The last dance que sea con Pep

Manchester City busca evitar la batalla judicial. Y Messi quiere que su último baile sea con Guardiola.

La primera sensación puede ser de dolor, pero luego, así es el fútbol, nace otra ilusión. Dolor porque se termina definitivamente una era. La de Barcelona. El equipo ideal. Acaso el mejor de la historia. “El triunfo de una pedagogía”, como lo definió el escritor mexicano Juan Villoro. Pero hacía tiempo que había muerto el Dream Team que acumuló seis títulos en 2009. Leo Messi prolongó la fiesta hasta dónde pudo. Su vigencia disimuló la debacle. La decisión de Messi es el certificado de defunción. Barcelona, que resiste, es por supuesto el primer afectado. Equipo y ciudad. Los turistas japoneses que aseguraban visita al Camp Nou y a la Sagrada Familia ahora tendrán solo a Gaudí. El segundo afectado es la Liga de España. Perdió primero a Neymar, luego a Cristiano Ronaldo y ahora se quedaría sin Messi. 

Pero si España lamenta, el fútbol, en cambio, podría renovar una ilusión. Porque Messi, según todo parece indicarlo, quiere irse pero no para disfrutar de un retiro cuenta-billetes en el Golfo Pérsico, Japón o Estados Unidos. Quiere irse para volver a juntarse con Pep Guardiola, el DT que le hizo ganar todo. Y asumir el desafío en la Premier League, la liga hoy más atractiva del mundo. Grandes cracks. Los mejores entrenadores. Técnica, fuerza y ataque. ¿Cómo no ilusionarse si se juntan el mejor jugador y el mejor DT de los últimos tiempos en la mejor liga? ¿Cómo no ilusionarse ante la decisión de Messi de salir de su zona de confort (Barcelona) y arriesgarse para intentar un cierre a toda orquesta, a la altura de lo que fue la carrera más extensa de cualquier rey en la historia del fútbol mundial?

Hasta siempre comandante

Shockeante, la noticia “Messi-Barcelona” llegó a superar al coronavirus en las búsquedas de Google. Saltó en Buenos Aires porque gente cercana a Messi anticipó la decisión del crack a un grupo de periodistas locales. El impacto fue lógico. La sorpresa no. Impacto porque Messi lleva veinte años en Barcelona. Y podía llevar la vida allí. “Acá tengo todo”, dijo en 2018. One man’s club (jugador de un solo equipo), casi insólito en estos tiempos de superagentes y codicia que fuerzan transferencias solo para generar nuevos negocios. ¿Habríamos tenido al gran Barcelona sin Messi? ¿Habríamos tenido al gran Messi sin Barcelona?

Los duros fiascos consecutivos de Champions (Roma, Liverpool y Lisboa, a cada cual peor) y el último año sin siquiera un título precipitaron la decisión, confirmada este sábado, con un nuevo burofax que avisa al club que el crack no se presentará en la vuelta a los entrenamientos. “Messi sabe un huevo de fútbol y se dio cuenta que ya en Barcelona no podía obtener lo que precisa”, dice Ramiro Martín, periodista argentino que llegó a Cataluña casi junto con Messi, autor del libro “Un genio en La Masía”. Conocida la decisión de Messi, las operaciones fueron inevitables. De uno y de otro lado. Habrá muchas más. Y Barcelona, que por supuesto no se resigna y clama razones legales, acaso aspira a unos 200 millones de euros que compensen la cláusula de rescisión que las partes habían fijado en 700 millones, cifra simbólica. Es que la “Messi-dependencia” era dentro y fuera de la cancha. Especialmente en contratos de patrocinio que, inevitable, ya no volverán a tener las mismas cifras. “Hasta siempre comandante”, despidió este fin de semana a Messi un grafiti en la Plaza Cataluña, con una imagen de Leo-Che Guevara.    

“Uno y otro lado” -lo lamentamos Barcelona- significan ante todo el futuro. Y el futuro son los dos clubes-estado del fútbol moderno, los únicos que tienen el dinero suficiente para fichar al mejor jugador del mundo. Y que pueden asumir el riesgo porque, resultados finales al margen, Messi (no hay otro como él en el mercado) les garantiza lo que más precisan: visibilidad. Hablamos de  las monarquías autocráticas de Qatar y de Abu Dhabi, dueñas del PSG francés y de Manchester City, respectivamente. Son los nuevos ricos del viejo fútbol. La política del soft power. La fuerza del “poder blando” que explota la pasión universal de la pelota. La geopolítica de dos rivales del Golfo Pérsico llevada a la cancha. La batalla de rumores que iniciaron ambos clubes apenas Messi hizo oficial la decisión tiene ganador inevitable si Leo concreta su partida: ganará el City porque allí está Guardiola. El propio Pep lo dijo bien claro en 2016: “Si algún día Messi decidiera irse de Barcelona, será él quien decida dónde ir”. Y Messi, claro, decidió irse con Pep. 

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¿No habían quedado acaso distanciados Messi y Guardiola por el desgaste del vínculo intenso y exitoso que compartieron en Barcelona (2008-12)? El tiempo cura todo. Y más todavía si ese tiempo transcurre sin la Champions, como le sucedió a ambos. Guardiola, el mejor DT del mundo, logró su última Champions en 2011. No logró repetir ni siquiera con dos de los equipos más poderosos del mundo (Bayern Munich y Manchester City). Con ambos ganó todo. Pero no la Champions. Y Messi, el mejor jugador del mundo, también siguió acumulando títulos, pero lleva cinco años sin la Champions. Demasiado tiempo para ambos. Demasiado tiempo para seguir presentándolos como los mejores. ¿Podrán hacerlo otra vez juntos? 

La inevitable debacle

Suena excesivamente lineal decir que Barcelona, más allá de errores evidentes y hasta groseros, hizo todo lo posible para echar a Messi. Elevó su contrato a cien millones de euros anuales (cincuenta para el fisco). Es el diez por ciento de su presupuesto total. Y le permitió una cláusula para irse al año, libre. Messi lo devolvió con creces. Es cierto, Barcelona dejó ir a su amigo Neymar (¿lo dejó ir? ¿No le pagaba acaso más dinero que a Messi? ¿Debería haberle pagado más aún? ¿O ficharlo otra vez tras su partida intempestiva?).

Dicen que Barcelona “no le reforzó al equipo”. ¿Pero acaso el brasileño Philippe Coutinho (costó 145 millones de euros) no venía de ser la figura del Liverpool de Jurgen Klopp? ¿Y Ousmane Dembelé (125 millones) no era sensación en Borussia Dortmund? ¿No decían que Arthur (31 millones) era el reemplazante ideal de Xavi? ¿Y los últimos 120 millones pagados por Antoine Griezmann? ¿No están entre los mejores del mundo en su puesto jugadores como Marc Ter Stegen, Gerard Piqué, Jordi Alba y Luis Suárez? ¿No tiene Barcelona el mayor presupuesto del fútbol (900 millones de euros) y no destina el 70 por ciento de ese dinero a los salarios de sus cracks? ¿Demasiado poder al vestuario?  

Por una u otra razón, los fichajes más resonantes terminaron en fracaso, igual que otros refuerzos sorprendentes y de menor peso. Y saltó luego un escándalo de espionaje interno (del club a los jugadores) que elevó la temperatura. Creo que podríamos buscar mil argumentos más. ¿Y si aceptamos, en cambio, el inevitable fin de ciclo? ¿Que fue imposible emular a un equipo que fue inigualable? ¿Y que cualquier reconstrucción, con sus aciertos y errores, queda siempre sujeta a la incertidumbre del juego y a que hay un rival con el mismo deseo de ganar? ¿Y si tanto querer cuidar a Messi podría haber terminado convirtiéndose en un búmeran para Barcelona?

Como sea, imposible cuestionar al crack que le dio treinta y cuatro (sí, 34) títulos a Barcelona. 634 goles y 310 asistencias en 731 partidos. Sin expulsiones. Si se va Messi, la suerte del presidente José María Bartomeu está echada. Es el villano Jerry Krause que despidió a Michael Jordan en la serie “The Last Dance”, el último baile del rey de la NBA con los Chicago Bulls.   

Messi, fue dicho, es para mí el mejor jugador del mundo. Juega y hace jugar. Golea y asiste. Y supo reciclarse año tras año. Con Diego Maradona y Pelé en el podio de los tres mejores de la historia (no me importa el orden). Pero, claro, no es perfecto. Lo sabemos en Argentina. El fenómeno, a veces, desnuda cierta resignación en situaciones límite. Diego duró menos pero su pico fue el Everest. Dispuesto al sacrificio para la gloria eterna, al costo que fuere (y que no fue gratis). Messi no. Es, en ese sentido, más humano. Más terrenal. No infla el pecho como Diego. Baja la cabeza. Se encierra. Y la gambeta no sale. Nunca me gustó la frase de que “el fútbol le debe a Messi un mundial”. Los mundiales se ganan. Pero sí me gustó esa otra frase que dice que “si Messi jamás gana un mundial que se jodan entonces los mundiales”. Ellos se lo habrán perdido. Nosotros no.  

La visibilidad de la pelota

Guardiola (hay que leer el libro “La metamorfosis”, de Martí Perarnau, sobre el paso de Pep en Bayern Munich) fue cambiando su juego. El City campeón de la Premier 2018-19 fue un espectáculo. Sorprendió que, en la última dura caída ante Olympique Lyon en cuartos de final de la Champions, eligiera volantes más físicos y dejara en el banco a los de mejor pie. Que priorizara el combate antes que la posesión, su tesoro eterno. Tampoco le sirvió. Recibiría ahora a un Messi diez años más viejo. Que si antes trabajaba poco para la recuperación ahora podría trabajar aún menos. Formidable estratega, sabrá encontrarle la vuelta al desafío de combinar al genio, inevitablemente impredecible, con el orden colectivo. Se necesitan. Resignarían posiciones y se esforzarían para recuperar la Champions. Difícil imaginarse otro destino.

Los abogados del City trabajan para evitar la batalla judicial y lograr un acuerdo pacífico que también satisfaga a Barcelona. Es una realidad que aceptan hasta los hinchas de Newell’s que desfilaron el viernes en caravana por Rosario al grito de “Messi es de Ñubel, al City no se va”. Un hincha lo explicó muy serio a la TV. “El país -dijo- no está preparado para que venga Messi”.   

Manchester City jamás ganó la Champions. Pero más que el título, que sería inédito e histórico, quiere la bendita visibilidad. ¿Acaso su rival Qatar no celebró como un triunfo la clasificación de PSG a la final de la Champions, aunque el título haya quedado en manos de Bayern Munich (club al que patrocina)? Qatar volverá a tener visibilidad pura con la Copa Mundial de 2022. La visibilidad y el ruido de la pelota ayudan, y mucho, en otros escenarios. El deporte como cara agradable del villano. El fútbol, generoso, ya le ha abierto sus puertas a muchos tiburones. Emiratos quiere una revancha de Qatar. Messi-Guardiola en la Premier League serían una vidriera inigualable. Una especie de aquel gran Barcelona pero “en el exilio”, como ironizó el escritor catalán Jordi Puntí. En su libro “Todo Messi”, Punti pregunta si queremos saber qué es el silencio. Y dice: “Vaya usted un día al Camp Nou y vea qué sucede cuando Leo Messi tarda en levantarse después de un foul”.

Sin Messi, el silencio del Camp Nou será  insoportable. Si no es en el Camp Nou, ojalá Leo y Pep tengan su “último baile” juntos en Manchester. El fútbol los espera. 

Soy periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribí columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajé en radios, TV, escribí libros, recibí algunos premios y cubrí nueve Mundiales. Pero mi mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobré siempre por informar.