La rabia de Pedro Lemebel

Un perfil del cronista y artista chileno que sobrevivió a su tiempo y se convirtió en un ícono de protesta.

¡Buen día!

Espero que hayas arrancado bien el 2023. Yo te saludo, como hace exactamente un año, desde Chile, donde volví para recorrer el sur, visitar amigos y presentar el libro. Como todavía estamos en esa ventana de los correos veraniegos, donde habitan licencias que en el resto del año ni en pedo se dan, decidí escribirte sobre Pedro Lemebel, escritor, performer (a él no le gustaba esa palabra), artista, figura central de la cultura chilena de las últimas décadas. Lo decidí luego de leer Loca fuerte (Ediciones UDP), el retrato de Lemebel que escribió el periodista Óscar Contardo y se publicó hace unos meses.

Allí, Contardo traza un completo recorrido de su vida, desde su nacimiento en la pobreza, una marginalidad que en su caso es doble por su abierta homosexualidad (a Lemebel tampoco le gustaba la palabra gay), el destape en tiempos de la Unidad Popular, su rápido ascenso como cronista y estrella literaria en la precaria transición democrática, hasta su muerte en 2015. El texto es atrapante, lleno de voces e imágenes, y es difícil no quedar cautivado por el personaje. Yo, lo confieso ahora, había leído a Lemebel, me había gustado su novela pero no conseguía pasar de un par de crónicas al hilo. Fue a partir de este retrato que logré fascinarme y pude entender su trascendencia, además de volver a descubrir su obra. Pero, por sobre todo, el libro logra lo que solo los mejores perfiles y crónicas consiguen: contar un país, o al menos un pedazo importante, a través de un personaje. A eso quiero que nos acerquemos hoy.

Desde abajo

Lemebel nace en 1952 (este dato lo irritaba: él no quería que se supiera su edad exacta) en un país sin movilidad social ascendente. Su infancia transcurre en la pobreza, una pobreza más cruda y rural comparada con la del Chile de hoy, con suelos de tierra, casitas sin agua y campamentos. Son las poblaciones, el equivalente chileno de las villas miseria, que bien retrata la película Machuca, un clásico ineludible para acercarse al país A.C.B (antes de los Chicago Boys). La familia, compuesta por sus padres, su abuela y un hermano más, primero vive en el sur de Santiago, en las inmediaciones de un canal conocido como el Zanjón de la Aguada (el título del libro donde Lemebel vuelve a esos años), luego se muda a una población a la otra punta de la ciudad para terminar en un departamento que consigue su padre por ser trabajador afiliado del gremio de los panaderos. Lemebel va a vivir ahí hasta los 49 años, cuando ya era una celebridad literaria. 

La pobreza, en la biografía de Lemebel, no es un dato accesorio, un condimento que podría aportar más dramatismo o legitimidad a una historia de superación. Es su carta de presentación al mundo, la materia prima de una parte importante de su obra como cronista y, en varios modos, un lugar del que nunca va a independizarse. No tanto en su dimensión material –Lemebel eventualmente comprará un departamento, aunque casi siempre habitará la precariedad laboral– como identitaria. Lo que subraya Contardo es el carácter excepcional de Lemebel en la cultura chilena, protagonizada casi en su totalidad por personas de clase alta o clase media acomodada. Es que inclusive hoy los cronistas más reconocidos del país, aquellos que se ocupan de relatar la segregación urbana o la desigualdad social, vienen de familias de élite. Las novelas actuales que retratan y parodian al mundo de la clase alta –como la exitosa y adictiva saga Barrio alto, de Elizabeth Subercaseaux– son escritas por autores cuyos apellidos están en esa misma trama. 

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Contardo tiene experiencia en esto. Su segundo libro –Siútico: arribismo, abajismo y vida social en Chile– es un retrato del costado más incómodo de la sociedad chilena. El autor recupera ahí la tradición de Chile como un país sin clases medias, donde las distancias sociales y geográficas son fronteras sagradas. Pero también desnuda las prácticas de una sociedad obsesionada con el desplazamiento –el abajismo, el arribismo– que vive un cambio abrupto con la llegada repentina del crecimiento económico, a partir de los años noventa. En ese contexto, al calor del nuevo momento cultural y político del país, escalar y pertenecer, maquillar y ocultar, se vuelven un imperativo social. El hecho de que Lemebel nunca reniegue de su origen, su pánico a ser cooptado por la pequeña burguesía y el asco explícito hacia la clase alta lo convierten en un personaje tan transgresor como único. Es irónico: Lemebel, una loca fuerte, el estereotipo más ruidoso y afeminado entre los homosexuales, logra una cercanía y conexión con las mayorías que muy pocos de sus contemporáneos han tenido. 

Lemebel en la marcha del Orgullo Gay en Nueva York.

El destape

Pero si el libro funciona es porque no hace esto que estoy haciendo yo, no antepone las explicaciones o reflexiones políticas y muestra a Lemebel en movimiento. Primero en el barrio, donde era constantemente humillado por sus modos afeminados, y luego en el centro de la ciudad, ya con tacos y maquillaje, sin vergüenza, en los bares y plazas que frecuentaban locas, artistas y estudiantes. Todavía no había empezado a escribir. Fueron los últimos años de Allende y la Unidad Popular (UP), que coincidieron con el fin de su adolescencia. Contardo afirma que si bien Lemebel siempre elogió al gobierno socialista y hasta exageraba credenciales de izquierda en su familia, no tuvo una militancia activa en ese periodo. Más allá de sus intenciones, le hubiese costado: la cultura de izquierda en la UP, dice Contardo, era tan o más homofóbica que la de la derecha. 

Lo más probable es que en su caso las preocupaciones diarias no pasaran por hacer causa con la izquierda histórica y abrirle paso al hombre nuevo, sino por evitar que le arrojaran piedras en la calles porque, para un joven marica, tan peligroso como pasar frente a una pichanga de barrio era arriesgarse a participar de mitines liderados por dirigentes que veian a los hombres homosexuales como amenazas para la causa.

Décadas más tarde, en Loco afán: crónicas de sidario (1996), Lemebel va a recordar el fin del gobierno de Allende con un texto donde mezcla los personajes de esos años de recorridas en el centro. La crónica se llama “La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular)”, se puede leer completa acá y abre así:

Santiago se bamboleaba con los temblores de tierra y los vaivenes políticos que fracturaban la estabilidad de la joven Unidad Popular. Por los aires un vaho negruzco traía olores de pólvora y sonajeras de ollas, «que golpeaban las señoras ricas a dúo con sus pulseras y alhajas». Esas damas rubias que pedían a gritos un golpe de estado, un cambio militar que detuviera el escándalo bolchevique. Los obreros las miraban y se agarraban el bulto ofreciéndoles sexo, riéndose a carcajadas, a toda hilera de dientes frescos, a todo viento libre que respiraban felices cuando hacían cola frente a la UNCTAD para almorzar. Algunas locas se paseaban entre ellos, simulando perder el vale de canje, buscándolo en sus bolsos artesanales, sacando pañuelitos y cosméticos hasta encontrarlo con grititos de triunfo, con miradas lascivas y toqueteos apresurados que deslizaban por los cuerpos sudorosos. Esos músculos proletarios en fila, esperando la bandeja del comedor popular ese lejano diciembre de 1972.

El texto es un fiel reflejo del estilo que volvería célebre a Lemebel: el barroquismo, el fraseo típico, el uso de humor y la presencia fija de la mirada política. Ese estilo (que el autor defiende de manera magistral en este prólogo) al igual que el resto de su destreza narrativa, recién se empezaría a forjar años después de esa escena, cuando la dictadura de Pinochet ya estaba consolidada, a fines de los setenta. Por entonces era profesor de enseñanza media, carrera en la que se tituló en ese periodo y un oficio que siempre atravesó con problemas: era hostigado por otros profesores por su manera de vestir, una práctica que le ocasionó despidos por presión de los padres de estudiantes. Lemebel comenzó a asistir a talleres literarios, incursionando en la poesía y en el cuento. Los encuentros se organizaban en refugios culturales como la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) o en las casas de los propios talleristas, la mayoría de origen acomodado. Contardo lo subraya:

Movilizarse hacia el nororiente, donde vivían algunos de los integrantes de los talleres que organizaba Pía Barros, significaba para Lemebel subir y bajar de varias micros, ver cómo, a medida que avanzaba, la ciudad cobraba un verdor de jardines cuidados, veredas embaldosadas y árboles frondosos. En esos barrios había farolitas de hierro iluminando la noche y la tranquilidad interior de un ambiente burgués de cortinas pesadas, estanterías con libros, terrazas para disfrutar el verano, alfombras persas y muebles heredados.

Primero son los cuentos. Lemebel comienza a escribirlos a fines de los setenta, gana incluso algún concurso y en 1986, en la editorial de su amiga Pía Barros, publica una recopilación modesta. Los textos incluyen parte del imaginario que lo identifican luego, aparecen la sexualidad y la precariedad, pero no tienen una buena acogida. Ese mismo año, sin embargo, Lemebel salta a la no ficción. Lo hace con “Manifiesto. Hablo por mi diferencia”, una publicación influida por el acercamiento a textos de ciencias sociales que le comparten algunas amigas. Entre la poesía y la crónica, el manifiesto –hoy uno de sus textos más recordados– ataca directamente a la cultura machista de la izquierda. Pero es más que eso. Así comienza:

No soy Pasolini pidiendo explicaciones
No soy Ginsberg expulsado de Cuba
No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la injusticia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor

Acá está completo

No es el único giro en su carrera. Por esos años, en el ocaso de la dictadura de Pinochet, Lemebel conoce a Francisco Casas, un artista con el que va a conformar la dupla Yeguas del apocalipsis. Ambos organizaban performances o acciones de arte (el título que preferían) en el under santiaguino. Algunas tenían un trasfondo político, como la denuncia de la represión en las protestas de Tiananmen, otras eran menos elaboradas, como cuando se bajaron los pantalones para mostrarle el culo a Nicanor Parra en la feria del libro. A fines de 1989, en el acto donde se proclamaría la candidatura presidencial de Patricio Aylwin, la dupla irrumpió con vestimenta de vedettes y tacos altos, tomando el escenario. Rápidamente fueron desalojados.

Relata Contardo:

En el camino hacia la salida, Francisco Casas le dio un codazo a Lemebel, señalándole a Ricardo Lagos, que en ese entonces era candidato al parlamento y estaba entre el público. Lemebel se acercó a Lagos y le dio un beso en la boca.

“Las dos Fridas”, Lemebel y Casas.

Los años del boom

Los noventa en Chile fueron una década larga. El plebiscito de 1988, que selló el fin de la dictadura gracias al triunfo del No, también le aseguró un pedazo de sobrevida. El obtuvo el 44%, un nivel de apoyo considerable, que luego se traduciría en las negociaciones para la construcción de la transición democrática. Los militares conservarían poder y autonomía, Pinochet seguiría al frente del Ejército y la Concertación –la coalición de centroizquierda que llegó al gobierno– heredaría también el modelo económico de la dictadura. Pero los rasgos de la delicada y particular transición chilena también se vivían a nivel cultural. En el libro Chile actual. Anatomía de un mito, la primera crítica articulada sobre el proceso que logró éxito comercial, Tomás Moulian habla de un “blanqueo” de los hechos de la dictadura –un hecho cultural fundado sobre otro, de carácter político y judicial: la impunidad de los crímenes– y acusa a la élite de centroizquierda de promover un “olvido” sobre la época anterior.

Es en este marco donde comienza la carrera de Lemebel como cronista, publicando en la revista de izquierda Página Abierta. Allí mezclaba crónicas urbanas –material que luego usaría en su primer libro, Esquina de mi corazón (1996)–, con la crítica social. Contardo nos muestra a un Lemebel incómodo, que desconfía de la transición y que no se sube al Jaguar noventero. Denuncia “inmovilización” y ataca directamente a los políticos de la Concertación. “Nunca creímos que el exilio iba a regresar convertido en una clase política que reitera costumbres colonizadoras aprendidas en el viejo mundo, tal vez un poco para adaptarse, y otro poco debido al arribismo cultural que llevaron siempre”, escribe.

En otra crónica memorable, publicada en De perlas y cicatrices (1998), su tercer libro, Lemebel narra la historia de Mariana Callejas, una escritora y tallerista que estaba casada con un agente de la DINA, la policía secreta de la dictadura. En la misma casa donde se dictaban los talleres, a los que asistían escritores consagrados y en ascenso, funcionaba un centro de tortura. Si bien muchos de los asistentes no tenían por qué saber lo que pasaba allí, Lemebel denuncia el hecho de que Callejas siguió siendo recibida por una parte del círculo de escritores cuando ya se había destapado el escándalo. El resto del libro está compuesto por textos que Lemebel recitaba en la radio, un medio que le otorgó reconocimiento entre el público popular. Fue el preámbulo a su fama definitiva como escritor. 

Llegó ese mismo 1998, año recordado en Chile por la detención de Pinochet en una clínica en Londres. Pero sucede otra cosa memorable: el escritor Roberto Bolaño vuelve a visitar su país de origen luego de dos décadas viviendo en España y otros tantos años en México. Su llegada es anunciada como si se tratara de una estrella de rock. Recién acababa de ganar el premio Herralde por Los detectives salvajes y su nombre sonaba fuerte en todo el mundo de las letras hispanas. Una noche, en el medio de una cena que le habían organizado con escritores chilenos de renombre (un espacio que Lemebel todavía no habitaba: su lugar seguía siendo periférico), Bolaño es escoltado por una de las asistentes a otro restaurante. Allí esperaba Lemebel. El encuentro sería breve: la chica quería presentarle al cronista y luego lo escoltaría de regreso. Pero Bolaño se quedó toda la noche con Lemebel, quien le había advertido que en la mesa de notables en la que estaba comiendo antes se encontraban asistentes del taller de Callejas. “Es uno de los pocos que no buscan la respetabilidad (esa por la que los escritores chilenos pierden el culo) sino libertad”, escribió Bolaño sobre Lemebel, meses después, en un artículo sobre su visita. 

Bolaño y Lemebel.

Fue Bolaño el que le sugirió a Jorge Herralde, editor de la prestigiosa Anagrama, que fichara a Lemebel. Así, el cronista se convirtió en el segundo chileno en firmar un contrato con la editorial española. Esto lo catapultó rápidamente como estrella literaria, ganándose también la envidia y el recelo de sus pares locales. Pero la amistad entre Lemebel y Bolaño fue fugaz. Luego de un cruce radial que tuvo el escritor exiliado con una amiga del cronista, Contardo escribe:

Sergio Parra recuerda que Bolaño ya le había sugerido a Lemebel que se deshiciera de las “viejas feministas”, como llamó al grupo de intelectuales y escritoras que formaban la red de mujeres que había apoyado a Lemebel desde los talleres de los setenta hasta la radio Tierra, pasando por las Yeguas.

–Pedro no le aceptó eso a Roberto y la amistad se dañó –cuenta Sergio Parra.

La segunda pelea, la definitiva, se dio luego de una charla que compartieron ambos autores en la Feria del Libro. Lemebel había invitado para la ocasión a su amiga Gladys Marín, la dirigente del Partido Comunista que se estaba candidateando para las elecciones presidenciales (a la que Lemebel homenajea en su libro Mi amiga Gladys), y Bolaño se enojó. Lo calificó como una “emboscada”. Nunca más volvieron a reunirse, aunque hablaron por teléfono al menos una vez más. Lemebel lo recordó con cariño luego de su muerte en 2003.

La última estocada en su ascenso literario se produce en 2001, mismo año en el que muere su madre, la persona más importante de su vida. Lemebel publica Tengo miedo torero, su única novela y obra más conocida, protagonizada por la Loca del Frente, un hombre que le alquila una habitación a un joven militante del Frente Patriotico Manuel Rodriguez (FPMR) que es utilizada para guardar armamento destinado al fallido atentado a Pinochet en 1986. El libro mezcla hechos reales con ficción, compuesta por la historia de amor entre ambos personajes pero también con monólogos brillantes de Lucia Hiriart, la esposa de Pinochet. Contardo sugiere que Lemebel pudo haber estado cerca de militantes del Frente involucrados en el atentado, y que la casa de la novela se asemeja a una que ocupó con amigos en esa época.

Tengo miedo torero se convirtió en un best seller y empujó a que se reeditaran sus libros como cronista, que también acumularon éxito y catapultaron a Lemebel a la tapa del conservador diario El Mercurio. Ya era una estrella. Siguió escribiendo libros de crónica, aunque estos eran cada vez más autorreferenciales, con escenas teñidas por el reconocimiento que había alcanzado. Luego de la novela, cuando las editoriales comienzan a pedirle crónicas por contrato, viene, según un crítico citado por Contardo, “una retracción sobre sí mismo”. Lemebel se enamora de su personaje.

El legado

“Fue como si el cáncer hubiera dejado en evidencia lo mucho que le gustaba vivir”, escribe Contardo en uno de los pasajes más lindos del libro. Diagnosticado con cáncer de laringe y tras una operación en la que le sacan parte de sus cuerdas vocales, Lemebel, obligado a utilizar una prótesis que le deforma la voz, comienza a preparar su despedida. Esta se concreta en un acto público en el GAM, el flamante centro cultural que antes merodeaba en su adolescencia. Lemebel asistió luego de escaparse de la clínica en la que estaba internado. Entró en silla de ruedas con un ramo de flores en su regazo. Era principios de 2015. En los años previos, Lemebel había recuperado su faceta de artista visual, protagonizando distintas performances (en el 2014, ya enfermo, rodó desnudo por los escalones del Museo de Arte Contemporáneo, envuelto en un saco marinero, mientras el piso estaba teñido en llamas). Murió el 23 de enero de 2015, a sus 62 años. Su funeral parecía el de un ex presidente. “Estaban todos”, dice Contardo. Unas semanas antes, la presidenta Michelle Bachelet lo había visitado en la clínica.

Estas son algunas de las cosas que hacen de Chile un país fascinante. Un país donde Lemebel, un artista totalmente transgresor y de vanguardia, por mucho tiempo condenado a la periferia, termina siendo homenajeado por la presidenta. Es el país que vivió el proyecto de izquierda más importante del Cono Sur, interrumpido por una dictadura larguísima, que ensayó el experimento neoliberal más importante del idem. 

Hace un año, cuando lo entrevisté para mi libro, Contardo me contó del suyo, que estaba pronto a terminarse. Le pregunté por qué Lemebel se había vuelto un ícono de la protesta del 2019. Su cara aparecía en pintadas y remeras. “Por la rabia”, respondió de inmediato. Lemebel, continuó, es una de las pocas figuras que conectan con el estado de rabia que flota en la sociedad. Su obra, su vida y su carrera están marcadas por esa expresión. Eso lo vuelve popular.

Hace unas semanas, cuando nos volvimos a encontrar en Santiago, volvimos a hablar de Lemebel. Contardo, un hombre mordaz al que no le molesta su fama tuitera de amargado, insistió en el carácter popular de su perfilado, en contraposición a la dirigencia política actual. También apuntó contra la Convención Constitucional. Lemebel, dijo, se parece al pueblo de Chile hasta en sus peores rasgos, como el individualismo. 

Tres años después del estallido que lo reivindicó como un ícono de resistencia, bajo un clima político y social bien diferente, la pregunta sigue siendo sobre la rabia. Sobre si es posible encauzarla de manera colectiva para transformarla en otra cosa, en un orden nuevo, distinto. O si, por el contrario, esa rabia será excepcional como la misma carrera del que la interpretó y contó como nadie. 

A la espera, eso sí, de que vuelvan a convocarla.

Eso fue todo por hoy. Nos leemos pronto.

Un abrazo,

Juan

Creo mucho en el periodismo y su belleza. Escribo sobre política internacional y otras cosas que me interesan, que suelen ser muchas. Soy politólogo (UBA) y trabajé en tele y radio. Ahora cuento América Latina desde Ciudad de México.