Nadie le escapa a la guillotina de Twitter

Los escraches generalmente no suceden de manera espontánea, sino que son útiles para indicar que la otra persona no tiene autoridad moral para hablar.

En los últimos días salieron a la luz tuits de hace diez años de dos integrantes de Los Pumas con comentarios xenófobos y clasistas, sin embargo la oleada de escraches se extendió a políticos, conductoras de tele, influencers y posiblemente a más personas. Pareciera que nadie resiste un archivo: se multiplican las capturas de tuits de años atrás con frases condenables, donde cada quien busca impugnar las voces que considera moralmente inválidas.

Aunque es común escuchar el grito en el cielo sobre cómo las redes sociales dan lugar a este tipo de fenómenos, lo cierto es que los escraches, la denuncia colectiva hacia una figura pública, existen desde mucho antes que se crearan las redes sociales. En espacios donde el sistema político o la Justicia no dieron respuestas a demandas comunes, estas acciones cívicas lograron cambios importantes. Tampoco son una novedad los sentimientos de cohesión y pertenencia cuando se escracha a alguien, en cualquier movilización colectiva se producen. En palabras de Zeynep Tufekci: una protesta es, como mínimo, una comunidad.

Sin embargo, sí hay características sociotécnicas específicas a las redes sociales que se llevan especialmente bien con una variante del escrache: el carpetazo. El carpetazo implica buscar información (en Twitter, tuits) vieja sobre la persona a la que se quiere escrachar, para indicar que esa persona es inmoral. Los carpetazos generalmente se dan en el contexto de una pelea mayor: no suceden espontáneamente, sino que son útiles para indicar que la otra persona no tiene autoridad moral para hablar.

La afinidad entre redes y carpetazos existe por muchas razones. En primer lugar, nunca antes produjimos tanta información pública como hoy en las redes. Para obtener valor de nuestra experiencia en Internet, tenemos que generar contenido constantemente: tuits, stories, posts, mensajes privados, logros profesionales. Esta información queda archivada y puede buscarse fácilmente. En cuestión de segundos, cualquier persona puede encontrar mis tuits públicos de cuando tenía quince años. Además, las redes sociales democratizan los carpetazos. Lo que antes era un patrimonio reservado de la inteligencia, ahora está potencialmente al alcance de cualquiera.

La consecuencia principal de crear una cantidad inmensa de contenido todo el tiempo es que es simplemente imposible seguir el rastro de lo que producimos. Si estuviésemos constantemente preguntándonos sobre las consecuencias futuras de lo que vamos a dejar escrito en piedra, sería prácticamente imposible participar en redes sociales. Para poder usar redes sociales, que es donde están nuestras amistades y donde participamos del debate público, tenemos que bajar la perilla de la ansiedad de qué va a pasar con lo que decimos y hacemos en redes. Sin embargo, la levedad con la que generamos contenido no está a la par de las consecuencias que puede tener que se reflote ese contenido: publicar un tuit cuesta poco en términos de esfuerzo, pero puede costar una vida profesional.

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Por otro lado, las plataformas existen hace mucho tiempo y mutaron mucho desde su creación. Aunque sigamos hablando de las redes sociales como un fenómeno novedoso, Twitter está online desde 2006 y Facebook desde 2004. Los usos y las normas sociales de las plataformas (es decir, lo que se puede decir y quién esperamos que vaya a leer lo que escribimos) cambiaron enormemente. Durante mucho tiempo, un lugar principal de interacción en Facebook eran los “muros” personales, una convención vieja de la web que también conocimos en Fotolog. Por esos tiempos, aunque el muro de un usuario fuera visible para toda su red de contactos, era un espacio casi privado de conversación.

Años atrás era común que entre adolescentes se escribieran en los muros, pese a verse todos los días en el colegio. Hoy esos intercambios por muro resultan incomprensibles: muchos de los mensajes parecen chistes internos. Del mismo modo, es prácticamente imposible predecir qué va a ser público y qué va a ser privado en el futuro: tal vez en unos años los posteos en grupos de Facebook sean considerados dichos públicos, y es posible que tengamos que hacernos cargo de lo que dijimos atrás. Que algo haya sido dicho “en público” en el pasado (es decir, en una cuenta de Twitter que hoy está sin candado) no significa que las pretensiones de que eso fuese público sean las mismas. No tenemos garantía de qué va a suceder con nuestro contenido en el futuro.

Sumado a eso, las plataformas nunca fueron del todo públicas o del todo privadas en su uso. Como dicen Jean Burgess y Nancy Baym en Twitter: a biography (2020), desde sus inicios se enfrentó a culturas de uso “en competencia”: por un lado, siempre fue una simple red social para decirle a nuestros amigos y amigas en qué andamos, pero también cumplió el rol de ser una plataforma de comunicación pública donde nos informamos sobre la política o las noticias. Una persona puede hacer un tuit sin plena consciencia de que ese tuit va a formar parte de un archivo que guarda una copia de todas las ideas escritas que una persona emitió desde que decidió crearse una cuenta. El rol social de una persona puede oscilar entre la vida puramente privada y la vida pública pero, salvo que los borremos, los tuits siempre van a seguir ahí.

Ahora bien, la utilidad del archivo digital de las redes para el escrache es dudosa. Históricamente, las denuncias públicas buscaron visibilizar las atrocidades públicas que el sistema dejaba pasar: por ejemplo, la impunidad de los participantes de la dictadura militar o la violencia sexual. No queda claro el interés de hurgar en el archivo para encontrar las fallas morales que una persona dejó ver en la privacidad de su círculo íntimo, especialmente cuando no tienen ninguna consecuencia pública.

Obviamente, las personas públicas tienen que rendir cuentas por las cosas que dicen en el presente, cuando sus voces sí impactan en el discurso público y en nuestra realidad. También tienen que hacerse responsables por las cosas que le hicieron en el pasado a otras personas: es distinto hacer un comentario condenable a amigos o amigas que cometer un abuso. Ahora, el escrache “porque sí”, especialmente si está motivado por probar de antemano que la otra persona es moralmente inepta, se convierte en una imitación macabra de la denuncia pública genuina. Quedan los sentimientos de cohesión y el disfrute colectivo de indignarnos colectivamente, pero dista muchísimo de ser una acción cívica que pueda llevar a cualquier tipo de cambio social.

Las denuncias colectivas cumplen un rol cívico que hoy sigue siendo importante: pedir rendición de cuentas por acciones públicas cuando la justicia tradicional no responde a esas demandas. Las redes sociales nos pueden ayudar a amplificar esos reclamos, multiplicando los mensajes y su impacto. Los carpetazos en redes sociales están muy lejos de este fin. Las redes corren constantemente la línea entre los público y lo privado, pidiéndonos que generemos información sin darnos poder sobre cómo esta información va a ser utilizada. Banalizar la denuncia pública puede llevarnos al peor escenario posible: una cultura de la vigilancia colectiva, donde nuestra voz siempre está a un paso de ser descartada en nombre de la moral.

Estudiante doctoral en Comunicación en Stanford, investigador afiliado en el MIT Civic Design Initiative.