La vía islandesa a la salida de la crisis

El 9 de abril de 2011, el pueblo de Islandia volvió a rechazar hacerse cargo de la deuda que dejaron los bancos al quebrar.

El 9 de abril de 2011, Islandia dijo por segunda vez que no a esta pregunta:

La ley 13/2011 autoriza al Ministro de Finanzas a ratificar los acuerdos firmados en Londres el 8 de diciembre de 2010, con respecto a la responsabilidad de reembolso del Fondo de Garantía de Depositantes e Inversores a los gobiernos británico y holandés por los costos de pago de seguro mínimo a depositantes en sucursales de Landsbanki Íslands hf. en Gran Bretaña y los Países Bajos, así como por el pago de saldos e intereses sobre esas obligaciones. ¿Debería permanecer en vigor la Ley №13/2011?

El 60% de los islandeses votó que la ley aprobada por el Parlamento se derogue. Un año antes, en marzo de 2010, el 93% había dicho que no a una pregunta similar. Se trataba, en ambos casos, de convalidar una ley para que el Gobierno islandés afronte el pago de la deuda que había tomado uno de sus bancos tras el quiebre del sistema financiero internacional por la crisis de 2008.

Aunque es difícil decir cuándo, vamos a tomar la decisión de que esta historia comienza en el 2001. Tras los atentados de septiembre, Estados Unidos bajó sus tasas para aumentar el flujo financiero y generar confianza en los inversores. Había plata disponible en el mundo para evitar que la crisis producida por los atentados del 9/11 y la posterior guerra en Afganistán afecte la economía. Los bancos se hicieron de esos flujos y, entre otras cosas, crearon las tristemente célebres hipotecas subprime, que acabarían en el colapso financiero de 2008.

Las hipotecas subprime eran créditos hipotecarios para clientes con pocas probabilidades de devolverlos. Por lo tanto, con intereses altos para afrontar ese riesgo. Lo que hacía que devolverlo se volviera aún más difícil. Yo no soy un abogado de la gran ciudad, pero a priori no parece una buena idea. A ese cóctel, los bancos lo rociaron con nafta. Nunca había entendido del todo de qué manera hasta que vi esta escena de The big short:

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Hay muy buenas películas y documentales sobre la crisis financiera de 2008. Seguramente alguno de ustedes ya vio Inside job y, si no lo hicieron, es el momento. Si uno le pone voluntad, y deja el celu lejos, la cuestión se comprende. Pero son tiempos difíciles para la complejidad. Y la escena del jenga tiene ese mérito, el mérito del cine. Hay un momento de Nueve reinas, no sé si recuerdan, en que Ricardo Darín y Gastón Pauls le tienen que vender la estampilla al español. Entonces montan toda una farsa para que el español les preste atención. Lo consiguen pero el español se da cuenta de la farsa. Y tiene esta línea hermosa:

–Entendéis, cretinos, cómo se hacen estas cosas. Si tú tuvieras algo para ofrecerme seguramente llamarías a mi puerta como un vendedor de enciclopedias. Pero si fueras un porteño listo… intentarías que yo me interesara. Buscarías la forma de que yo te buscara a ti, y no al revés. Podrías por ejemplo tener una conversación telefónica con un supuesto comprador y asegurarte que yo la escuchara. Aunque debe ser sutil.

Bueno, la escena del jenga hace algo similar. Si usted tuviera que explicar la estafa de las hipotecas subprime seguramente entrevistaría expertos, haría infografías, escribiría un texto como este. O puede entrar Ryan Gosling, poner un jenga sobre una mesa y mostrarlo. Lo segundo, como dicen los jovencitos de ahora, es cine 🚬.

Entonces: el banco ofrece el Crédito A, con un interés muy alto, a un cliente con poquísimas posibilidades de devolverlo. Rápidamente el banco necesita ingresos extra para hacer cerrar sus números y poder seguir ofreciendo créditos. Entonces, arma un paquete –el Crédito B– que incluye las obligaciones derivadas de los préstamos hipotecarios, como el Crédito A (¿vieron que es más fácil con el jenga?) y vende esas obligaciones a otras entidades financieras. Que, a su vez, hacen lo mismo. Y así, multiplicado hasta que la burbuja estalla. Al cóctel todavía le faltan más ingredientes: los quants funds, estrategias de comercialización financiera basadas en fórmulas matemáticas que toman como parámetro el comportamiento anterior del mercado. Una estrategia de inversión que calcula los posibles futuros suponiendo que puede predecir el comportamiento humano a partir del pasado. Cosas que funcionan en la teoría, mas no en la práctica. Hay un libro muy lindo que se llama El reemplazante, editado hace poco por Caja Negra, y es una novela escrita en primera persona: la persona es un algoritmo que cuenta su vida al servicio de Wall Street.

Ahora agarremos ese cóctel y busquemos en qué país podría ser más dañino. Bienvenidos a Islandia. El país de los elfos, de Björk y del casamiento pagano de Borges con María Kodama.

Como muchos países, a principios de los ’80 Islandia comenzó a liberalizar su economía con la receta conocida: apertura comercial, levantamiento de restricciones y privatización de empresas estatales. Hacia mediados de los ’90 decidió profundizar, en el marco del acercamiento a la Unión Europea y sus regulaciones. En 1998 privatizó nada menos que su banca pública. Tres entidades bancarias se quedaron con el negocio bancario, que comenzó a desplazar a la pesca del bacalao (que motivó una casi guerra) como la locomotora de la economía islandesa: Landsbanki, Kaputhing y Glitner. Los tres recibieron los beneficios de una economía en pleno crecimiento por el ingreso de capitales extranjeros para proyectos financiados con fondos públicos pero de gestión privada (los dos más conocidos, y vinculados entre sí, la planta de aluminio de Reydarfjordur y la presa de Karahnjúkar para darle energía a esa planta, que merecerían un texto aparte).

Para arrancar el nuevo milenio, Islandia le agregó un condimento más: rebajó los impuestos a la renta, a las sociedades y eliminó el impuesto al patrimonio para atraer aún más inversiones extranjeras al proceso de privatización. Así, los activos de los tres bancos alcanzaron a representar casi ocho veces el PBI del país y sus beneficios se multiplicaron por cien en cinco años. Entre 2003 y 2007, el mercado de valores se multiplicó por nueve y los precios inmobiliarios en la capital, Reikiavik, se triplicaron. En dos años se construyeron más inmuebles que en toda la década de los ’90. En 2006, el sector bancario explicaba el 10% del PBI del país. Los empresarios ligados a la actividad –que habían tomado la precaución de impulsar las privatizaciones– mostraron un crecimiento veloz. Compraron activos en Europa, principalmente en Inglaterra y Dinamarca, adquirieron los periódicos más grandes de la isla, estaciones de televisión y radio, y se convirtieron en los mayores aportantes de los partidos políticos. Uno de estos nuevos ricos, denominados BuyKings (juego de palabras entre comprador y vikingo), se compró el West Ham. Quizás no haya una red flag financiera sobre un país tan evidente como cuando su élite empresaria comienza a comprar clubes de fútbol en Europa.

Las inversiones extranjeras habían llegado. Y, con ellas, el cóctel.

Cuando la burbuja crediticia e inmobiliaria estalló en EE.UU. –con la caída de Lehman Brothers como hecho simbólico en septiembre de 2008– la onda expansiva ya era parte de Islandia. Los tres bancos islandeses se habían cruzado préstamos entre sí, a través de compañías subsidiarias a ellos radicadas en destinos fiscales como Luxemburgo, las Islas Vírgenes y las Islas Caimán, acaso preocupados por la seguridad jurídica islandesa. Tardaron menos de dos semanas en caer y la economía colapsó. El banco Kaupthing debió ser nacionalizado y los otros dos rescatados por el Estado. La moneda se devaluó un tercio, cayó la Bolsa y arrastró el precio de la vivienda. El sueño islandés había terminado y le daba comienzo a la pesadilla.

Contado así parece que fue solo un problema importado de EE.UU., pero fue algo más. Los banqueros islandeses habían visto señales desde 2006 y, ante el temor por falta de liquidez, tomaron la decisión de acelerar. El banco Landsbanki creó una entidad nueva que entraría a la historia islandesa: Icesave. Era un método alternativo para ofrecer fondos líquidos, más atractivos para los depositantes por las insólitas ofertas, argumentando que tenía menos costos operativos porque solo operaba en internet. Así ganaron un poco de tiempo a costa de que la burbuja crezca. No solo sobre Islandia sino sobre toda Europa.

A esa economía, pequeña, privatizada y fuertemente dependiente del capital extranjero,

le cayó encima la crisis financiera mundial. Sin alternativas, el país recibió inmediatamente la primera misión del Fondo Monetario Internacional para intentar auxiliar al gobierno. El organismo concedió un préstamo de 2.100 millones de dólares bajo una condición: implantar el socialismo en la isla. En este caso, debía comenzar por la socialización de las deudas que habían tomado los bancos privados de inversión.

Casi se lo creen lo del socialismo, ¿no?

Algo empezaba a quedar claro: los ciudadanos islandeses se iban a ver obligados a cubrir los préstamos que sus bancos habían dejado por el camino. El banco central islandés debió ser recapitalizado con fondos públicos, absorbiendo casi el 18% del PBI. El mismo proceso debió hacerse con los bancos privados. Así, la deuda externa pública y privada superó tres veces el PBI de la isla. El primer ministro Geir Haarde dijo en ese mismo octubre: “que Dios proteja a Islandia”. Pero los islandeses no son tanto de creer. O, si lo hacen, creen en otras cosas. Como dice Bjork en una entrevista citada en el libro Islandia, revolución bajo el volcán (un libro del que me robé mucho para esta historia): “Comparada con América, e incluso con Europa, aquí Dios no tiene mucha importancia para nuestras vidas”. Así que decidieron abdicar de la protección de Dios y protegerse ellos mismos.

Todo parecía encaminado para una respuesta tradicional. Llegaba el FMI al país, otorgaba un préstamo para estabilizar la economía e imponía las condiciones para su devolución. ¿Cómo pagar una deuda de tres veces tu PBI? Como se come un elefante: de a poquito. La cuestión comenzó por la deuda de Icesave, que se declaró en bancarrota. En octubre, el Reino Unido y Holanda reclamaron compensaciones para los más de 400.000 clientes que habían depositado su dinero en el banco islandés. Ambos países habían devuelto ellos mismos los depósitos a sus ahorristas y esperaban la compensación islandesa. Es decir que todo lo que va a pasar a continuación ni siquiera es por la discusión de toda la deuda islandesa. Fue apenas por estos 4 mil millones de euros que debía Icesave.

Quizás el disparador fue un gesto poco sutil de Inglaterra, que congeló los activos del banco en su territorio utilizando la ley antiterrorista que había sancionado luego de los atentados de septiembre de 2001. Islandia se sintió ofendida, al ser ubicada en la misma lista que Al-Qaeda. Pero el país se encontraba aislado de Europa, con una economía dependiente de los capitales extranjeros, el mundo en crisis por la explosión de la burbuja financiera y con una economía que debía tres veces lo que producía. Según The Economist, era el mayor colapso bancario en relación a su tamaño que un país hubiera sufrido en la historia económica mundial.

Ese mismo octubre comenzaron las protestas en la plaza Austurvöllur, frente al Parlamento. Se congregaron, todos los sábados, contra todo y contra todos: contra sus dirigentes, contra sus banqueros, contra Europa. El cantante Hordur Torfason –que, a la postre, se convirtió en vocero del movimiento que estaba surgiendo y que tiene temazos– puso el primer sábado un micrófono y un parlante para que cualquiera que pasara dijera lo que pensaba. Llevaban cacerolas y las golpeaban, para hacerse escuchar. Fue en una protesta cuando uno de los manifestantes escaló el muro del Parlamento y colgó un cartel que decía: “La traición por imprudencia es traición igualmente”. Durante todo un año las protestas se intensificaron y hasta sufrieron una represión (no debe ni haber palabra en islandés para “represión en una protesta”). Se abrió un proceso participativo que terminó con la caída del gobierno conservador, el ascenso de una alianza progresista y la reforma constitucional. No nos vamos a extender sobre eso, salvo para señalar que cambiaron todas las direcciones –las del Gobierno y las de los bancos– de varones a mujeres.

El quiebre de Islandia y la deuda de Icesave se había transformado en un problema geopolítico. Europa sostenía que Islandia estaba obligada a devolver los depósitos por los tratados internacionales que había firmado para ingresar en el Área Económica Europea. Islandia tenía sus recursos para negociar: su lugar geográficamente estratégico le permitía amenazar con acercarse a Rusia. “No hemos recibido la ayuda que esperábamos de nuestros amigos y en una situación como esta hay que buscar nuevos amigos”, llegó a decir Haarde, cuando el FMI presionaba. El acuerdo con Rusia nunca llegó pero era, quizás, la única carta que tenía Islandia para negociar algo en pleno derrumbe.

El Parlamento islandés aprobó la primera propuesta para resolverlo: devolverle 4.000 millones de euros a Holanda y Reino Unido en quince años, a una tasa anual del 5,5%. La movilización ciudadana, la recolección de firmas en rechazo al proyecto y la sensación de que el acuerdo era abusivo produjeron que el presidente, Ólafur Grimsson, no firmara la ley. Anunció, en cambio, que la sometería a referéndum. Si las familias islandesas iban a tener que devolver los préstamos que había dado Icesave, al menos deberían poder decidir cómo hacerlo. El 6 de marzo de 2010, el 93% de los islandeses votó en contra de la propuesta. El Parlamento aprobó en febrero de 2011 una nueva: devolver la deuda con un interés fijo del 3%, pero empezar a pagar recién en 2019. El presidente, presionado nuevamente por la movilización ciudadana, volvió a convocar a otro referéndum. “Si los islandeses van a tener que cargar con una deuda de sus bancos deben tener derecho a decidir: Islandia es una democracia, no un sistema financiero”, dijo entonces. El resultado ya lo conocemos: el 60% dijo que no. El FMI congeló la ayuda económica prometida hasta que se devolviera la deuda de Icesave. La Comisión Europea retiró cualquier posibilidad de ayuda y, cuando Holanda y el Reino Unido presentaron una demanda contra Islandia en el tribunal de la AELC, hizo una presentación propia contra Islandia.

Casi toda esta historia está muy sencilla explicada en el libro de Marc-Pierre Dylan, Islandia, el país que no rescató a su banca. Hay muchos abordajes del tema pero me resultó interesante la idea de este paper de entender el proceso islandés como lo que los alemanes llaman Vergangenheitsbewältigung: “Un esfuerzo sistémico por enfrentar el pasado a través de un proceso de retribución y restauración, que suele tomar la forma de purgas, procedimientos judiciales y comisiones de la verdad” (espectacular tener una palabra tan específica. Y lógico que esa palabra sea alemana). En ese artículo, se utiliza el marco teórico de los procesos de reparación de la memoria histórica para casos de países que sufrieron genocidios y se lo aplica al proceso que vivió Islandia.

Es que, además de tomar decisiones económicas por referéndum, Islandia dispuso una serie de medidas para dar con los responsables de la crisis económica y llevarlos a la Justicia. Se nombró un fiscal especial de Estado para investigar a los bancos por posibles fraudes y manipulación de mercado. Eva Joly, una jueza nacida en Noruega pero que ejerció en Francia (tiene unos libros bárbaros, como Impunidad, sobre el caso de la petrolera Elf), fue contratada para liderar la investigación que buscaba iniciar procedimientos penales contra los banqueros que llevaron el país a la quiebra. La investigación encontró múltiples delitos y llevó a condenas: el exjefe de Gabinete del Ministerio de Finanzas, a dos años de prisión por manejo de información privilegiada (vendió participaciones en el banco Landsbanki días antes de la quiebra); el expresidente del Banco Byr fue condenado a 4 años de prisión; el presidente del Banco MP a 1 año y medio por préstamos fraudulentos; dos expresidentes del Kaupthing a 3 y 5 años y medio. En total, 38 banqueros recibieron algún tipo de condena. En marzo de 2011, nueve personas, incluido el presidente del banco Kaupthing fueron detenidas en operativos conjuntos en Reikiavik y Londres por el colapso del banco. Todos, entre otros delitos, habían retirado sus fondos días antes del quiebre.

En paralelo, el parlamento islandés creó una Comisión de Investigación Especial para conocer los hechos y atribuir responsabilidades. El informe destacó la “extrema negligencia” del exprimer ministro Haarde y del gobernador del Banco Central, David Oddson. Despedir a Oddson del Banco Central había sido una dura batalla del Gobierno progresista que asumió tras la crisis, que debió incluso reformar la legislación para poder hacerlo. Históricamente, el Banco Central había sido el refugio de dirigentes políticos conservadores que salían del gobierno y seguían controlando, desde allí, la política económica del país. El paper que citamos más arriba sostiene que el informe, aunque documentado y más duro de lo esperado con las responsabilidades políticas, llegó un poco tarde –se publicó recién en abril de 2010– como para tener el efecto catártico necesario en todo proceso de trauma colectivo.

Islandia abrió además un proceso para construir los mecanismos que le permitieran generar anticuerpos contra los errores que lo habían llevado hasta ahí. En junio de 2010, por ejemplo, el Parlamento aprobó por unanimidad la Iniciativa Islandesa Moderna para Medios de Comunicación, adaptando la legislación europea al país y creando un marco jurídico mínimo para proteger la libertad de información y de expresión. La red de vínculos entre los responsables de la crisis financiera, los bancos, las empresas, la política y los medios de comunicación, creían los islandeses, no había permitido que durante la época de bonanza se escuchasen las advertencias que podrían haber evitado la crisis.

La recuperación comenzó. Lentamente, pero comenzó. Hacia 2011 se equilibró el presupuesto, las exportaciones superaron las importaciones y la moneda se estabilizó. Paul Krugman visitó la isla y escribió: “Islandia no evitó el daño económico grave ni un descenso considerable del nivel de vida. Pero ha conseguido poner coto tanto al aumento del paro como al sufrimiento de los más vulnerables; la red de seguridad social ha permanecido intacta, al igual que la decencia más elemental de su sociedad”.

En el 2013, el tribunal de la AELC emitió su sentencia definitiva sobre el caso Icesave. Le dio la razón a Islandia, indicando que no es responsabilidad del país en el que el banco tiene su sociedad bancaria cubrir los costos de garantías. Los mecanismos de seguridad tienen que ser financiados por los propios bancos, sostuvo. Algo distinto a lo que sucedió en la Europa continental, cuyos Estados debieron rescatar con fondos públicos a los bancos privados, considerados “demasiado grandes para caer” (la expresión “Too big to fail” es, también, el título de una muy buena peli sobre el rescate a los bancos en Estados Unidos).

Casi todo lo que se lee sobre Islandia remarca lo mismo: es una experiencia única, difícil de extrapolar. Un país pequeño, de unos 300.000 habitantes, con una economía particular. Krugman escribe, al final de su artículo, mientras el resto de los países europeos aún siente las consecuencias de la crisis: “Hay una lección aquí para nosotros. El sufrimiento que tantos de nuestros conciudadanos están enfrentando es innecesario. Si este es un momento de increíble dolor y una sociedad mucho más golpeada, eso fue una elección. No tenía que ser así, ni tiene que serlo”.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.