean sentido en sociedad. Por último, tenemos la capacidad de producir juicios de valor sobre todo lo que acontece. Los seres humanos somos también animales morales. Animales que crean sentido en sociedad y que, además, valoran todo lo que experimentan.

“¿Cuál es el sentido de la vida?”, es la pregunta filosófica por antonomasia. El pensamiento mítico y el religioso han dotado a la vida de numerosos sentidos mágicos y trascendentes. Pero, filosóficamente hablando — es decir, racionalmente hablando — , debemos dar cuenta de que esos sentidos no son más que creaciones humanas. El pensamiento filosófico, al intentar dar cuenta del sentido de la vida, se topa constantemente con el hecho de que no existe un único sentido posible, y de que, además, todo sentido que podamos atribuirle es arbitrario por ser, precisamente, manufacturado.

En algún punto, podríamos decir que, en términos filosóficos, el sentido de la vida es que no tiene sentido. Pero también dijimos que los seres humanos no podemos vivir por fuera del sentido. ¿Cómo podría ser, entonces, que nuestra propia experiencia vital no lo tenga? Esta ambigüedad fue interpretada por la filosofía existencialista del siglo XX como el drama constituyente del ser humano, es decir, del animal que se hace la pregunta por el sentido de su propio ser.

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La filosofía existencialista sostiene que los seres humanos nos apercibimos de este drama originario a través de la angustia, una coloratura anímica particular que se caracteriza por la experimentación de una difusa sensación de vacío. La angustia, para el existencialismo, es la manifestación afectiva del sinsentido. No podemos razonar el sinsentido, pero sí podemos sentirlo en todo el cuerpo. Y estoy segura de que si llegaste hasta acá leyendo de modo comprometido, en este momento te encontrás experimentando algo de ese horror vacui que nos provoca pensar que nuestra existencia no tiene razón de ser. Como dijo Nietzsche, si te asomás a observar el abismo, él te devuelve la mirada.

El existencialismo considera que es la necesidad de eludir esta angustia la que nos hace recurrir a todo tipo de narrativas — religiosas, míticas, mágicas y también racionales — que doten a la vida de un sentido específico y reconocible. En cierto modo, dar sentido a nuestras vidas es algo no sólo terapéutico, sino indispensable si es que acaso no queremos vivir en un estado permanente de angustia, lo cual sería insostenible.

No obstante, el existencialismo considera que no da lo mismo cualquier tipo de narrativa en torno al sentido de la vida, sino solamente aquellas que son capaces de asumir que este sentido que le imprimimos al hecho de vivir es tan humano como arbitrario. Jean-Paul Sartre sostuvo que todas las posturas que invocan a determinado destino fijo del ser humano son formas de la mala fe; de un mentirnos a nosotros mismos sobre el drama original de la existencia humana. Y creo yo que el sentido que le imprimimos socialmente a la reproducción se encuentra sobredeterminado por esta mala fe.

Vivir, crecer, reproducirse, morir

La pregunta filosófica por el sentido de la reproducción cala hondo en el núcleo duro de nuestro cagazo existencial. En nuestras conversaciones corrientes sobre el tener o no tener hijos invocamos al deseo, a condicionantes médicos o socioeconómicos, y en contextos agresivos — ejem, X — solemos enredarnos en discusiones sordas en torno a por qué “está bien o mal” reproducirse como si hubiera una única respuesta posible. Pero hay un nivel más profundo que raramente llegamos a tocar, y es el del sentido de la vida humana.

Las discusiones en torno a si tener hijos o no están dadas sobre un trasfondo ideológico que pocas veces se tematiza, el de que los seres humanos existimos, presuntamente, para reproducirnos. La idea teleológica de la existencia humana — la que sostiene que la razón de ser de los seres humanos se explica en virtud de su finalidad o propósito (télos, en griego) — no pertenece únicamente al registro mítico o religioso, sino que ha impregnado el pensamiento racional, científico y de sentido común y, de alguna manera, creo, podemos encontrarla de modo implícito en el mantra naturalista que repetimos desde la escuela primaria, “nacen, crecen, se reproducen, mueren”.

Como vimos previamente, el peso que tiene la reproducción en el ciclo vital es que, si bien puede no darse, ello implica la supresión misma del ciclo de la vida, su inexistencia. Sin reproducción, no hay nacimientos, etc. También dijimos que los seres humanos somos, desde un punto de vista filosófico, seres de sentido, sociales y morales. Considero que, bajo distintos ropajes ideológicos, hemos asentado socialmente la idea de que la reproducción es la razón de ser de la vida. Y esto implica que, implícitamente, consideramos que convertirnos en madres o padres le da sentido a nuestra vida. Y este es un paso de mala fe. Porque los seres humanos no somos para reproducirnos. No es ese nuestro sentido verdadero, puesto que, en virtud de nuestro drama originario, no somos para nada. Simplemente existimos.

Si aceptan la argumentación que desarrollé hasta aquí, entonces creo que podemos estar de acuerdo en que elegir no reproducirse conlleva una valoración moral/social implícita bastante difícil de deconstruir. Si reproducirse es el sentido de la vida, una vida sin reproducción es, entonces, una vida sin sentido. Nuevamente, este es un segundo paso de mala fe que damos casi naturalmente porque los seres humanos somos juiciosos: hacemos juicios sobre todo, todo el tiempo. Es por ello por lo que, más allá de todas las capas de normativas culturales, sociales, políticas y económicas que pueda tener el hecho de la reproducción misma, esta capa de sentido existencial es una que asedia el debate sin revelarse tan claramente.

Al menos esta es la conclusión a la que llegué luego de haber participado de encendidos debates sobre la reproducción en contextos ampliamente progresistas y feministas. Aún cuando la discusión se dé entre personas que no son parte de ninguna agenda pronatalista, la carga emocional que conlleva este tipo de intercambios es indicativa de una angustia existencial que se resiste a desvelarse. Y al evadir la pregunta por el sentido de la vida humana que se juega en este debate, lo que hacemos es reproducir implícitamente la idea de que la reproducción de la vida tiene valor en sí misma, un valor que está por fuera de todo cuestionamiento posible. Creo que esto es lo que permanece en las sombras cada vez que alguien que elige no tener hijos se ve en la obligación de dar cuenta, no sólo de sus razones, sino también del hecho de que se puede tener una vida con sentido sin asumir un rol reproductivo.

Tener hijos no constituye el sentido de nuestra vida. Traer a la luz esta simple idea no sirve solamente para morigerar el impacto juicioso sobre aquellas personas que deciden no reproducirse. Sirve también para aliviar el malestar existencial de quienes quieren, pero no pueden; de quienes se reprodujeron, y no fue lo que esperaban; de quienes no saben bien qué hacer; y también de quienes encuentran un sentido existencial profundo en sus roles de madres y padres, pero consideran que ello no es todo lo que son. Vivir auténticamente, en términos existencialistas, es vivir sabiendo que somos los seres por los cuales el sentido adviene al mundo. Y que ningún sentido es más valioso que otro en sí mismo, sino sólo en virtud de nuestros proyectos vitales.

Los proyectos de vida con hijos o sin hijos son igualmente valiosos, porque no existe un valor absoluto en la reproducción. Tener hijos puede adquirir sentido en el proyecto de una vida en particular, y no en otro. Una vida puede adquirir sentido en virtud de muchas otras razones. Del trabajo, del conocimiento, de la creación, del placer, del entretenimiento, del cuidado de otras personas que no sean necesariamente nuestra descendencia, de todo eso al mismo tiempo, de muchas otras cosas más. Y esto puede parecer una verdad de Perogrullo, pero todo el punto de mi argumentación es que, justamente, no lo es.

La idea de que los seres humanos somos para reproducirnos se encuentra anquilosada en nuestro sentido común tan sólidamente que nuestra principal división social moderna es en virtud de nuestra capacidad reproductiva: antes que humanos, somos varones o mujeres. Estamos siendo testigos en nuestros días de cómo la desestabilización de ese binario enciende todo tipo de reacciones conservadoras, casi todas enraizadas en un miedo profundo a la desestabilización de un presunto “orden natural”. Porque esa desestabilización no está operando únicamente en la política sexual, que hace de la mujer un sinónimo absoluto de madre, sino también sobre el propio sentido de la vida humana.

Es por ello por lo que considero que traer al frente la pregunta por el sentido de la vida en la discusión sobre la reproducción, nos puede ayudar no solamente a entender mejor las decisiones de los demás, y reflexionar sobre las propias, sino también a recordar que las cosas son de determinado modo no porque así deban serlo, sino porque lo hemos naturalizado a lo largo del tiempo.

Doctora en Enseñanza Media y Superior en Filosofía (UBA). Investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas (SADAF/CONICET). Dicta seminarios sobre epistemología feminista y epistemología del género en distintas universidades de la Argentina y América Latina.