Perú: la caída de Pedro Castillo

En 180 minutos, el presidente ensayó un autogolpe fallido, quedó detenido en la vía pública y su vice asumió como la primera mujer en el cargo. El resultado: imágenes para un cuento de García Márquez y una crisis política que se agudiza.

¡Buen día!

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Ahora sí, vamos a lo nuestro, con un tema que parece casi cantado: Perú.

Más que cantado, el tema parece fabricado por Gabriel García Márquez para uno de sus cuentos.

Me explico:

En un rango de 180 minutos, Perú va a ver cómo su presidente anuncia un autogolpe de Estado para el que no reúne ningún apoyo, por lo que rápidamente se encuentra destituido por el Congreso. Frustrado, intenta escapar del Palacio, presuntamente con destino a la Embajada de México para solicitar asilo. Luego sucede una típica escena limeña: el caos de tránsito se apodera de la ciudad y el vehículo del presidente, ya expresidente, se demora. Mientras tanto, el alto mando de la Policía se comunica con uno de sus escoltas, que le anuncia a Castillo que se encuentra detenido. La siguiente imagen lo retrata sentado en un sillón de la Prefectura, leyendo una revista, con la mirada derrotada, casi en estado de displicencia. En paralelo, el Congreso se vuelve a reunir y le toma juramento a Dina Boluarte, la compañera de fórmula de Castillo, que se convierte en la primera presidenta mujer de Perú.

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Más increíble aún es lo que sucede a la noche. Castillo queda detenido en prisión preventiva y lo mandan, como si fuese un capricho del gran guionista latinoamericano, al penal de Barbadillo, donde se encuentra Alberto Fujimori, el último dictador peruano. Castillo se convierte en el segundo preso del penal. Hasta entonces, Fujimori había tenido todo el espacio para él solo. 800 metros cuadrados compuestos por tres estancias, una biblioteca, un amplio comedor y una habitación equipada con baño y televisión. En un país con una sobrepoblación carcelaria superior al 200%, la situación es elocuente, sobre todo considerando que gobiernos como el de Humala y el del propio Castillo han intentado, sin éxito, trasladarlo. Si esto fuese un documental de non fiction en tiempo real, las cámaras deberían haberse pegado al rostro de Fujimori cuando el helicóptero de Castillo irrumpió en la prisión. Uno imagina, por lo menos, una sonrisa con aires de superación.

Es que la trama que emparenta a Fujimori y Castillo, y los hace coincidir en la noche fatídica del miércoles, en realidad los separa de manera tajante. En 1992, cuando consumó el autogolpe, Fujimori contaba con el respaldo de los militares (o al menos de una parte) y un amplio sector de la ciudadanía. Las tendencias autoritarias se mantuvieron en adelante con ocho años más de presidencia, atravesadas por una reforma constitucional y una reelección mediante voto popular. Curiosamente, Castillo repitió algunas de las fórmulas que utilizó Fujimori en su mensaje del 92. Habló de un Congreso “obstruccionista” y anunció medidas para intervenir también la justicia. Pero la imagen que acompañaba el discurso no era una postal de fortaleza: Castillo leyó de un papel que sostenía de manera precaria, las manos le temblaban y las facciones del rostro permanecían tensas, como si estuvieran disociadas del contenido que salía, atragantado, de la boca.

Todavía es motivo de debate por qué Castillo hizo lo que hizo. Ese miércoles el Congreso iba a votar, por tercera vez, una moción de vacancia. El presidente había sobrevivido a las dos primeras y todo el círculo rojo de Lima daba por descontado, al inicio del día, que sobreviviría la tercera. “Pedro Castillo se ha precipitado, no habían votos para la vacancia”, tuiteó Vladimir Cerrón, el líder de Perú Libre, el partido bajo el cual el maestro rural había llegado a la presidencia para luego distanciarse. Según la completa reconstrucción que traza el periodista Marco Sifuentes, el rumor de que podían vacarlo invadió el entorno del presidente esa misma mañana. Algunos sugerían, incluso, que la daga iba a provenir del mismo Perú Libre, hoy consumido en facciones. Pero Sifuentes también cuenta que la decisión ya había sido tomada un par de días antes, a juzgar por comentarios que emitían en privado algunos ministros.

García Márquez podría hacerse eco de otras voces que desfilaron el miércoles. Guido Bellido, quien ocupó el cargo de Primer Ministro en el primer gabinete del maestro rural, un nombramiento que provocó la primera crisis del gobierno, declaró que el presidente no recordaba haber dado el discurso cuando Bellido se comunicó con él, y que había sido “inducido”. “Urge una prueba toxicológica”, pidió por Twitter. El abogado ​​Guillermo Olivera Díaz dijo que visitó a Castillo en su reclusión y que efectivamente fue drogado. “Le dieron un agua y se sintió atontado”, aseguró. El apuntado, al parecer, se negó a hacerse el test.

Si se confirma que la decisión de Castillo fue premeditada, ya sea por él o por sus asesores, la falta de cintura política quedó al descubierto. Las fichas de dominó cayeron casi en simultáneo. Primero se distanciaron sus ministros, con renuncias en masa que incluían al responsable de Economía, el técnico Kurt Burneo, y al canciller. Luego, el procurador General y las Fuerzas Armadas publicaron comunicados en el que se separaban de la medida. Fue la condena de Dina Boluarte, por entonces vicepresidenta, la que terminó de signar el fracaso de la maniobra.

El Congreso, que igual tenía previsto reunirse, desconoció el discurso y se organizó para discutir la moción de vacancia por razones de “incapacidad moral”, la misma figura bajo la cual había intentado tumbarlo antes, pero a la que esta vez se le sumaba la disolución del Congreso (si bien es cierto que la Constitución de Perú habilita al presidente a dicha maniobra con el fin de convocar nuevas elecciones, la medida solo se permite cuando el Congreso le niega dos veces la confianza al gabinete, algo que no había ocurrido). Castillo fue destituido con 101 votos. Horas más tarde, Dina Boluarte juró como su reemplazante. Es la sexta persona en ocupar la presidencia en tan solo cuatro años.

Un final de ciclo a medida

El desenlace es inesperado, pero completa la experiencia de una gestión errática, con baches y fisuras al poco tiempo de haber comenzado. Los hechos de los últimos días confirman, si es que no estaba claro ya, que la crisis política peruana persiste. Su inicio puede situarse a principios de 2018, cuando Pedro Pablo Kuczynski renunció en el marco de una causa de corrupción y bajo el asedio de un Congreso que no controlaba.

Las elecciones que ganó de manera sorpresiva a comienzos de 2021 Pedro Castillo, un maestro rural que cobró notoriedad en una huelga de docentes pocos años antes, ilusionaba con un nuevo ciclo. Nacido en un pequeño poblado del departamento de Cajamarca, en el norte del país, su origen humilde y rural representaba para algunos una promesa de renovación para una clase política desprestigiada. Incapaz de formar un partido compuesto solamente de docentes, como se había propuesto, Castillo se unió al partido Perú Libre, abiertamente marxista-leninista, para ser candidato. Su discurso combinaba una crítica a la desigualdad social con un mensaje de mano dura y prédica ultraconservadora en cuestiones de género. Fue la gran sorpresa de la primera vuelta, en la que se impuso con poco menos del 20%, un síntoma de la fragmentación del escenario político, que también se plasmaba en el nuevo Congreso. Ganó la segunda vuelta por la mínima contra Keiko Fujimori, que desconoció el resultado y demoró la proclamación del presidente gracias a una estrategia judicial con sello trumpista.

Desfilaron casi 80 ministros en un año y medio de gestión. El primero de los cinco gabinetes expresaba la alianza amplia que había logrado tejer Castillo con la izquierda y el progresismo tras las elecciones. Pedro Franke, un exfuncionario del Banco Mundial con credenciales heterodoxas y apoyado por la centroizquierda, se hizo cargo de Economía, en lo que parecía ser un primer ensayo virtuoso. Pero fue la designación del primer ministro Guido Bellido, un hombre del riñón de Perú Libre infectado por la inexperiencia y un haber de declaraciones polémicas, lo que provocó la primera crisis.

Para el segundo gabinete (cada uno debe tener aprobación del Congreso), Castillo eligió como premier a una dirigente de centroizquierda, Mirtha Vásquez, un giro al centro que provocó el alejamiento de una parte mayoritaria de Perú Libre. Vásquez abandonó el cargo a los meses, a raíz de los primeros casos de irregularidades en las cuentas públicas y nombramientos por parte de Castillo. Luego de una experiencia breve de su tercer primer ministro –Hector Valer, también enredado en polémicas–, asumió Anibal Torres, el que más duró (10 meses). Por entonces los cargos centrales del gobierno ya eran ocupados por técnicos, algunos de ellos con más credenciales de derecha que de izquierda, y el Ejecutivo se hizo difícil de seguir y de encuadrar ideológicamente. Como contamos en este correo, los sectores financieros del país se convencieron de que ningún cambio radical –como una reforma constitucional– iba a ocurrir bajo un gobierno de Castillo. Más bien, el presidente parecía enfocado en una tarea que se reveló imposible: sobrevivir.

Antes de que el Congreso lograra vacarlo tras el autogolpe fallido, Castillo acumulaba cinco causas por corrupción y una por presunto plagio de tesis. En octubre, en un movimiento inédito, la fiscalía presentó una denuncia constitucional: lo acusaba de liderar una organización criminal desde el Estado. El maestro estaba acorralado. Ese mismo miércoles, de hecho, un exfuncionario lo había acusado de recibir dinero de manera mensual de contratistas y empresarios vinculados al Ministerio de Vivienda. Según el testimonio, Castillo había recibido más de una vez el dinero personalmente.

Aunque nunca contó con un alto apoyo ciudadano, su capital poselectoral se diluyó rápido. La última encuesta de su presidencia publicada por Ipsos revelaba que el Ejecutivo era desaprobado por el 66% de los peruanos. Es un número alto, pero sin embargo menor al que recibía el Congreso, cuyo rechazo supera el 70%. Estos dos datos sirven para entender los desafíos que recibe Boluarte, que presentó un gabinete más bien técnico, con la intención de encontrar apoyo suficiente para sobrevivir. Originalmente de Perú Libre y abiertamente de izquierda, la flamante presidenta también se alejó de la formación y carece de base propia.

Castillo, por el momento, sigue detenido. El expresidente está acusado de rebelión, mientras manifestantes en distintos lugares del país piden por su liberación (ya hay dos muertos y amenazas de militarización). Algunos peruanos se quejan en redes sociales de que las movilizaciones a favor de Castillo no llegan a la prensa de Lima, que las silencia. El reclamo más grande, sin embargo, es el del adelantamiento de las elecciones presidenciales y parlamentarias, algo que Boluarte no descarta. Es que la antipatía hacia el actual Congreso es visceral, en las protestas resuena un ya familiar que se vayan todos y el mandato recién tiene fecha de expiración en 2026.

Hace ya cinco años, por lo menos, que el sistema se las ha ingeniado para funcionar al margen de las calles. ¿Podrá ignorarlas una vez más?

La dejamos acá. Gracias por leer.

Un abrazo,

Juan

Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.