Salarios judiciales: 700 jueces cobran dos o tres veces más que el Presidente

La crisis de credibilidad del Poder Judicial tiene que incorporar el debate por los privilegios de los magistrados.

Hace años que el Poder Judicial federal se ha convertido en un eje central del debate público. Las posturas de los principales sectores políticos son, en general, críticas con la administración de Justicia. La sociedad, por su parte, tampoco parece conforme: sólo un 19% de la población está satisfecha con la actuación judicial. Algunas apreciaciones varían: por ejemplo, mientras se la acusa de garantizar la impunidad, también se le atribuye ser una herramienta de persecución política. Otras, coinciden: la lentitud de los procesos o la desactualización tecnológica son evidentes y todos buscan revertirlas. Entre la multiplicidad de diagnósticos y recetas, sin embargo, suele prestarse muy poca atención a un factor central para explicar muchos de los déficits del Poder Judicial: los salarios.

Es cierto que han existido intentos de que los jueces paguen impuesto a las ganancias (y, como veremos, algo se ha logrado); pero, en general, no parece haber una voluntad fuerte de discutir los ingresos de quienes trabajan en la administración de justicia. Dados los costos que implica enfrentarse con el Poder Judicial, esto puede parecer una decisión política lógica. No obstante, una vez que nos enfrentamos con los datos y los analizamos, la necesidad y los beneficios de romper con privilegios judiciales son evidentes.

Veamos y pensemos algunos números. Hoy, un juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación cobra, aproximadamente, entre 3 y 3,5 millones de pesos por mes. El monto publicado en la página de la Corte revela una cifra de dos millones de pesos mensuales, pero a este número debe agregársele un 2% de antigüedad contada desde el ingreso del juez al Poder Judicial o desde la obtención de su título de abogado, más otros adicionales y algunos descuentos que varían según el caso. Los jueces de la Cámara de Casación, o de cámaras de apelaciones federales o nacionales, cobran un monto levemente menor: como estimativo, entre 2,8 millones y 3,3 millones de pesos. Los jueces de primera instancia oscilan entre los 2,5 millones y los 3 millones de pesos. En total, hay poco más de mil cargos judiciales nacionales y federales creados, aunque un porcentaje significativo está vacante, por lo que podemos estimar que hay cerca de 700 jueces, entre federales y nacionales.

Estos salarios están muy por encima del de funcionarios públicos de los otros dos poderes del Estado. Todo este grupo de jueces cobra entre dos y tres veces más que el Presidente y entre cuatro y cinco veces más que un senador nacional. Más importante todavía, estos sueldos son entre 30 y 40 veces mayores que el salario mínimo. Estos jueces cobran entre 11 y 40 veces más que un docente con jornada completa (según la provincia), cerca de diez veces más que el salario de un comisario federal y, más en general, sus sueldos son cerca de 30 veces mayores que el ingreso promedio de un trabajador registrado.


A estos valores se les suman dos datos importantes. Uno es que los cargos son vitalicios y otro que la mayoría de los judiciales no pagan impuesto a las ganancias. Sólo pagan quienes ocupan sus cargos desde 2017, a partir de una ley sancionada en 2016. La gran mayoría de los magistrados y, especialmente, de los funcionarios y empleados trabaja desde mucho antes en el Poder Judicial. Además, el cobro de este nuevo impuesto se postergó hasta 2019 a raíz de una acción presentada por la Asociación de Magistrados y Funcionarios Judiciales para disminuir el alcance del nuevo tributo, que derivó en una medida cautelar que fue aceptada en todas las instancias, hasta que la revocó la Corte Suprema.

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Aquí debemos deternos y reflexionar acerca de estas cifras. Los argumentos usuales para justificar estos montos salariales y que no se los pueda afectar a través de gravámenes o de recortes son, al menos, cuestionables. El principal es que la intangibilidad de las remuneraciones asegura la independencia judicial. Esto equivale a decir que los jueces se corromperán si no cobran salarios millonarios. Una variación del mismo razonamiento es que, si los salarios judiciales estuviesen sujetos a vaivenes dependientes de la decisión de los otros poderes, sería posible que el ajuste salarial fuera utilizado para presionar magistrados. Si bien esto es un poco más convincente, su alcance es limitado: puede explicar por qué un juez debería cobrar un salario razonable y por qué ese salario debería mantenerse relativamente estable. Pero sigue sin explicar por qué cobrar tres millones de pesos puede considerarse razonable.

Hay una razón más mundana, que encuentro algo más persuasiva, aunque suene mal. Un juez de la Corte dijo que un magistrado debería cobrar, al menos, como “un abogado de mediano éxito”. Esta lógica tiene algún sentido. La abogacía es una profesión que puede estar muy bien remunerada y puede suponerse que los jueces de la Corte Suprema y de cámaras de alta jerarquía tendrían sueldos altos si fueran abogados privados. En este sentido, si queremos seleccionar a los jueces de acuerdo con criterios de excelencia, es razonable darles una remuneración que los seduzca para ocupar esos cargos. Ahora bien, esta remuneración tiene que tener un límite, tanto porque el Estado trabaja con recursos limitados como porque pregona cierta ética y estética, si no austeridad, al menos racionalidad. A esto se suma que la remuneración no viene sola: viene con estabilidad en el cargo, jubilación de privilegio y otros beneficios. Pero, además, aun si supusieramos que un grupo muy reducido de jueces podría ganar algo similar en el sector privado a lo que percibe en la función pública, esto difícilmente se extiende a los setecientos magistrados que cobran cerca de tres millones de pesos.

De todos modos, esto es la punta del iceberg de un panorama mucho mayor y que está más lejos aún de una discusión política: las remuneraciones de los trabajadores judiciales no jueces. A medida que descendemos, la pirámide se ensancha: los sueldos bajan muy de a poco, mientras que la cantidad de funcionarios o empleados aumenta exponencialmente. El salario de un secretario es de entre un millón y medio y dos millones de pesos, aproximadamente. Lo más frecuente es que los juzgados tengan uno o dos secretarios, pero hay cámaras que pueden tener decenas, y la Corte tiene cientos. Un prosecretario administrativo, que no necesita tener, siquiera, título de abogado, cobra más de un millón de pesos. El cargo más bajo del escalafón (está en el puesto veintisiete de la escala salarial) supone un sueldo que parte de los trescientos cincuenta mil pesos pero que, con antigüedad, puede llegar hasta a duplicarse. A esta altura estamos hablando de decenas de miles de empleados. Estos sueldos son especialmente injustificables. En el caso de los jueces, más allá de lo que dijimos antes, lo cierto es que son ellos quienes firman y tienen la responsabilidad por sus decisiones. Debajo de los secretarios, los cargos ya no implican ninguna responsabilidad fuerte que justifique un salario alto. Y reparemos en que hasta quien está en el puesto veintiuno de la escala salarial (“jefe de despacho”) cobra lo mismo o más que un senador nacional. Hay, al menos, diez escalafones con sueldos mayores al del presidente. El salario más bajo (“auxiliar”) es igual o mayor al de un investigador de CONICET con máxima categoría, antigüedad y beneficio por zona desfavorable.

Los motivos para desarmar este cóctel son casi infinitos; nombraré los que más me interpelan, pero hay muchos otros y seguramente al lector se le ocurrirán mejores. En lo más obvio, está claro que, en un país con recursos limitados y cifras altas de pobreza y desempleo, el Estado no puede pagar sueldos excesivos que superen por mucho los valores del mercado. Un argumento de los judiciales suele ser: “El problema no es que cobramos mucho, es que todos deberían cobrar más”. La verdad es que nadie, no solo en el Estado, sino en el sector privado, paga setecientos mil pesos para que alguien saque fotocopias o realice trabajos burocráticos sistemáticos seis horas por día. Muchos de los recursos empleados en el Poder Judicial deberían redistribuirse o destinarse a áreas estratégicas. Otro problema que tienen los salarios de privilegio es que es esperable que los que están encargados de resolver nuestros conflictos tengan cierto contacto con la realidad social, contacto que tiende a perderse en condiciones casi aristocráticas. Luego, hay dinámicas más específicas. Los altos salarios fomentan los nombramientos de familiares, lo que exacerba el carácter sectario y aristocrático del Poder Judicial, y su alejamiento de personas de otras clases y lugares (el Poder Judicial nunca abrió los concursos públicos para cargos inferiores). Casi todos los magistrados federales tienen varios parientes en funciones judiciales. Los salarios de privilegio también desincentivan la modernización y el relevamiento generacional: una vez que alguien entra al Poder Judicial, no se quiere ir. Como los ascensos suelen ser escalonados (un cargo por vez), esto hace que personas más jóvenes y dinámicas pocas veces lleguen a puestos altos. También hay un desincentivo enorme al desarrollo de la actividad académica. En Argentina, prácticamente no hay profesores o investigadores en Derecho de tiempo completo. Es que, como vimos, es una opción en la que aun el académico más exitoso debe resignarse a cobrar lo mismo o menos que el judicial más estancado, y diez veces menos que quienes fueron sus compañeros de universidad. La falta de desarrollo en el ámbito académico, a su vez, empeora el nivel de la educación jurídica y, así, hace que el país tenga un futuro con peores abogados y jueces de los que podría tener. Un dato de color que agrava la situación: muchos abogados son profesores o publican artículos académicos porque da puntos para concursos judiciales, no por vocación. Esto baja el nivel aún más y muestra las ramificaciones perversas de los incentivos a ser judicial. Los salarios judiciales también hacen que la oferta de abogados de primer nivel sea muy limitada, dado que los mejores alumnos universitarios quieren entrar al Poder Judicial, por motivos económicos, y luego no se van. Esto, en un país cuyas esperanzas están en buena parte depositadas en el desarrollo del sector de servicios, es preocupante.

Estas son solo algunas de las consecuencias que tiene pagar sueldos desproporcionados e injustificados. La solución no es fácil, pero lo que me interesa marcar es que es disfuncional para todos los sectores políticos. A nadie le sirve dilapidar recursos, crear estructuras elefantiásicas e incentivar conductas que socavan la educación jurídica y la oferta de abogados, entre otros problemas. Si tan obsesionados estamos con los consensos, quizás, aquí podemos encontrar un primer punto.

Abogado por la UBA y LLM por la London School of Economics. Profesor de Derecho Penal en la Universidad Torcuato Di Tella.