Un rato de una abuela y de su nieto

Entrevista realizada a Tamara Bursuck, sobreviviente del atentado a la AMIA. Este diálogo es de 2016.

Uno de mis nietos se llama Ezequiel y tenía sólo tres años cuando una bomba voló el edificio de la AMIA. Esa bomba mató a gente a la que yo conocía y a la que yo no conocía y me transformó, para siempre, en una sobreviviente. Y ser sobreviviente me impuso la responsabilidad de contar ese horror todas las veces en las que me sienta fuerte para hacerlo. No me resulta sencillo con nadie. Tampoco con un nieto, pero entiendo y siento que él necesita preguntar, quiere preguntar y debe preguntar. Me pregunta, por ejemplo, cómo se hace para vivir sabiendo de la muerte de repente. Necesito volver a decirle que él es parte de la contestación. Necesito responderle.

Mi abuela se llama Tamara y es una sobreviviente. Yo era muy chico y no me acuerdo, pero el 18 de julio de 1994 estuvo adentro del edificio de la AMIA donde explotó una bomba. Lo digo porque me lo contó ella. Una y mil veces y mil veces más, todavía hoy, yo le sigo preguntando. Le pregunto porque estuvo adentro, pero porque mi abuela es una persona para preguntarle cosas. O porque en estos días intentó entender qué es una fatalidad y digo, me digo y le digo que no comprendo cómo se hace para vivir sabiendo de la muerte de repente. Mi abuela tiene 82 años, o sea tenía 62 cuando explotó la bomba. Veinte años pasaron de un atentado que no recuerdo, pero veinte años de mi vida no hubieran sido iguales si ella no hubiera estado. Necesito preguntarle.¿Qué es irreparable?

Irreparable es la muerte. Los que murieron, murieron. Viste que cuando se muere alguien todos te dicen que siempre los vamos a recordar. Todo eso es muy lindo, pero la muerte es la muerte y es absolutamente irreparable.

Bueno, pero en la vida, afortunadamente o tristemente, existe la noción del tiempo. Al otro día, uno se levanta. Vos te levantás. A veinte años, ¿cuánto de la vida es reparable?

No se piensa todo el tiempo en los muertos. Hay momentos, hay días, hay fechas. O un olor determinado. O un ruido que suena y, de repente, te hace recordar. Los sobrevivientes, que no todos eran amigos míos, nos juntamos cada ciertas fechas. Yo siempre digo, parafraseando a Borges, no nos une el amor sino el espanto. Con algunos, no nos unía nada más que ser compañeros de trabajo, pero la vida nos juntó en algo. Afortunadamente, existe el tiempo. La vida tiene sus compensaciones.

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De las 85 víctimas, ¿ya te sabés las historias de todos?

Hay gente a la que conocí muy bien. Todo era un trato diario. Al principio, te parece terrible no saber más nada de alguien. Pero es tal el impacto que produce eso que el día en el que yo encontré mi agenda, que era una libretita nada electrónica, me puse a llorar. Era algo que me recordaba a lo de antes. O cuando encontré el libro de actas que yo usaba. Cuando lo volví a ver, sentí que era ver a alguien que recuperaba.

¿Eso estaba en el edificio?

Sí, claro, son papeles que quedaron en el medio de la explosión y que después trajeron al edificio siguiente y los tiraron en una mesa y ahí los agarramos. Esas cosas me hacían sentir que me encontraba con un antes. Porque existe un antes y un después. Nada es igual. Es muy terrible cuando vos te das cuenta de que algo que estaba vivo ya no está. Sobre todo, si es de repente. Porque cuando las personas se enferman, lamentablemente, uno se hace a la idea de que puede pasar. Esto es muy cruel. Es difícil de aprehender, hablo de aprehender con h.

¿Cómo se hace para encontrarle la vuelta a la fatalidad? Porque una bomba es inimaginable, ¿cómo te das cuenta de que es real?

Vos sabés que yo tuve dos veces cáncer. Una vez, fue antes del atentado y otra vez, después. Es terrible porque uno piensa miles de cosas, pero en el fondo uno no quiere creer que está ahí al borde. En el momento en el que explotó la bomba y se veía todo oscuro y yo sentía ese olor a amoníaco, al explosivo, y cuando sentía la casa moviéndose, cayéndose todo, en un momento determinado, yo sentí la presencia de algo tenebroso como la muerte. Es más: yo en ese momento pensé que había muerto, que eso era el tránsito. A mí no me había entrado todavía en la cabeza, pese a que mi compañera Silvina, en ese momento, gritaba “es una bomba, es una bomba”. Cuando empezás a entender, empezás a pensar en los demás. Dónde está este y lo primero que atinás es decirle a tus seres queridos que estás viva. No se piensa mucho. Es muy difícil pensar y hacerse una idea de lo que pasa. Pero nadie queda igual. Las pesadillas, los miedos y, principalmente, los ruidos. A mí los fuegos artificiales, en Navidad y en año nuevo, me ponen mal porque los ruidos son parecidos, aunque en un nivel menor.

¿Pero cuándo entendés que la bomba fue real?

Cuesta mucho. Uno espera que en cualquier momento sea un sueño o una pesadilla. Mirá, unos días después, tu papá quería que yo fuera con él a la cochería de AMIA donde estaban todos los ataúdes. Yo estaba enferma ese día porque había quedado sintiéndome mal y no lo pude acompañar y fue tu mamá. Me dijo que era insoportable ver todos los ataúdes juntos. Después, fuimos al cementerio, a Tablada, porque la tradición judía marca que treinta días después de la muerte se conmemora algo que se llama Treinta, y fui y miraba y veía debajo de esas piedras que todo era real. Era muy duro. Resulta difícil, por momentos te olvidás, por momentos tomás conciencia de la realidad. Lo que tiene de asombroso la vida es que vas ensamblando eso con lo otro y seguís viviendo. Pero nadie es igual.

A 20 años, ¿cuánto cambia la memoria?, ¿los recuerdos se siguen sintiendo igual?

Sigue igual. Además, lo conté tantas veces que no se me escapa nada. Yo tengo una sensación vívida de que fue ayer. Tengo el recuerdo de mi última conversación ahí. Yo iba a subir al cuarto piso, iba a ir a tomar un café y me llamó el Presidente para que le escribiera una carta. Esa carta me salvó porque yo no subí y, donde estuve yo, que era sobre Uriburu, porque la AMIA era un edificio angosto y largo que llegaba hasta Pasteur, se cayeron los vidrios y todo, pero justo ahí empezaba la parte que no se cayó. ¿Vos podés creer que yo me acuerdo a quién le tenía que escribir la carta y qué decir? Me acuerdo siempre.

¿A quién le escribías?

A una emisora israelí que le había hecho un reportaje al Presidente. Era para agradecerle. Nada importante. Hay detalles de los que yo nunca me olvido. Cuando salí a la calle ese día, como era 1994, todavía no había celulares por todos lados, había apenas unos movicon. Yo no me podía comunicar con nadie para decir que estaba bien y salí y me crucé con un periodista y le agarré el micrófono y dije: “Soy Tamara Scher, contacten a mis familiares” y tu mamá me escuchó. Me quedó esa imagen.

De la vida, de acá para atrás, ¿cuántos días más te acordás así, con detalles?

No me acuerdo sólo de las cosas tristes. Me acuerdo de cosas felices. De cuando nacieron ustedes. De cuando tu papá llamó y dijo simplemente Ezequiel y yo ya sabía que habías nacido. Las cosas así también te quedan. La vida se compone de cosas duras y de cosas lindas y todo se siente.

¿Cómo hace la cabeza para, a pesar de esto, seguir buscando felicidades?

Porque la vida es así. Hay que tener voluntad. Yo hice un esfuerzo y seguí. Me hace muy bien escribir. Arranqué con mis memorias, pero las dejé plantadas, aunque las voy a seguir.

¿Ese edificio que explotó tenía cosas que extrañás?

Yo fui a la escuela secundaria hebrea en ese edificio. En un baño, una vez, había encontrado una cosa escrita por una compañera mía. Eran cargadas o chistes que decían “Viva yo” o “Sin exámenes”. Cosas de chicos de cualquier colegio. Pero sí, la AMIA era un edificio emblemático y claro que tenía cosas entrañables. Era mi segunda casa en ese momento. La AMIA es una institución que fue orgullo de generaciones de judíos por todo lo que significa. Ese año, el del atentado, se celebró el centenario. Era para mí muy emocionante. Se cumplieron cien años en mayo y en julio fue la bomba.

¿Vos te pudiste acostumbrar al edificio nuevo?

Mucho no. El edificio es muy lindo, muy acogedor, muy moderno, pero le falta cierta sensación de familiareidad. Algo entrañable. Yo trabajé catorce años después del atentado, pero nunca lo sentí como mío.

Si se habría construido un edificio exactamente igual, ¿se hubiera soportado estar ahí, en los mismos pasillos, sin las víctimas?

No puedo saberlo porque no ocurrió. Supongo que sí, uno se acostumbra a todo. Uno se acostumbra a todo y, si no se acostumbra, se muere. Es la vida, no es que uno se lo propone. La vida te va llevando. Te vas acostumbrando a algo que ya no está o algo que cambió. Yo ahora pienso que los que nacieron después del 94 o ahí o un poco antes necesitan escuchar muchas veces lo que pasó acá. Es difícil de entender sin vivirlo. Hay que contar para que no se olvide. Aunque llegará el momento en el que, por todas las cosas de la historia, será una página de un libro que diga que el 18 de julio de 1994 explotó una bomba en el edificio de la AMIA.

No sólo en relación a la AMIA sino también a la dictadura o al Holocausto o a lo que sea, ¿por qué hace falta saber una tragedia?

Es como preguntarse por qué hace falta entender cualquier cosa. Es la historia. Yo creo que tenés que saber.

Pero un pibe de quince años puede venir y preguntarte por qué tengo que saber qué pasó en la AMIA, ¿qué le cambia saber?, ¿por qué hay una señora que lo cuenta en una revista?, ¿por qué hay un acto?

Si quiere, puede elegir no saber. Pero hay una cuestión que es el antisemitismo. El atentado a la AMIA fue un atentado contra la República Argentina que le hizo mucho daño a la sociedad y yo tengo un reconocimiento por todas las personas que lo sienten así, pero en el fondo de mi corazón yo estoy convencida de que fue un brutal acto antisemita. Fue a la comunidad judía a la que quisieron destruir. Uno piensa que ojalá sea algo que no tengan que ver ni mis nietos ni mis bisnietos. Lamentablemente, hoy, es algo que no puedo asegurarles.

Vos decís que nada es igual después del atentado, pero a 20 años, ¿qué cosas dejó el atentado como huella para la historia argentina?

Hay mucha gente que ha cambiado y se horroriza con lo que pasó. Otra no. Unos días después del atentado, cerca de la AMIA, tomé un taxi. La cuadra esa estaba vallada y entonces íbamos por Tucumán y el tipo que manejaba me dijo “vio cómo se la dieron a los rusos”. Y lo escuché y dos cuadras después me bajé porque no tuve el coraje de decirle todo lo que pensaba.

¿Y por qué no se lo dijiste?

Porque tuve miedo. Porque no sabía si era un antisemita o no. Hay cosas son así y van a seguir siendo así porque esto no es lo primero que les pasa a los judíos.

¿Cómo ves ahora la manera en que funcionó tu cabeza para volver a trabajar a la AMIA rápidamente?

En ningún momento pensé en dejar de trabajar ahí. Muchos se fueron, yo no. A la semana estaba ahí, el Presidente me vio, me abrazó, yo le pregunté cómo estaba y él me dijo “ahora mejor que está usted”.

¿Pero por qué se te cruzó volver tan rápido?

Porque era mi casa. No se me cruzó la idea de que yo tuviera que irme por lo que hicieron. Tampoco pensé que pudieran hacer un atentado de nuevo, tan rápido.

¿Qué te acordás de cuando volviste a entrar?

Me costó muchísimo. Un rabino muy gracioso decía: “Me están haciendo un análisis de sangre para entrar”. Te revisaban mucho. Yo volví a trabajar y todavía no se sabía la cantidad de muertos. Al día siguiente del atentado yo volví, pero me descompuse y pude volver recién la otra semana. Y ahí volver y ser revisada. Se cometían muchos errores porque los chicos de seguridad estaban obsesionados con revisar.

¿Te sentías incómoda?

Sí.

¿Pero lo sentías necesario?

Sí.

¿Pensabas en el atentado cuando te revisaban?

No, pensaba en entrar. Nunca tuve miedo estando ahí. No, una vez sí. Hubo una amenaza de bomba en Ayacucho. Un miembro de la Comisión Directiva que después fue Presidente se estaba yendo y yo le pedí que se quedara porque tenía mucho miedo. Hasta que vinieron los perros. Fue dos o tres años después.

¿Nunca pensabas en que pudiera volver a pasar?

Sabés que no…

¿Y por qué pensabas que no?

En principio, porque confiaba en la seguridad de ahí. Y después pensaba que era una cosa que tan pronto no podía volver a suceder.

Si antes del atentado te hubieran dicho que podía explotar una bomba, ¿lo hubieras creído?

Sí. No de esa magnitud. Siempre me acuerdo que en el café de enfrente había un tipo sentando tomando algo. A mí me daba miedo y se lo contaba a todos. Se reían de mí. Quizás no era nadie, quizás estaba mirando a una chica, pero a mí me daba miedo.

¿La gente pensaba que podía suceder?

No, la gente no lo creía. Es más, yo creo que si ese día decían que tomaran recaudos la gente no lo hubiera creído. Yo, una bomba así, me pareció que tanto así no puede ser. Pensaba que no podía ser, pero siempre tenía miedo de que pasara algo.

¿Hoy pensarías que puede suceder?

Es difícil de imaginar, pero hoy no me parece tan increíble que pueda pasar. Dos bombas: la de la Embajada de Israel y la de la AMIA. Yo trabajé seis años en la Embajada de Israel y cuarenta y cuatro en la de la AMIA. A mí me borraron todo. El edificio de Arroyo no está, el de Pasteur no está. La vida que pasé en esos lugares no está.

Lo que está es esta casa donde vivís.

Sí, vivo desde fines del 64, cumplimos más de 50 años acá. La única casa que no me borraron.

¿Cada 18 de julio se te vuelven a pasar por la cabeza las imágenes del atentado?

Sí. No todo el día. Siempre hay algunas cosas que me lo recuerdan. Está incorporado en mi cabeza, donde yo tengo un agujero negro.

¿En tu cabeza?

No, en el corazón. En la cabeza no. Hay dolores que quedan así. Yo puedo conmoverme con cualquier cosa que le pasa a alguien y acordarme y ponerme a llorar porque son sensibilerías mías. Pero el atentado es una cosa concreta, dura, terrible. Por supuesto que nunca me lo voy a olvidar.

¿Por qué le pusiste agujero negro?

Cuando salí de mi oficina ese día y vi que no había nada, no había escaleras, y se veían los departamentos de enfrente directamente, lo que había era un agujero negro en el medio. No había luz, no había nada. Ese agujero negro me quedó en el corazón y es el que simbólicamente asocio a mi sentimiento.

Yo no puedo entenderlo. Todo puede ser explicable, todo puede tener su punto, pero la fatalidad no tiene explicación.

Claro, de repente ya no vas a ver a este, al otro. Todos los eufemismos, todo eso de acordarse está, pero ella o él ya no están.

¿Cuánto tiempo tarda uno en darse cuenta de que todo fue real?

Te das cuenta pronto porque es la realidad.

¿Y vos te acordás de cuándo volviste a sonreírte después del atentado?

Al día siguiente o al otro fui a tu casa porque tu mamá me pidió que fuera porque tu hermano estaba preocupado y quería verme. Ahí podía disociar las cosas y jugar con tu hermano.

¿Esas cosas ayudan a seguir viviendo?

Cualquier alegría te ayuda a seguir viviendo. También la vida misma. Cuando yo tengo obligaciones prácticas para hacer, pienso en esas obligaciones y no en lo que pasó. Aun viendo el acto por la tele me acuerdo de cosas de la casa que tengo que hacer y dejo de pensar en el atentado. Es más, ahora ya no estoy pensando en esto y estoy pensando que tendría que hacerle la comida al abuelo. Así que vamos a comer.

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.