Un experimento: el pueblo canadienses sin pobreza

En los años ‘70, un pequeño poblado en Canadá hizo un experimento: le garantizó a toda su población un ingreso universal básico. La victoria conservadora interrumpió la prueba. Treinta años después, una investigadora encontró los resultados y los publicó.

El 4 de junio de 1973, el gobierno de Canadá y la provincia de Manitoba firmaron un acuerdo titulado “Agreement Concerning a Basic Annual Income Experiment Project”. El gobierno canadiense se comprometía a enviar los recursos y colaborar con la organización de un experimento hasta entonces único: un ingreso universal básico para un pueblo entero.

Experimentos similares tenían lugar en partes de Estados Unidos, como New Jersey, Pensilvania, Indiana, Carolina del Norte y (el más grande) en Seattle-Denver. Las iniciativas formaban parte de una nueva corriente que buscaba traer a las ciencias sociales la metodología experimental según las técnicas de las ciencias naturales. Economistas y sociólogos usaban la técnica experimental para responder una pregunta: ¿qué pasaría si las personas recibieran un ingreso mínimo a cambio de nada?

Los gobiernos demócratas estadounidenses de los años ´60 habían introducido nuevos programas y reformado algunos existentes para hacer frente a la pobreza: así tomaron nuevo impulso el AFDC, los cupones de alimentos y las enmiendas a la Seguridad Social de 1962 y 1965. El presidente Lyndon Johnson lanzó su Guerra contra la Pobreza y en 1964 creó la Oficina de Oportunidades Económicas.

El ingreso universal básico es una categoría amplia que incluye cualquier beneficio condicionado al nivel de ingresos, ya sea en especie o en efectivo. Una de sus formas es el impuesto negativo sobre la renta (NIT, por sus siglas en inglés). Este sistema proporciona un beneficio máximo en efectivo a familias sin otros ingresos y reduce el monto del pago a medida que la familia recibe otros ingresos, garantizándoles así un ingreso anual básico (GAI, por sus siglas en inglés).

Uno de los impulsores de este tipo de iniciativa era un economista que tal vez conozcan aunque deberán adivinar entre estas opciones: a) Karl Marx; b) John Maynard Keynes; c) Milton Friedman. Adivinaron.

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Friedman escribió en Capitalismo y libertad que el capitalismo había contribuido a generar crecimiento económico y bajar los niveles de pobreza. Pero no lo suficiente como para erradicarla. La caridad privada, decía, podía contribuir en sociedades pequeñas pero no “en grandes comunidades impersonales que están llegando a dominar cada vez más nuestra sociedad”. Friedman sostenía la necesidad de la acción gubernamental para aliviar la pobreza y establecer “un mínimo nivel de vida de cada persona en la comunidad”. Debía debatirse cómo, decía, pero había dos cosas que le parecían claras: primero, si el objetivo era aliviar la pobreza había que tener un programa dirigido a ayudar a los pobres en tanto que pobres y no por su actividad. Estaba en contra de los subsidios focalizados por ocupación o edad. Segundo, la ayuda no debería distorsionar el funcionamiento del mercado. Es que Friedman, ha llegado el momento de aclararse, no era para nada un señor de ideas comunistas. Proponía, eso sí, un ingreso mínimo garantizado por un impuesto negativo sobre la renta: “Sería posible establecer un límite por debajo del cual el ingreso neto de ningún hombre podría caer por debajo de 300 dólares. El límite preciso establecido dependería de lo que la comunidad pudiera permitirse”.

La Oficina de Oportunidades Económicas (OEO) que había establecido Johnson abogaba por el impuesto negativo a la renta. Sin embargo, tenía el contrapeso de los defensores más tradicionales de las políticas de bienestar, el Departamento de Salud, Educación y Bienestar y el de Trabajo, que argumentaban que era mejor hacer modificaciones e incrementar el presupuesto en los programas ya existentes que introducir una idea que no había sido probada. Todos los años en los que Johnson fue presidente, la OEO introducía la iniciativa y esperaba paciente e inútilmente el consenso necesario para llevarla adelante. El consenso no llegó.

Pero sí llegó Richard Nixon a la presidencia en 1969 y designó al frente del programa de la lucha contra la pobreza a alguien que conocemos todos: Donald Rumsfeld, luego conocido por ser el cerebro de la invasión a Irak de George W. Bush en 2003. Su asistente en el programa de Nixon fue otro conocido: Dick Cheney, vicepresidente de Bush hijo (¿han visto Vice? Es bárbara). Rumsfeld y Cheney, así como los ven, fueron los encargados de salvar los programas de lucha contra la pobreza pero dándoles “una dirección republicana”: experimentar antes de actuar. Y así llegamos a lo que nos importa.

Los experimentos en Estados Unidos mostraron buenos resultados. Se preguntaban si el ingreso mínimo garantizado hacía que la gente dejara de trabajar. Los experimentos mostraron que no. El impacto en el mundo del trabajo era mínimo. El sostén principal del hogar casi no reducía sus horas de trabajo y era en general el segundo sostén –las esposas– las que reducían sus horas de trabajo y volvían al mercado laboral con menos rapidez. Es decir, ellas transformaban parte del aumento del ingreso familiar en más tiempo para la producción doméstica, quedándose en casa con los recién nacidos. El tercer ingreso –en su mayoría adolescentes varones– reducían las horas de trabajo principalmente porque entraban más tarde al mercado de trabajo: se quedaban más tiempo en la educación formal. En términos puros de mercado: lo que “se perdía” en horas de trabajo se estaba ganando en formación de capital humano.

Pero pasaron dos cosas que terminaron con los experimentos. Primero, los años ’60 llegaron a su fin y con él se fue el clima de época. Nixon intentó pasar una ley que establecía una renta básica pero naufragó en el Congreso. Pero lo que le dio el tiro de gracia a los experimentos fue el resultado de uno de ellos: en los grupos que recibían el ingreso básico los divorcios se incrementaron en más del 50%. La causalidad parecía acompañar a la evidencia empírica: mujeres con un ingreso garantizado tenderían menos a soportar un matrimonio, por decirlo amablemente, no tan bueno. Sólo eso alcanzó para darle el golpe final a los experimentos de ingreso universal básico en Estados Unidos. Análisis posteriores sobre esos mismos estudios demostraron, en los años ’90, que habían sido errores estadísticos y en ningún otro experimento se encontró un efecto sobre la estabilidad matrimonial.

Llegamos entonces a Canadá, 1974. Luego de la Segunda Guerra Mundial, el país había transformado su sistema de seguridad social e implementó un sistema de seguros de salud universal en todas las provincias, con apoyo económico del Gobierno federal. La idea de un ingreso mínimo universal fue introducida por primera vez por el informe del Comité Croll en 1971. Ese mismo año, la Comisión de Quebec Castonguay-Nepveo y un estudio de la Social Security Review sugirieron esquemas similares. Sobre la base de estas propuestas, el Gobierno canadiense junto a la provincia de Manitoba se lanzó a realizar su propio experimento: el “Manitoba Basic Annual Income Experiment”, alias Mincome.

El proyecto seleccionó familias de dos lugares: Winnipeg y la comunidad rural de Dauphin, en el oeste de Manitoba. También se eligieron algunas comunidades rurales pequeñas que servían como poblaciones de control. La característica distintiva es que, a diferencia de todos los experimentos norteamericanos, aquí se contaría con un experimento de “saturación”. En Dauphin, una población de aproximadamente 10.000 habitantes, todas las familias, sin distinción, resultarían elegibles para la prueba del ingreso universal básico. Eso hacía que los resultados se pudieran evaluar en un entorno menos artificial y que se permitiera hacer un análisis de las interacciones que provocaría la política.

La iniciativa tomó la forma de un impuesto negativo sobre la renta. Una familia sin ningún ingreso de otra fuente recibiría como base el 60% del ingreso mínimo promedio, que variaba de acuerdo al tamaño de la familia. Por cada dólar recibido de otra fuente, reduciría el beneficio recibido en 50 centavos. Las familias sin ingresos que calificaban para asistencia social casi no verían diferencia en los niveles de apoyo económico recibidos. Pero para las personas que no accedían a los esquemas de ayuda tradicionales –especialmente los ancianos, los trabajadores pobres y los hombres solteros en edad de trabajar– el Mincome significó un aumento significativo en sus ingresos. Lo más importante, para un pueblo dependiente de la agricultura y con mucho empleo independiente, el Mincome ofrecía estabilidad y previsibilidad. Las familias tenían una garantía mínima ante cualquier evento del clima, una enfermedad o una baja del precio internacional de sus productos. El 30% de los habitantes de la población –unas 1.000 familias en total– recibieron cada mes un cheque en su buzón como ingreso universal básico. Según estima Rutger Bregman, en el libro Utopía para realistas, una familia de cuatro miembros recibió alrededor de 19.000 dólares al año. A cambio no debían hacer nada.

El experimento entró en dificultades rápidamente. Los pagos a las familias se ajustaban por inflación pero el presupuesto del proyecto no (acaso faltó expertise argentina para presupuestar). El aumento de la inflación y de la tasa de desempleo en los años ’70 hizo que el Gobierno federal y el provincial cambiaran sus prioridades. Hacia la mitad del experimento se cambió el enfoque original. Ya no se buscaba indagar sobre el impacto del incentivo a trabajar sino sobre los problemas administrativos derivados de una iniciativa así. Además se cambiaría el abordaje: los investigadores recopilarían los datos y los archivarían sin involucrarse en el análisis.

Aunque el experimento terminó formalmente en 1979 sólo se recogieron datos durante dos años. Ese año cambió el Gobierno federal y el regional de Manitoba por expresiones más conservadoras. Al igual que en EE.UU., el clima de ideas cambió. Terminó el experimento y las posibilidades de un ingreso universal básico en Canadá. Nadie supo bien el destino de esa información. Cajas y cajas de archivos con datos, entrevistas y relevamientos sobre las familias involucradas quedaron arrumbadas en alguna habitación canadiense.

Hasta que, en 2004, una profesora de la Universidad de Manitoba, Evelyn Forget, escuchó hablar de la existencia de esos documentos. Los buscó durante años y los encontró en 2009 en el Archivo Nacional de Canadá. “Los archivistas estaban planteándose tirarlas porque ocupaban mucho espacio y a nadie parecían interesarles”, contó Forget (cuyo apellido hace todo más bello). Allí estaban las casi mil entrevistas realizadas a las familias que formaron parte del mayor experimento de renta básica que realizó el mundo hasta la fecha. Evelyn sistematizó la información, la analizó y escribió este paper: “El pueblo sin pobreza. Los efectos sobre la salud del experimento de Ingreso Universal Básico en Canadá”.

La información de las cajas no servía, por sí misma, para una evaluación general sobre el impacto del experimento por los problemas que ya contamos. Pero Evelyn Forget, la heroína de esta historia, tuvo una gran idea. Encontró contra qué compararla. Manitoba había implementado un seguro universal de salud desde 1970 y entonces se había creado una base de datos de salud de la población, basados en casi todos los contactos médicos y hospitalarios del territorio. Así, y en un trabajo metodológico que no desarrollaremos aquí pero pueden leer en el original, Evelyn pudo evaluar algunos de los efectos que el ingreso universal básico produjo sobre la salud de los habitantes de Dauphin.

De lo poco que se había analizado, el experimento canadiense había mostrado similitudes con los norteamericanos. Los trabajadores que eran el principal sostén del hogar mantenían sus horas de trabajo pese al ingreso universal. Los otros miembros de la familia (mujeres e hijos jóvenes) usaban el ingreso para distribuir algo más de tiempo a tareas de cuidado y escolares.

En la salud de la población, sin embargo, el impacto fue llamativamente aún más positivo. Los contactos con el sistema de atención médica disminuyó un 8,5% entre los sujetos que vivían en la comunidad experimental, en comparación a los otros grupos, controlando por edad, sexo, geografía, tipo y tamaño de familia. Las hospitalizaciones, y específicamente aquellas vinculadas a accidentes y lesiones de trabajo, así como los diagnósticos de salud mental, disminuyeron entre quienes habían recibido el Mincome. Entre otras conclusiones, Forget demostró que el ingreso universal básico puede ser, además, una política de salud mucho más eficiente que la actual.

El artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre sostiene que toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios. Durante cuatro años, el pequeño pueblo de Mincome, Canadá, albergó el experimento más grande y demostró con éxito que la mayoría de los prejuicios contra un ingreso universal (su costo, su efecto sobre el “mercado laboral”) no eran más que eso. Prejuicios. En el libro Just Give Money to the Poor: The Development Revolution from the Global South, de los investigadores Joseph Hanlon, Armando Barrientos y David Hulme sobre programas de transferencia directa, hay una definición tan simple que ayuda a cerrar esta historia: “La pobreza es fundamentalmente una cuestión de falta de dinero”.

Pero no quería cerrar la historia sin poner a la renta básica universal en un lugar distinto al del combate a la pobreza. La renta universal puede ser el camino, uno de los caminos, para imaginar y luego construir otro futuro. Robert van der Veen y Philippe van Parijs escribieron, en 1986, este artículo llamado “A capitalist road to Communism”. Esperen, no se vayan.

Ahí dicen: la crítica a la renta universal es que no es sostenible a largo plazo porque la gente abandonaría el trabajo asalariado, lo que debilita el sistema impositivo que lo financia. Hemos visto en estos experimentos que no es necesariamente así. Pero, ¿y si lo fuera? Estos dos amigos dicen: de eso se trata. La renta básica es el punto de partida de una utopía programática.

Imaginémosla, nos invitan los autores. Supongamos que es posible proporcionar a todo el mundo una suma universal suficiente como para cubrir sus necesidades básicas sin que eso destruya la economía. ¿Cómo evolucionaría esa economía y el mundo del trabajo? La hipótesis de los autores es que aumentaría la tasa salarial para el trabajo poco atractivo y poco gratificante (porque nadie estaría obligado a trabajar para sobrevivir) mientras que reduciría la tasa salarial promedio para el trabajo atractivo y gratificante (ya que las necesidades fundamentales estarían cubiertas, las personas podrían aceptar trabajos de alta calidad pagados por debajo del nivel de ingreso garantizado). Esa lógica fomentaría, siguiendo el razonamiento, la innovación técnica y el cambio organizacional mejorando la calidad del trabajo. Si lo llevamos al extremo, todo el trabajo asalariado será gradualmente eliminado y el trabajo indeseado automatizado por completo.

¿Por qué? Porque los empresarios tendrían la presión de hacerlo ya que la fuerza de trabajo dejaría de ser barata. El trabajo no se automatiza del todo, hoy, dicen los autores, no por falta de desarrollo tecnológico sino porque los salarios son tan bajos que es más barato contratar humanos que máquinas. Pero, ¿y si esos trabajadores no estuvieran dispuestos a trabajar por tan poco? Alinear los incentivos, como dicen los economistas.

Quizás ese futuro no exista o quizás sea una utopía. Pero qué problema hay con que sea una utopía si para eso sirven. No voy a citar a Eduardo Galeano porque queda poco snob en esta era en la que solo se puede ser snob.

Pero diremos, con Frederic Jameson, que no hay mejor momento para volver a las utopías que este. Las utopías emergen en tiempos de la política suspendida: cuando no aparece en el horizonte un curso de acción que ofrezca la más mínima oportunidad de modificar el statu quo. Y, sin embargo, todo tipo de variaciones institucionales nos parecen imaginables. Qué mejor momento que este, dice Jameson, de hegemonía neoliberal absoluta, de pretendido cierre de la historia, para decir que sí hay otra historia posible. Para rechazar el cierre del futuro, para describir un no lugar fuera de la historia e intentar construirlo. Ese lugar una vez se llamó Dauphin.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.