Murió el padre del deporte espectáculo

David Stern, arquitecto de la NBA, dio el poder a los atletas, que luego exigieron su parte. Una historia de negocios, racismo y religión.

Si hablamos de basquetbol, comencemos entonces con los números: en sus treinta años de mandato (1984-2014) David Stern subió la facturación general de la NBA de 118 a 4.800 millones de dólares. Las franquicias eran 23 y costaban entre 10 y 20 millones de dólares. Hoy son 30 y cotizan a un promedio de mil millones (Chicago Bulls fue comprado en 1985 por 16 millones y Los Angeles Clippers costó en 2014 2.000 millones). El salario promedio de los jugadores creció de 250.000 a 9 millones de dólares. La TV, que entre 1979 a 1981 ni siquiera trasmitió en vivo siete juegos finales, paga ahora 2.600 millones de dólares por temporada. Fue aliada clave en el plan globalizador: los partidos llegan a más de 200 países, en más de 40 idiomas.

Y la NBA es Made in USA, pero así como brilló Manu Ginóbili, el negocio incluye hoy a 108 jugadores internacionales de 38 países. Su último campeón es un equipo de Canadá, el jugador más valioso de la temporada fue un griego de familia nigeriana, el mejor novato un esloveno, el de mayor progresión un camerunés y el mejor defensor un francés. La NBA tiene más fanáticos en China (500 millones) que personas en Estados Unidos (327 millones).

El padre de la criatura, fallecido este miércoles en Manhattan, a los 77 años, asumió en plena «Era de la cocaína», consumo que, según una encuesta de Los Angeles Times, implicaba a más del cincuenta por ciento de los jugadores de la NBA. Stern, hincha de los Knicks, crecido en una familia trabajadora de Nueva Jersey, y él recibido de abogado con posgrado en Columbia, entendió que los jugadores, las principales estrellas, iban a ser sus grandes socios globalizadores. Una NBA Entertainment alimentada de piruetas atléticas trasmitidas a todo el mundo. Larry Bird y Magic Johnson ya eran cracks, pero Stern siempre bendijo que su arribo a la NBA coincidió con el de un tal Michael Jordan. Junto con Nike Air llegaron también en 1984 Hakeem Olajuwon, Charles Barkley y John Stockton y, en la temporada siguiente, Patrick Ewing, Chris Mullin, Karl Malone y Joe Dummars. Fueron parte del célebre Dream Team que arrasó en Barcelona 92, debut de la NBA en los Juegos Olímpicos, otro capítulo clave del proyecto globalizador.

Aquel Dream Team liderado por Jordan, dijo una vez Stern, fue «festejado como una combinación del Bolshoi, la Filarmónica y los Beatles». David Copperfield-Stern predicó su magia en Davos ante empresarios y políticos. Alimentó cultura negra. Hip hop, tatuajes y ropa holgada, a lo Allen Iverson. Concientes de su rol, los jugadores-socios que mudaban el circo a Japón o a China comenzaron a exigir cada vez mayor parte del pastel. Cuando llegaron al 57 por ciento y exigieron el 60 (así lo decían al menos los números de la patronal) estalló la crisis.

Una cosa era Jordan (que según Forbes ganaba 78,3 millones anuales entre salario y publicidad). Otra el pelotón. Stern impuso topes salariales y terminó fortalecido tras las huelgas que paralizaron la NBA en 1998-99 y 2011-12. Lo hizo aún al costo de exponer su lado B. Amenazar a los jugadores diciéndoles: «sé dónde están enterrados los cuerpos porque a varios de ellos los enterré yo». Fue el día que recibió la crítica más dura de su trayectoria. Bryant Gumbel, de HBO, le dijo que se dirigía a los jugadores negros como «un moderno capataz de plantaciones». Un esclavista siglo 21.

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Stern, es cierto, sancionó a jugadores rebeldes y hasta impuso un autoritario código de vestimenta. Pero la NBA no es una plantación y los millonarios jugadores no son esclavos. Y Stern, coincidieron hasta muchos de sus principales críticos, no fue racista. Es más. Fue miembro de una organización antirracista (Nccap) y escondió en su propia casa a un abogado defensor de familias negras que eran acosadas para dejar sus viviendas en barrios que los blancos creían suyos. Su salario anual trepó a 23 millones de dólares, pero mantuvo misma vivienda, mujer y estilo de vida. En los ’90 apoyó de modo notable a Magic Johnson y su VIH positivo. Y cuando Jordan reclamó mejoras, rechazó imponerle el «cállate y juega» que exigieron otros.

Votante demócrata, Stern impuso duras multas hasta a sus propios patrones, megamillonarios dueños de franquicias, muchos de ellos republicanos, posiblemente racistas, aportantes de campaña de Donald Trump y a los que inclusive obligó a poner dinero inicialmente a pérdida para impulsar una Liga femenina (WNBA).

Cuando se fue en 2014, Stern señaló al sucesor Adam Silver, que fortaleció la fama de la NBA como territorio de libre expresión, jugadores liderados por LeBron James que salieron a jugar con camisetas de «Black Lives Matter», la campaña contra la brutalidad policial contra ciudadanos negros. Una NBA en la que LeBron y entrenadores consagrados como Greg Popovich y Steve Kerr, ambos de selección en el último Mundial, califican de «payaso», «ignorante» y «racista» al presidente de su país. Pero el nombre acaso más cuestionador para David Stern, omitido estos días en buena parte de sus necrológicas, es el de Mahmoud Abdul-Rauf. Es la estrella musulmana de los Denver Nuggets que en 1996 decidió que no quería pararse más ante el himno de Estados Unidos.

Abdul-Rauf era Chris Jackson en la Universidad Estatal de Lousiana, con una media de 30 puntos por partido. Fichado por los Denver Nuggets se convirtió en 1993 al Islam. Era figura del equipo (dos temporadas como tirador más preciso de la NBA) y ganaba 2,6 millones de dólares anuales cuando en la temporada 1995-96 decidió que el himno nacional (en Estados Unidos se sigue ejecutando antes de cada partido) no lo representaba más. Salía del vestuario cuando terminaba la canción patria. O hacía elongaciones o permanecía sentado en el banco cuando sonaba.

«No puedes estar con Dios y, al mismo tiempo, con el racismo y la opresión», le dijo a un periodista. Y estalló todo. Stern lo suspendió primero por un partido bajo la regla que exige «postura digna» ante el himno. Luego multas de 32.000 dólares. Abdul-Rauf aceptó escuchar el himno, pero con cabeza gacha y rezando. Tan concentrado que ni siquiera le aparecían los tics típicos del síndrome de Tourette que sufre desde niño. Terminó la temporada con muy buenas cifras (19,2 puntos y 6,8 asistencias), pero los Nuggets lo cedieron a Sacramento Kings, donde casi no jugó. ¿Presiones hasta que modificara su postura? Se fue en 1998. Sufrió amenazas de muerte. Pintadas de KKK en su casa, destruída por un incendio. Tenía 29 años, pero ningún otro equipo de la NBA se interesó por él. Fue a jugar a Turquía.

En 2001, Abdul-Rauf tuvo un paso fugaz por Vancouver Grizzlies. Terminó jugando en Rusia, Italia, Grecia, Arabia Saudita y Japón hasta su retiro en 2011. «Te ridiculizan y tratan de matar lo que sos, pero elegí vivir y morir con una conciencia libre y un alma libre. Y eso no tiene precio, los principios valen más que la riqueza y la fama». Abdul-Rauf vive en Atlanta, cerca de sus cinco hijos, es entrenador, da charlas en comunidades negras o musulmanas, y, pese a sus 49 años, es ídolo y una de las mejores estrellas del circuito Big3, donde siguió inclinando la cabeza y rezando «por los oprimidos» cada vez que sonaba el himno, que dejó de ejecutarse en 2018, alegando «cuestiones de tiempo». El Big3 (basquet de tres contra tres) es una de las ligas más «progres» de Estados Unidos, con cofundador afro, una mujer entrenadora y otra en la junta directiva y legalizando el cannabidiol. Dos años atrás, Rauf, lector de Gore Vidal y Noam Chomsky, entre otros, fue noticia porque lo visitó Colin Kaepernick, el jugador echado del fútbol americano porque también él decidió escuchar arrodillado el himno, en protesta por la brutalidad contra los negros.

«Temen que este tipo de ejemplos se difunda». Stern alentó a sus estrellas para hacer una Liga distinta, que excediera fronteras y aceptara diversidad. Pero terminó acaso asustado de tanto «Black Power». Puso frenos salariales y de conducta. A un árbitro corrupto como Tim Donaghy en 2007. Y a jugadores negros que subieron a la tribuna para golpear a aficionados blancos violentos, una escena inquietante para Estados Unidos (el escándalo Detroit Pistons-Indiana Pacers de 2004).

En 2019 su discurso de libre expresión encontró un límite con China, que estalló furiosa y amenazó con romper contratos cuando un dirigente de la NBA apoyó las protestas en Hong Kong. En los ’90 la censura fue propia y se llamó Mahmoud Abdul-Rauf. Un nombre que también formó parte de la era dorada del hoy admirado David Stern.

 

Es periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribió columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajó en radios, TV, escribió libros, recibió algunos premios y cubró nueve Mundiales. Pero su mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobró siempre por informar.