Las plataformas son las grandes ganadoras de la pandemia. Es hora de discutir su regulación.

Google, Facebook, Amazon y Rappi, entre otras, han ganado aún más protagonismo en nuestras vidas. Sus flancos débiles –crecimiento sin regulación e indiferencia por las leyes laborales– también aparecen con más claridad.

El confinamiento de la gente en sus casas hizo de la realidad, virtualidad, y las aplicaciones tecnológicas se volvieron aún más esenciales para vivir. Si usamos el buscador de Google ahora mismo podemos encontrar número de casos confirmados, recuperados y muertes en el lugar dónde vivimos. Es posible que mientras tanto nos llegue un meme más por WhatsApp, y quizás lo compartamos con la gente con la que estamos reunidos por Zoom. Luego de hacer un pedido por Amazon o Mercadolibre tendremos (con suerte) alcohol en gel en nuestra casa. Y gracias a Rappi no hace falta ir al supermercado ni cocinar. 

La crisis aceleró un proceso ya en marcha de crecimiento cuantitativo y cualitativo de los plataformas tecnológicas. Estas empresas no solo crecen en usuarios y en la variedad de servicios que ofrecen, sino que además se integran con el resto de los actores: Estado, otras empresas, trabajadores y consumidores. De este modo, al decir de Nick Srnicek en Capitalismo de Plataformas, se han convertido en la infraestructura de nuestra economía, nuestra política y nuestra sociedad. 

En la intermediación reside su negocio. Las plataformas registran nuestras actividades, extraen datos y los procesan para luego proveer servicios aún más adaptados a nuestras preferencias, ampliarse a más actividades y así poder extraer más datos. De este modo, no solo “capturan” nuestro comportamiento, sino que también lo moldean—basta ver cómo chateamos de forma distinta en una aplicación u otra. 

En este proceso, estas empresas intentan instalar dos ideas fundamentales. Por un lado, el fracaso de la política frente a la tecnología: donde hay un problema no hace falta un funcionario, sino una aplicación. Por el otro, la negación de la división de la sociedad en clases: cómo explicar si no que Rappi, como varias otras empresas del rubro, llame a sus trabajadores partners.

Las empresas tecnológicas colocan al Estado en un lugar sumamente contradictorio. No tiene lugar en las buenas, porque no debe regular la actividad ni cobrar impuestos, pero sí en las malas: tiene que garantizar salud, jubilación y, por qué no, un ingreso básico a los trabajadores que no son reconocidos como tales y no llegan a fin de mes. Es una trampa. Un Estado supuestamente inepto y desfinanciado, construyendo una red de contención social que, obviamente, requiere capacidad y presupuesto. 

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Repasemos a continuación qué son estas empresas, cómo tratan a sus trabajadores, y que está en juego en términos políticos. 

La realidad será transmitida

El aislamiento disparó el uso de plataformas tecnológicas. En estos días Mark Zuckerberg, fundador y CEO del gigante Facebook, anunció que el tráfico en sus aplicaciones (Facebook, WhatsApp e Instagram) había aumentado de manera exponencial, y comentó los esfuerzos que estaban haciendo para que nada se cayera. Amazon tuvo que contratar 100.000 trabajadores de almacén para cubrir el aumento de la demanda de los productos en venta en su plataforma en Estados Unidos. Y Microsoft reveló que el uso de su software para trabajar online había aumentado un 40%. Zoom pasó de ser una plataforma que usaban algunas empresas a ser un componente esencial de nuestro día. 

Esto significa que todos estamos usando aún más algo que todavía no sabemos qué es. Como aquél “esto no es una pipa” estas empresas quieren hacer creer que no son tales. Algunos ejemplos: Facebook dice no ser una empresa de noticias (aunque nos informamos por Facebook); Uber niega ser una empresa de transporte (aunque la usamos para viajar de un lugar a otro de la ciudad); y AirBnB niega ser una empresa de turismo (aunque nos hospedamos en lugares que brinda la plataforma). Esto les permite evitar regulaciones de todo tipo y seguir creciendo con pocos controles. En el mejor de los casos, estas empresas intentan huir hacia adelante: cuando ganen todo el mercado y sean un monopolio, allí van a ajustarse a la ley (para una versión cruenta de esta mentira basta ver el caso de Theranos). En el peor, cuando ganen todo el mercado, van a ser ellas las que escriban las leyes. Más allá del largo plazo—que no parece muy promisorio en estos días pandémicos—sabemos que en el corto estas empresas se niegan a funcionar bajo las reglas existentes.

De ese rechazo a someterse a las regulaciones surge el segundo problema de estas plataformas: su desdén por las leyes laborales. Estas empresas no reconocen a la mayoría de sus trabajadores como empleados, y los catalogan como autónomos. De este modo, evaden los derechos y obligaciones, o sea los costos, que afrontan todas las empresas que tienen trabajadores a su cargo.  

Los últimos serán los primeros

De aquél “esto no es una empresa” se sigue que esa persona que hace de repartidor no es un trabajador. A simple vista podríamos llegar a pensar que es cierto: no lleva un overol; no cumple horario fijo; su viejo no trabajó en la fábrica toda la vida y él no heredó el puesto. Pero sus condiciones de trabajo están fijadas y minuciosamente controladas por un empleador—que vive y vocifera en su teléfono. Eso lo convierte en un trabajador. 

El coronavirus aumentó enormemente la demanda de delivery de comida y de productos de supermercado. Esto se consigue mediante el trabajo de un repartidor—se calcula que hay alrededor de 15.000 en la Ciudad de Buenos Aires—y de un personal shopper—un puesto que ya existía, pero cuya demanda aumentó ahora en un 600% de acuerdo a las consultoras que procesan estas búsquedas. 

Mariano se presenta como héroe—“¿así nos llaman, viste?”–.  Es cierto, en las publicidades, Rappi lo llama héroe. También le manda mensajes a su teléfono diciéndole que su ciudad lo necesita. En los hechos, su trabajo es de repartidor (conocido popularmente como rappitendero) y lo hace 6 días a la semana, 8 horas por día. 

Va en moto, usualmente de noche porque hay más demanda, entonces puede llevar más pedidos –hasta tres– en un mismo viaje y así hacer más plata. Conversamos sobre lo obvio: tres pedidos de supermercado puede ser mucho peso, y por tanto, un peligro para el repartidor, sobre todo para el que va en bici. Se cobra por pedido, y la aplicación te da 30 segundos para aceptarlo o no. “La lógica es que no pienses mucho y que ejecutes. Terminás alienado”, me dijo. Sucede que no todas las empresas pagan el tiempo, por lo cual “cruzar los semáforos en rojo son $200 más”. ¿Ayudan las propinas? “Ahora hay un poco más, en general cero. La gente paga en la aplicación y creen que con eso ya está”. 

Mariano no recibió de la empresa barbijo, guantes ni alcohol en gel. Sí un mensaje que dice que hay un fondo común para gente que se contagie, aunque sin mayor detalle, y otro mensaje que dice que si te contagiás, avises. ¿A quién? A tu teléfono. Es imposible hablar con una persona, y es imposible tener un único interlocutor. Todo sucede a través de la aplicación y cada vez se trata con alguien distinto. Respecto a los recaudos que está tomando, me cuenta que lleva alcohol en gel, un rociador con alcohol y agua para limpiar los paquetes, y al llegar a su casa se saca toda la ropa y se baña. Cuando le pregunté si paró de trabajar algún día me dice que no, que tiene que pagar el alquiler y ayudar a su mamá que tiene un trabajo informal, por el cual ahora no está cobrando. No hay opción. 

Hablé también con Jorge, que trabaja de personal shopper. Pasa 8 horas al día, 6 días por semana en un supermercado, haciendo las compras para personas que están en sus respectivos hogares. Entre Jorge y esas personas está PedidosYa. La empresa paga por pedido, de modo que Jorge intenta hacer la mayor cantidad que puede. Los pedidos entran de a dos y hay un plazo de 50 minutos para cumplirlos. Con los días, Jorge conoce más el supermercado y va más rápido, pero no hay una caja especial para él, de modo que “me puedo pasar los 50 minutos ahí esperando”. Los pedidos tienen un límite de 15 productos, pero Jorge me explica que la manera de contar el producto no es siempre lineal, de modo que se puede acumular bastante peso. Esto no es un problema para él, sino para el repartidor que va a agarrar el pedido en la puerta del establecimiento y dejarlo en la puerta del cliente. 

Jorge paga su monotributo y un seguro diario a la empresa de $7.5 (que lo protege únicamente dentro del establecimiento), y se lleva aproximadamente 28.000 pesos al mes. Cuenta que la empresa al principio no dio barbijos, guantes ni alcohol en gel, pero luego sí—aunque el frasco de alcohol en gel que dieron para los 4 shoppers y el supervisor que están en el establecimiento está por acabarse y no sabe qué pasará luego. Le pregunto si tiene miedo de contagiarse, me dice lo esperable: que sí. Antes de ser personal shopper para PedidosYa, Jorge pasó por Glovo, Bip, Rappi (donde lo bloquearon por intentar organizarse con sus compañeros) y Uber (de dónde le dieron de baja por negarse a usar tarjetas de crédito). Le pregunto si alguna es mejor que otra. “Son todas iguales”. 

El mundo real

El coronavirus está sucediendo ahora en el mundo que tenemos. Este virus no solo no trae cosas buenas, sino que agrava las malas. Entre ellas, la creciente desigualdad del ingreso que caracteriza a nuestras sociedades, lo cual se traduce en desigualdad de acceso a servicios y posibilidades de consumo. En otras palabras, no alcanza la multiplicación y supuesta democratización del consumo que prometen estas plataformas, sin un equivalente en términos de educación, ingresos y protección para que eso sean para todos. 

Estas empresas no solo operan explícitamente sobre esta desigualdad: la reproducen. El 40% de los argentinos no tiene buena conexión a internet, de modo que la escala a la cual podemos acceder a todas estas plataformas—desde las que sirven para pedir comida, hasta las que permiten aprender un idioma o un deporte—varía mucho. Pero aún con el mismo acceso a internet, el uso que le damos es muy distinto. Hay un virus y tenemos que saber cómo protegernos de él, pero son los usuarios menos educados en protección de datos y desinformación los que más entregan sus datos personales y consumen fake news—incluidas noticias falsas sobre qué es el virus y cómo combatirlo. Hay un virus y los chicos no están yendo a la escuela, pero son los padres con menos tiempo libre para dedicarse a sus hijos los que van a entregarlos más rápido y más tiempo a las pantallas y la navegación guiada por algoritmos—que, de acuerdo al investigador Camille Roth, no solo pueden “leer” nuestra mente, sino también “cambiar” nuestra mente. Hay un virus y tenemos que quedarnos en casa, pero son los trabajadores que no tienen la posibilidad de elegir quienes van a tener que salir de todos modos. 

Esto es algo que los innovadores desdeñan explícitamente. En Estados Unidos está estudiado que los empresarios tecnológicos tienen preferencias distintas al resto de las élites económicas: mientras que son más progresistas en asuntos socio-culturales como derechos de las minorías o apertura a la migración, están aún más en contra de la intervención estatal. Incluso, aunque están más a favor de la redistribución de ingresos, se oponen más a impuestos y regulación—posiblemente porque es más fácil ser generoso con dinero ajeno. 

En Argentina, para botón de muestra local, basta consultar alguna de las entrevistas a Marcos Galperín, fundador y CEO de Mercado Libre. En ellas suele sostener que para bajar la pobreza hay que crear empleo formal, cambiando leyes pero sin bajar costos, e inmediatamente después alabar la Ley de Software —que bajó costos laborales e impuestos a las ganancias—y quejarse de la conflictividad sindical.

El futuro posible

¿Por dónde se sale? Históricamente, las experiencias de redistribución de ingresos en regímenes democráticos y con economías de mercado sucedieron a partir de actores organizados—partidos progresistas, y/o sindicatos fuertes y/o coaliciones entre empleadores y trabajadores—negociando. Hoy no va a ser distinto. Las empresas no darán el brazo a torcer, sin una contraparte que lo fuerce—trabajadores organizados y un Estado que esté a la altura. 

En efecto, los trabajadores de estas plataformas no se han quedado quietos, a pesar de que el esfuerzo es muy cuesta arriba. Pero estas empresas llevan adelante prácticas anti-sindicales extremadamente agresivas, no solo en Argentina, sino en todo el mundo. Si Google, esa empresa que presume de ser cool, ha sido inflexible con trabajadores (calificados y formales) que han intentado organizarse o apenas difundir sus derechos, hay poco que esperar del resto de las empresas y cómo van a tratar a aquellos que ni siquiera reconocen como trabajadores. Amazon estuvo en la lupa hace poco por la difusión de un video donde enseña a los supervisores de sus almacenes a detectar a aquellos vulnerables a la sindicalización. 

Sin embargo, en todo el mundo y también en Argentina, los trabajadores oponen resistencia. Frente a una patronal centralizada y que todo lo ve, los trabajadores se organizan. En octubre de 2018 la Asociación de Personal de Plataformas (APP), se inscribió en la Secretaría de Trabajo de la Nación constituyéndose en el primer sindicato para trabajadores y trabajadoras de aplicaciones digitales del continente. El día 22 de abril de 2020, en plena pandemia, los trabajadores de plataformas en nuestro país se sumaron a un paro internacional denunciando la conocida precariedad del sector, la falta de protección durante esta crisis sanitaria y reclamando un aumento salarial del 100 por ciento. Si no es ahora que los consideramos héroes, ¿cuándo?

El Estado también ha respondido con vehemencia frente a empresas que creen que pueden reescribir las leyes. Contra la idea de un futuro convergente alrededor del mundo, la experiencia comparada muestra que diferentes países—e incluso ciudades—han respondido de diferentes modos a las empresas de plataforma. Lejos de recibirlas con alfombra roja, los gobiernos intentan adaptar las nuevas actividades y servicios a las regulaciones existentes, o negociar y consensuar nuevas vías. El gobierno local de Nueva York, por ejemplo, dejó entrar solamente a un Uber que se adaptó a la regulación existente para vehículos de alquiler e incluso decidió re-regular en su contra a fines de 2018, limitando la cantidad de autos y estableciendo un salario mínimo para los conductores. En varias otras ciudades de Estados Unidos se está discutiendo ahora cuál es el status de los trabajadores de estas plataformas. Los proyectos de ley que las empresas resisten, allá y acá, varían en cómo catalogar a esos trabajadores, pero coinciden en la necesidad de que estos tengan los derechos y beneficios que les corresponden. 
La pandemia mostró con bastante claridad los límites de la salvación individual. Por las redes circula un tuit que se burla astutamente de los que se dedicaron a acumular grandes cantidades de alcohol en gel para consumo personal: para salvarme no alcanza con tener mis manos limpias, sino que necesito que los que están a mi alrededor también las tengan desinfectadas. Los trabajadores de estas empresas precisan lo mismo que el resto de los trabajadores formales: un salario digno, salud y acceso a una jubilación. Lo que está en disputa es quién lo va a pagar.

Soy economista (UBA) y Doctora en Ciencia Política (Cornell University). Me interesan las diferentes formas de organización de las economías, la articulación entre lo público y lo privado y la relación entre el capital y el trabajo, entre otros temas. Nací en Perú, crecí en Buenos Aires, estudié en Estados Unidos, y vivo en Londres. La pandemia me llevó a descubrir el amor por las plantas y ahora estoy rodeada de ellas.