Los huevos del tero en el artículo 40

En 1949, Juan Domingo Perón impulsó una nueva Constitución, que fue aprobada y luego revocada por los militares de la autoproclamada “Revolución Libertadora”. ¿Era la reelección indefinida el motivo o la trama de la película estaba en otro lado?

El 16 de marzo de 1949, a las 14:20, el presidente Juan Domingo Perón juró la nueva Constitución Nacional que comenzaba a regir en la República Argentina. El texto que terminaba de escuchar el presidente, en voz del titular de la Convención Constituyente, Domingo Mercante, sostenía que la propiedad privada tenía una función social. Que, por lo tanto, estaba sometida a las obligaciones que estableciera la ley con fines de bien común. Que el capital debía estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Que, siendo la riqueza, la renta y el interés del capital frutos exclusivos del trabajo humano, la comunidad debía organizar y reactivar las fuentes de producción en forma de posibilitar y garantizar al trabajador una retribución moral y material que satisfaga sus necesidades vitales y sea compensatoria del rendimiento obtenido y del esfuerzo realizado.

No terminaba ahí.

Que la organización de la riqueza y su explotación -continuaba- tenían por fin el bienestar del pueblo. Que el Estado, mediante una ley, podría intervenir la economía y monopolizar determinada actividad, dentro de los límites de la Constitución. Que los minerales, agua, yacimientos de petróleo, carbón y gas, y las demás fuentes naturales de energía, eran propiedad imprescriptible e inalienable de la Nación. Que los servicios públicos pertenecían al Estado y no podrían ser enajenados para su explotación. Y que aquellos que se hallaban en poder de particulares serían comprados o expropiados por ley.

El ideólogo de estos artículos era el jurista Arturo Sampay. El padre de la nueva criatura, Perón. Y el abuelo, el nuevo modelo de acumulación que imperaba en la Argentina tras la crisis del modelo agroexportador: la industrialización por sustitución de importaciones. Si, como dice Kelsen, la Constitución de un país es la más elevada expresión jurídica del equilibrio de las fuerzas políticas en el momento considerado, la Constitución de 1949 fue la expresión del nuevo orden creado por la irrupción de los trabajadores a la escena pública el 17 de octubre de 1945. Y el sanatorio -juro que es la última analogía forzada en todo el texto- era el constitucionalismo social: un movimiento universal de la primera mitad del siglo XX que cristalizó en reformas las conquistas de derechos sociales.

En agosto de 1948, el Congreso sancionó la ley que declaró la necesidad de revisar y reformar la Constitución Nacional. El debate se centró en una cuestión que será importante luego. El artículo 30 de la Constitución vigente preveía el voto de las dos terceras partes de sus miembros para aprobar la necesidad de la reforma. Pero no aclaraba: ¿miembros presentes o totales? Los antecedentes jugaban a favor del oficialismo: en las reformas de 1860 y 1866, la ley de convocatoria se aprobó con dos tercios de los presentes. La ley se aprobó de esa manera, aunque parte de la oposición se retiró, al considerar ilegítima la convocatoria. En diciembre de ese año se hicieron las elecciones de convencionales constituyentes. El peronismo obtuvo el 60,9% de los votos, con una participación del 74%, lo que significaba mayoría propia en la Convención: de un total de 158, 109 convencionales le correspondían al peronismo y 49 al radicalismo. Había sido la última elección sin voto femenino.

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La Convención Constituyente se instaló en Buenos Aires y redactó una nueva Constitución Nacional entre enero y marzo. La oposición radical se retiró del debate denunciando que el objetivo era, únicamente, habilitar la reelección para Perón, prohibida en la Constitución. El resultado fue la reforma más profunda de la historia argentina. Incluyó los derechos sociales de segunda generación conquistados durante el gobierno de Juan Domingo Perón. Implicó no sólo la incorporación de herramientas y sujetos jurídicos nuevos sino también la declaración e igualdad jurídica entre el hombre y la mujer, los derechos de la niñez y la ancianidad, un sofisticado régimen de autonomía universitaria y el cambio del colegio electoral a la elección directa del presidente así como la posibilidad de su reelección indefinida. Tan profunda fue la reforma que tocó hasta el preámbulo, al que se incorporó la fórmula: “ratificando la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”, justo antes de invocar la protección de Dios.

El corazón económico de la reforma estaba en los tres artículos que citamos al principio: el 38, 39 y 40. Y, fundamentalmente, en este último. El jurista a cargo de la reforma, Arturo Sampay, había sido designado presidente de la Comisión de Estudios del Anteproyecto de Reforma y había presentado su propio proyecto, que sirvió de base a lo que se terminó aprobando. El artículo 40, columna vertebral de la reforma económica, solo puede ser leído entero para entender su dimensión:

Artículo 40. La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social. El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución. Salvo la importación y exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios. Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedad imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias. Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaran en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine. El precio por la expropiación de empresas concesionarios de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable que serán considerados también como reintegración del capital invertido.

La historia de la inclusión del artículo 40 en la Constitución es simplemente espectacular. Contribuye, además, a desarmar el mito del peronismo como un bloque homogéneo, formado por puro liderazgo y sin actores sociales con intereses dentro.

El artículo 40 fue propuesto por los sectores nacionalistas del peronismo en la Convención. Desde el inicio, significó un problema para el presidente Perón en su vínculo con las empresas concesionarias extranjeras. En El ejército y la política en la Argentina, Robert Potash relata su disconformidad y cita este cable de la embajada norteamericana que cuenta una reunión entre Perón y representantes suecos, belgas y holandeses dueños de servicios públicos en Argentina. Según el cable, estos muestran preocupación no por la potencial expropiación -que reconocen como “parte de la soberanía de un país”- sino por la última parte del artículo 40: la fórmula que establecería el precio de expropiación (“el costo de origen de los bienes afectados menos las sumas amortizadas y los excedentes sobre una ganancia razonable”). Perón les responde que ese artículo aún no ha sido aprobado, que además necesitaría una ley que lo regule, que dio la orden de eliminar algunas disposiciones objetables y que esa misma mañana su gabinete lo apoyó en esa decisión.

A partir de aquí empieza una película que, increíblemente, aún no ha sido filmada. Esta es la historia que les propongo, basada en una interpretación libre sobre un artículo de Alberto González Arzac en la revista Todo es Historia de noviembre de 1969 (no está digitalizado el artículo así que me tomé el atrevimiento de hacerlo, un servicio de #UDEV).

Esta es la película.

Es el 10 de marzo de 1949, de noche, estamos en el interior de la Quinta presidencial de Olivos. Mercante y Sampay conversan con Perón, revisan la redacción del texto. El presidente les pide que no se apruebe, así como está redactado, el artículo 40. Mercante entiende, cree que está todo dicho y está a punto de rendirse. Pero Sampay no. Le dice que es imposible. Que el artículo ya está redactado y es conocido por todos. Que los radicales, antes de retirarse de la Convención, dejaron sentada su posición a favor de la reforma de la propiedad de los servicios públicos. Que sacarlo ahora iba a tener más costos que dejarlo. Mercante no puede creer. Sabe que acaba de presenciar, posiblemente, el fin de su carrera política. Perón los mira, en silencio, tan sorprendido como ellos. Piensa. “Está bien -sonríe como solo sonríe Perón-. Prefiero pelear contra los gringos y no soportar los lenguaraces de adentro”.

Corte a Mercante y Sampay yéndose en el auto con una pequeña victoria. Saben que será pasajera y puede desvanecerse en cualquier momento. Por eso se dirigen a la casa de Mario Goizueta, el secretario de la Convención Constituyente. Le piden que reúna la Convención a la mañana siguiente, lo más temprano posible. Van a votar.

Ahora son las 8.35 de la mañana. Recinto del Congreso de la Nación. Ochenta y dos convencionales están sentados en sus bancas. Algunos sin saber bien por qué se va a votar tan rápido. La tensión recorre los pasillos y las bancas por igual. Algunos intentan averiguar qué pasó. El convencional Borlenghi comienza una cuestión de privilegio. Mercante la interrumpe y la somete a votación. Necesita ir rápido. Se hace el mediodía. Sampay, desde su banca, mira a Mercante. No faltan tantos oradores. Están por conseguirlo. Pero el rostro de Sampay se transforma. Una cortina detrás de Mercante se mueve. De ella sale Juan Duarte, el hermano de Eva Perón y secretario privado del presidente. Se acerca al oído de Mercante y le dice algo. Mercante, con un gesto de leve resignación, lo dice todo. Se acaba de caer el artículo 40 por orden del presidente de la Nación. Mercante lo mira a Sampay y le pide con un gesto de la cabeza que se retire de la banca y venga al estrado a encontrarse con Duarte.

Borges había publicado ese mismo año el libro El Aleph. Así que, en mi película, Sampay había leído esa mañana, camino al Congreso, la siguiente frase de este cuento: “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Por eso, Sampay sabe que este es su momento fundacional. Entonces se desentiende del llamado de Mercante y se da vuelta en su banca. Atrás suyo está el convencional Alberto Teisaire.

–Almirante, Duarte quiere hablar con usted.

El almirante Teisaire, ajeno, obedece. Deja su banca y se acerca hasta la presidencia, donde lo ataja Duarte. De fondo, porque son apenas unos minutos de diferencia, seguimos escuchando al convencional Martin que finaliza así su discurso: “no habrá en la tierra imperialismo ni oligarquía que nos pueda vencer”. Los aplausos siembran algo más de confusión. Mercante mira a Sampay y comprende todo. Duarte intenta explicarle al almirante Teisaire que no es a él a quien había llamado sino a Sampay. Mercante acelera y somete a votación el despacho de comisión. Héctor Cámpora pide que se vote nominalmente y Mercante accede: significa que votan uno por vez. El almirante Teisaire vuelve a su banca y se dirige a Sampay.

–A usted lo busca Juancito.

Sampay dirige, por primera vez, su vista hacia Duarte y le pide un tiempo de espera hasta que pueda votar: es uno de los últimos porque es por orden alfabético. Juan Duarte esperó tranquilo sobre el estrado de la presidencia, ignorando qué artículo se estaba votando. Luego de votar afirmativamente, Sampay se levantó apresuradamente y se dirigió a Duarte, quien le transmitió el mensaje presidencial: Perón había ordenado que no se vote el artículo 40. Sampay, sorprendido, le advirtió al emisario que se acababa de aprobar. Duarte, preocupado, lamentó haber llegado tarde. Esa misma tarde quedó aprobado el texto de la nueva Constitución Nacional.

¿Fue enteramente así? Quizás nos tomamos algunas licencias poéticas por el bien de nuestra película.

Lo que sí sabemos es que el artículo 40 se aprobó tal y como estaba redactado por Sampay. Posteriormente, en el mensaje de apertura de sesiones de ese año, en mayo de 1949, Perón sostuvo que su política para recuperar los servicios públicos sería la compra por acuerdo mutuo y la expropiación en los casos en los que no haya acuerdo, reafirmando el criterio del artículo constitucional. Incluso leyó textualmente el artículo pero obvió leer la fórmula de expropiación establecida. La jugarreta de Mercante y Sampay tuvo consecuencias en las carreras políticas de ambos.

El golpe contra Perón, en septiembre de 1955, terminó con su legado constitucional. Por primera vez en la historia argentina, un decreto militar derogó la Constitución vigente. La proclama repuso la vigencia de la Constitución de 1853 con sus reformas. Allí aparecía la primera contradicción al discurso oficial de los golpistas: si el argumento era el vicio de origen por la sanción de la ley de 1948 solo con dos tercios de los presentes, entonces las reformas de 1860 y 1866 eran igual de nulas. La autodenominada “Revolución Libertadora” convocó a un nuevo proceso constituyente para el año siguiente.

Los huevos del tero están en el artículo 40, sostuvo entonces Raúl Scalabrini Ortiz en “El artículo 40 es el bastión de la República”. El problema no era la reelección del presidente -menos en plena vigencia de una dictadura militar que no tenía pensado convocar a elecciones en el corto plazo- sino la vigencia del artículo 40. “Ni los transportes, ni la electricidad, ni el petróleo podrán enajenarse ni subordinarse al interés privado, con que se enmascara al interés extranjero, mientras permanezca en pie el artículo 40 de la Constitución Nacional”, denuncia Scalabrini Ortiz. La Revolución Libertadora habla sobre todos los males del peronismo, incluso prohíbe nombrar a Perón, pero jamás menciona el artículo 40. Está allí, “en su soledad de monolito marcando el punto preciso hasta donde puede llegar la intromisión extranjera”. Se pregunta Scalabrini: “¿no será ese silencio la mejor prueba de que es él a quien amenaza la creciente marea anticonstitucional?”

La Convención Constituyente de 1957 se eligió con el peronismo proscripto. El voto en blanco resultó la principal fuerza con el 25% de los votos. La Convención se conforma en Santa Fe y convalida la derogación de la Constitución del 49, restableciendo la vigencia de la Constitución de 1853 y sus modificatorias. Crisólogo Larralde, presidente de la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), viaja a la Convención en Santa Fe para que su sector del radicalismo aporte los votos necesarios para aprobar la sanción de algunos artículos que garanticen un piso mínimo de derechos a los trabajadores, tal como contemplaba la reforma de 1949. Se sanciona entonces lo que hoy conocemos como el artículo 14 bis. Un grupo de diputados plantea aprobar un artículo más: postular que los recursos naturales fueran “propiedad imprescindible e inalienable de la Nación” y que “los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, no pudiendo ser enajenados ni concedidos en explotación”. Un cover del artículo 40 que no pudo siquiera ser tratado: doce convencionales (once conservadores y uno del partido Cívico Independiente) se levantaron y dejaron la sesión sin quórum.

Hasta 1994, Argentina no volverá a reformar su Constitución. Contando la reforma de 1957 y el Estatuto Fundamental Temporario de 1972 (que, aunque igual de ilegítimo por ser un gobierno de facto, se dio a sí mismo carácter de constituyente) Argentina reformó su Constitución, en promedio, cada 20 años.

Este año se cumplirán 30 años desde la última vez.

*La imagen de portada fue generada con inteligencia artificial por Tomas García.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.