¿Se puede exportar el manodurismo? El caso de Ecuador

El asesinato de referentes políticos ecuatorianos puso en evidencia el fracaso de un modelo que no puede frenar la espiral de crimen, drogas y desigualdad.

Cuando Fernando Villavicencio, candidato presidencial por el partido Movimiento Concertación en Ecuador, fue asesinado a tiros en plena luz del día en Quito el 9 de agosto, el mundo inmediatamente volteó la atención al país sudamericano. Aunque trágico, el crimen sorprendió a pocos. Lo que tampoco sorprendió en algunos círculos es que la estrategia de seguridad punitiva del entonces presidente Guillermo Lasso y de su antecesor Lenín Moreno, con destellos bukelistas, no estaba funcionando.

Las comparaciones con la situación en El Salvador, no son casualidad. Desde hace casi una década Ecuador atraviesa una alarmante espiral de violencia que lo llevó de ser unos de los países más pacíficos de América Latina a uno de los más sangrientos. En respuesta, Moreno, Lasso y ahora el presidente electo Daniel Noboa han buscado inspiración en líderes que proponen estrategias de mano dura extrema. Pero una combinación de factores que incluyen cocaína, corrupción arraigada, dolarización y pobreza muestran los límites de los modelos punitivos –y lo que estos modelos auguran en el largo plazo cuando no están sustentados en abordajes de seguridad que tengan en cuenta el contexto social–.

Ecuador está sumergido en una espiral de violencia. La tasa de homicidios creció 500% desde 2016, y hoy se sitúa en casi 26 por 100.000 habitantes, superando a Brasil y México. Las cifras de 2023 ya muestran que la situación continúa empeorando. Otros crímenes como los robos violentos, extorsiones y hasta decapitaciones se han disparado, así como las masacres en las prisiones. Los asesinatos de figuras públicas fueron una constante durante la campaña presidencial que llevó al empresario Noboa al poder.

La situación es tan grave que, en los medios de comunicación, los artículos de policiales ya pasaron a un segundo plano y se ubican en el último segmento de los boletines de la noche. “Ya casi no son noticia“, explicó Daniela Aguilar, periodista de investigación en Guayaquil, la segunda ciudad más grande del país, ubicada en la costa y hoy en el epicentro de la violencia. Se podría decir que cualquier persona en Ecuador conoce a alguien que sufrió un secuestro o extorsión. “Como periodista, sientes que tu trabajo termina siendo contar muertos y toneladas de droga incautada, nunca imaginamos que llegaríamos a esto”, dijo Aguilar, que trabaja en el medio independiente La Historia.

En respuesta, sucesivos gobiernos apelaron a la clásica receta manodurista: cárcel y represión a quien denuncia abusos. De hecho, la población carcelaria se triplicó desde 2000. Y algunos expertos dicen que el giro manodurista, que empezó en 2017, empeoró significativamente la violencia. Noboa, siguiendo la política de Bukele, ya propone crear nuevas mega prisiones –esta vez en contenedores de alta mar–.

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La raíz del crimen

Pero, tanto en Ecuador como en El Salvador, el estallido de la violencia tiene una raíz, una razón. Entenderla es clave para abordarla, y evitar estrategias que sólo miren al corto plazo.

Expertos en seguridad y crimen organizado dicen que una combinación de tres factores ayuda a explicar la situación actual en Ecuador (algunos se asemejan a El Salvador).

En primer lugar, el aumento de la demanda de cocaína, sobre todo en Europa, llevó a un incremento en el cultivo de su principal ingrediente, la hoja de coca, y la producción de la droga en Colombia y Perú, ambos vecinos de Ecuador. Esto, junto a la porosidad de la costa ecuatoriana y el tamaño de sus puertos crearon una oportunidad de negocio por cuyo control las organizaciones delictivas del país –a su vez subcontratistas de poderosos grupos internacionales– luchan a menudo con violencia.

Luego, la debilidad de las instituciones de control financiero y la dolarización, adoptada en el 2000, facilitan el lavado de dinero, esencial para la operación de economías ilegales. Hay más, las fuerzas de seguridad no cuentan con los recursos y la formación suficientes para hacer frente a organizaciones establecidas y con un alto poder de adaptación y resiliencia.

Por último, la crisis carcelaria, que incluye sobrepoblación (los números se triplicaron desde 2000), malas condiciones, violencia extrema, y corrupción sirvió como tierra fértil para que el crimen organizado creciera en tamaño y capacidad de influencia. A más cárceles, más crimen.

Pero las dinámicas criminales que alimentan la violencia no ocurren en un vacío. Al menos esa fue la principal conclusión del relator especial de Naciones Unidas sobre pobreza extrema y derechos humanos, Olivier De Schutter, luego de su más reciente visita a Ecuador en agosto. La pobreza, desigualdad y marginalidad, sumada a problemas estructurales de fondo como la falta de inversión en educación, infraestructura y seguridad, generan mano de obra barata para las organizaciones criminales y dejan a poblaciones sin protección ante economías ilegales como la extorsión. “Este círculo vicioso sólo podrá romperse si el país invierte más en su gente”, afirmó en un comunicado de prensa.

El experto de Naciones Unidas no es el primero en plantear la necesidad de abordar la pobreza y desigualdad como la principal estrategia para reducir la criminalidad. De hecho, el presidente argentino Alberto Fernández dijo en 2022 que “una de las causales del delito es la desigualdad”, argumentando que, en sociedades con mayor prosperidad y distribución de la riqueza, el crimen tiende a bajar.

La pregunta ocupó a analistas durante años. Un informe del Banco Mundial que analizó la situación en más de 2.000 municipalidades en México en 2014 encontró que, a pesar de que hay una multiplicidad de factores que explican las altas y bajas en las tasas de homicidio, las zonas con menor desigualdad tienden a sufrir menos crimen.

En otro análisis global, Manuel Eisner, investigador de la Universidad de Cambridge en el Reino Unido, concluyó que las razones detrás del aumento o disminución de las tasas de homicidio a nivel global están relacionadas con una serie de elementos que incluyen la efectividad del sistema de aplicación de la ley, el sistema de justicia criminal, la corrupción de las fuerzas de seguridad, el estado de las cárceles, la disponibilidad de oportunidades de rehabilitación y, claro, la desigualdad.

Regresando a Ecuador –donde la tasa de pobreza llegó al 27% en 2023 y casi el 70% de la población tiene empleos informales, con bajos ingresos y falta de seguridad social–, las zonas con mayores niveles de delito, además de ser las más estratégicas para el crimen organizado, son aquellas donde viven las poblaciones más vulnerables y marginalizadas. Además registran altos niveles de pobreza y desigualdad. Esmeralda, en el norte del país, es un claro ejemplo de esto. La provincia, que fue declarada zona especial de seguridad, reportó una tasa de homicidios de 30 por cada 100,000 habitantes, por arriba del promedio nacional y la pobreza supera el 50% con un alto coeficiente de desigualdad, según datos oficiales.

En estas zonas, pobreza y marginalidad se traducen en falta de infraestructura y servicios básicos como salud, educación y seguridad. En este contexto, las organizaciones criminales suelen tomar el espacio del estado, generando dinámicas criminales que obligan a poblaciones marginalizadas a involucrarse en el crimen. “Las organizaciones criminales han aprovechado a los pescadores, familias que viven en la precariedad y con ingresos bajísimos. Entonces (las organizaciones criminales) han reclutado muchísimos pescadores como mulas del narcotráfico, o para que abastezcan de combustible, o para que hagan parte de la cadena logística de la droga,” explica la periodista Daniela Aguilar.

Aunque la oportunidades para las organizaciones criminales son más evidentes en las zonas rurales, también han crecido en ciudades como Guayaquil, particularmente durante la pandemia de Covid-19. “Vemos niños que no pueden ir a la escuela. En Guayaquil y Durán hay decenas de escuelas que no pueden dar clases por la criminalidad, porque son sectores demasiado conflictivos y hay tiroteos y asesinatos semanales o porque las mismas escuelas han sido amenazadas por grupos de delincuencia organizada,” explica Daniela, y describe cómo, en respuesta a la ola de violencia, algunas de las escuelas están dando clases virtuales. “Pero ¿de qué sirve si una familia promedio tiene un teléfono celular y cuatro hijos? Es imposible. Entonces, vemos también que el tema de violencia está relacionado directamente con la precariedad.”

Jorge Vicente Paladines, jurista y criminólogo ecuatoriano, va más allá. Dice que, además de la reconfiguración del narcotráfico, la clave que explica el aumento de la violencia está en los diferentes modelos de Estado que Ecuador fue implementando a través de los años. Explica que mientras las políticas liberales acompañadas de desinversión pública, aumentan la criminalidad, los gobiernos que priorizaron estados de bienestar, con inversión en infraestructura, salud y educación, bajaron el impacto de la violencia. “Si hay algo que ocurre en el Ecuador es que el Estado no tiene presencia en segmentos territoriales que hoy están casi bajo la soberanía de las organizaciones criminales, donde el Estado tiene que pedir permiso para llegar. Y son jóvenes que fluctúan entre 16 y 22 años de edad que se quedaron sin acceder a la educación pública, sin oportunidades laborales, y que son reclutados forzosamente a las organizaciones criminales,” explica.

En respuesta a la ola de violencia, Ecuador recurrió a las prisiones, aumentó la población carcelaria al ritmo de la tasa de crimen. Dentro de las prisiones, hay un agente de seguridad para cada 26 personas versus un trabajador social para cada 624. Esto, dice Paladines, tiene un impacto clave en el resultado de las políticas de seguridad. “En momentos donde los estados se achican, los estados se convierten en aparatos económicos más empresariales, es decir, de menos estado, las cárceles funcionan como ese lugar donde las personas entran con una sentencia y salen con un certificado de defunción,” explica.

Las alternativas posibles

Ecuador y El Salvador no están solos en el desafío de acabar con tasas crecientes de inseguridad, al tiempo que poderosas organizaciones criminales aprovechan su capacidad de adaptación para fortalecerse y expandirse.

Los análisis que intentaron trazar comparaciones entre Ecuador actual y la Colombia de los años 1980, aun con sus enormes diferencias, plantearon un catálogo de preguntas sobre las posibles salidas sostenibles en el largo plazo a la crisis de seguridad. Ciudades en Colombia y Brasil, por ejemplo, experimentaron en el desarrollo de políticas de seguridad con participación comunitaria a la hora de abordar altas tasas de crimen violento, especialmente homicidios.

En Colombia, por ejemplo, el trabajo con comunidades que tradicionalmente dependen de economías ilícitas manejadas por organizaciones criminales cuyas dinámicas dependen del uso de la violencia y el control criminal mostró resultados prometedores. Estas iniciativas, sin embargo, dependen de inversión a largo plazo, políticas de Estado que se implementen y sostengan con el tiempo, independientemente de los cambios de gobierno.

Paladines dice que, además, la clave es apuntar a la “base social” del narcotráfico, limitar la posibilidad de las organizaciones de reclutar “mano de obra”. “La única salida factible, sostenible, democrática, ética, es trabajar sobre el reclutamiento. Entender que el problema es el reclutamiento, quitarle (a las organizaciones criminales) el poder de reclutar. ¿a quienes? A jóvenes pobres. Luchar contra esa especie de esquizofrenia mediática, porque en el noticiero se habla de la cantidad de droga incautada y 20 minutos después de la narconovela,” dice el autor de “matar y dejar matar”.

El economista Hernan Winkler, uno de los autores del informe del Banco Mundial sobre desigualdad también dice que el enfoque en las oportunidades para las juventudes –a través de la implementación de políticas sociales para los grupos más vulnerables– es clave a la hora de pensar estrategias para reducir el crimen. “Es fundamental seguir promoviendo el crecimiento económico y la implementación de políticas sociales para asistir a los hogares más vulnerables. En este sentido, es necesario mantener a los jóvenes en el mercado laboral y reducir los niveles de deserción escolar en la educación secundaria”.

El desarrollo económico, dicen los expertos, tiene que darse en un contexto de fortalecimiento institucional, con estados fuertes, donde el estado de derecho sea efectivo, se luche contra la corrupción y las estrategias de resiliencia contra el crimen organizado tengan una visión de largo plazo. Entender, al fin y al cabo, que no existen respuestas sencillas a problemas complejos — y que los abordajes punitivos al estilo Bukele no son más que respuestas de corto plato altamente riesgosas.


Este artículo es parte de un dossier especial, A lo Bukele, a cargo de Jordana Timerman. 

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Periodista especializada en derechos humanos, crimen organizado y desigualdad en América Latina.