La Ley de Trabajo que no fue: un médico recorrió la Argentina en 1904 en busca de obreros y patrones

A pedido de Roca, Juan Bialet Massé escribió el "Informe sobre el estado de las clases obreras" del país. En su viaje se encontró con un vínculo esclavista y redactó propuestas para legislar. "Donde los patrones son peores, más malos son los trabajadores”, dijo.

El 30 de abril de 1904 Juan Bialet Massé presentó su “Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República Argentina”, un retrato de la Argentina de principios del siglo XX que se puede leer aquí (y se pueden ver unas imágenes preciosas acá).

El informe no había sido iniciativa propia de Bialet Massé sino un encargo oficial del gobierno de Julio Argentino Roca, a través del ministro del interior, Joaquín V. González. El Poder Ejecutivo y el Congreso necesitaban “un mejor criterio y más amplia información respecto a la legislación obrera que más convenía al país”, según el decreto que lo designó al frente del informe.

Eran tiempos convulsos, que es lo que se dice cuando los trabajadores se organizan. En 1901 se creó la Federación Obrera Argentina, que reunía a sectores del anarquismo y el socialismo, y nucleaba la protesta obrera frente a la creciente desigualdad, que el crecimiento económico no hacía sino exponer. El paro como herramienta de lucha había mostrado efectividad: las huelgas ferroviarias de 1896 y fundamentalmente la de estibadores y carreras en 1902 pusieron en jaque el corazón del modelo agroexportador. En el marco de esa segunda gran huelga, la ley de residencia, presentada por Miguel Cané a pedido de la Unión Industrial Argentina, se aprobó en un solo día en ambas Cámaras, luego de meses de dormir en comisiones. “Junto a los hombres de buena voluntad, que llamaban para cultivar el suelo, ejercer las artes y plantear industrias, vinieron enemigos de todo orden social, que llegaran a cometer crímenes salvajes, en pos de un ideal caótico, por decirlo así, que deja absorta la inteligencia y que enfría el corazón”, dijo Cané en su discurso a favor de la ley.

El Estado respondía a los tiempos convulsos con su rostro coercitivo. La flamante ley le permitía al Poder Ejecutivo acusar y expulsar del país a cualquier extranjero sin intervención del Poder Judicial. Logró su objetivo. La primera semana fueron deportadas 500 personas, entre dirigentes sindicales españoles, italianos y hasta algunos argentinos. La Federación Obrera Argentina llamó a una huelga general. A los pocos días el Estado intensificó la represión, la censura de prensa y la persecución a anarquistas.

Roca sabía que solo con esa ley no iba a alcanzar. Necesitaba la otra cara del Estado. La expansión económica se montaba en la precariedad laboral. En 1904, le pidió a su ministro del Interior, Joaquín V. González, que elaborara un proyecto de legislación para el trabajo, que garantizara derechos para evitar la radicalización del proletariado.

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En 1904, el ingenio tucumano. Fotografía del informe de Bialet Massé.

Y aquí llega nuestro amigo Juan Bialet Massé, un médico de origen español residente en Argentina desde 1873. Llegó hasta su residencia en Córdoba el ministro del Interior y, aunque no sabemos bien cómo fue el pedido, lo imaginaremos. Supondremos a Bialet Massé como una especie de Rambo, pero el Rambo de la 5 (la referencia a Rambo no es caprichosa: Bialet Massé es un hombre que, por ejemplo, operó en medio de una ruta, sin instrumentos y con éxito, a Roque Sáenz, quien luego sería presidente; alguien podría decir que sin Bialet Massé no tendríamos sufragio universal, mas sería algo exagerado). Pensemos en un hombre grande, 58 años, casi retirado de la vida pública. Soldado de muchas batallas (se recibió de médico, abogado y agrónomo, fue concejal y presidente del Concejo Deliberante de Córdoba, entre otras actividades), Juan vive entre la naturaleza y sus traumas, en una pequeña cabaña cordobesa que levantó con sus propias manos, pues sus conocimientos así se lo permiten. Alejado del contacto humano, apenas realiza alguna visita esporádica al pueblo para comprar cosas. Está sentado en la galería de su cabaña, hojea sus libros, sus planos, cuando ve a lo lejos moverse un poco el polvo del camino y entiende. Baja la mirada, ofuscado, y decide que va a decir que no. Sea lo que sea que le vayan a proponer, dirá que no.

La función pública ha sido ingrata con Juan. Tuvo una empresa llamada “La Primera Argentina”, que producía las cales hidráulicas más resistentes del mercado. Aliado a su histórico socio, el ingeniero Carlos Cassaffousth, Juan ingresó en el mundo de la construcción y la obra pública. Juntos construyeron nada menos que el Dique San Jorge. “La Torre Eiffel y el Dique San Jorge son las mayores obras del mundo en ejecución en este momento. Solo que mi torre no tendrá utilidad alguna y el dique sí”, dijo el arquitecto Gustave Eiffel cuando vino a la Argentina a presenciar su inauguración. Pero entonces vino la caída del gobierno de Juárez Celman. Nuestros dos amigos fueron perseguidos: declarados culpables por malversación de fondos e irregularidades en la construcción del dique, pasaron más de un año presos. Cuando se descubrió que la obra había sido auditada por un ingeniero que no tenía título de tal, y que el dique funcionaba perfectamente, fueron dejados en libertad. Cassaffousth se deprimió y murió.

Todo eso está en la cabeza de Juan cuando Joaquín V. González le propone el informe. Juan se niega una vez, dos, lo invita a pasar a la residencia para seguir discutiendo. Luego de algunas horas, intuimos, Bialet Massé pone una condición: necesita recorrer la Argentina para entender qué leyes laborales se adaptarían mejor a la situación de los trabajadores. Y, cuando uno pone una condición, ya tiene un pie adentro. El artículo 1 del decreto que lleva la firma de Roca y González comisiona al doctor Juan Bialet Massé para que se traslade a diversas localidades y centros de trabajo del interior de la República y presente luego un informe detallado sobre las condiciones del trabajo y la población obrera en la Argentina.

Bialet Massé no cumple.

En realidad sí, pero necesitaba este golpe de efecto para seguir. Cumple en presentar el informe sobre el estado de las clases obreras. Pero no puede limitarse a contar ese estado de las cosas sin intentar explicar por qué. Le pasa, a Bialet Massé, lo que le había pasado a Marx: no puede escribir sobre el trabajo sin escribir sobre el capital. Dice, explícitamente en sus conclusiones: “Si ese pueblo (el trabajador) está en tal estado es porque actúan las causas que lo producen, aquí como en todas partes, y, ahora mismo, los vicios del obrero van desapareciendo a medida que se van corrigiendo los patrones, y donde los patrones son peores, más malos son los trabajadores”.

Trabajadoras en los viñedos en Mendoza. Fotografía del informe de Bialet Massé.

Bialet Massé recorre en barco, en tren, a caballo y a pie unas nueve provincias en menos de 90 días. Entrevista a funcionarios locales, trabajadores y dueños. Vive con los trabajadores y realiza sus mismas tareas. No es un intelectual jugando al obrero: lo fue él mismo, las realizó todas. Trabaja en ingenios de azúcar, en la cosecha, participa de la estiba, duerme en galpones, vive con los indios, con obreros criollos y con extranjeros.

Pero nada, ninguna de estas cosas, le llama tanto la atención como los patrones.

Después de toda esa experiencia, su primera y más grande afirmación será que encontró “en toda la República una ignorancia técnica asombrosa más en los patrones que en los trabajadores”. Ha encontrado maquinistas que no saben del vapor, electricistas que no saben de electricidad pero “es mayor la ignorancia patronal, salvo en rarísimas excepciones”. Son rarísimos los patrones que entienden que el obrero no es un instrumento de trabajo indefinido, que el rendimiento del trabajo es directamente proporcional a la inteligencia, el bienestar y la alegría del obrero que lo ejecuta y no al tiempo que dura la jornada. Conversa con un fabricante de calzado que mantiene una jornada de diez horas y media porque lo vio en una fábrica alemana. Bialet Massé le propone la de ocho horas y comparar el rendimiento pero el zapatero se niega. Ahora tendrá que llegar a ello por la fuerza de la huelga, se lamenta sinceramente. Pero no es solo el zapatero. Es desgraciadamente tan general que no ha encontrado, dice, un solo director de industria ni un administrador de ferrocarril que siquiera por curiosidad haya abierto un libro sobre el trabajo, se haya preocupado por entender cómo el alimento y la bebida que ingiere el obrero se convierte en trabajo. Se pregunta, acaso, si no será necesario “como se exige al médico, al abogado y al ingeniero el título profesional, poner en la ley un artículo que prohibiría ser jefe de industrias o de empresas al que no diera un examen de sociología”.

Entrevista algunos industriales en el camino que le dicen que es imposible plantear en el interior la legislación del trabajo, que esas son teorías de los doctores socialistas de Buenos Aires. Volviendo por Santa Fe, conversa en San Cristóbal con una persona de alta posición a la que revela que viene de estudiar a los indios. Este le asegura que no hay nada que estudiar de esa cuestión: lo único que hace falta es exterminarlos y si queda alguno llevarlo a Tierra del Fuego.

– ¿Y si a usted le hicieran eso? –pregunta Bialet Massé.

– Es que yo no soy indio –responde.

Eso convence al médico español que lo que no va a entrar por la razón deberá entrar por la ley. “La experiencia de la práctica de la ley les traerá la convicción de las ventajas económicas, la utilidad en dinero, que resulta de proceder racionalmente con el obrero”, escribe. Todo el libro es un manifiesto desesperado para imponerle el capitalismo a los capitalistas.

Encuentra en todo el país enormes establecimientos poderosos y productivos: ingenios, obrajes, fábricas de tanino, cultivos de maní, naranjales, talleres. Pero cuando uno penetra en su organización y detalles, dice, “se duda de si fuera mejor que no existieran”. Los describe como pequeños estados despóticos monárquicos que funcionan dentro de una república democrática, la Argentina. Reúnen todo el poder en una mano para organizar una gran explotación que incluye hasta la emisión de la moneda. Acá no hay discriminación, dice: caen los indios, cristianos, americanos y europeos por igual. Cuando se pagan buenos jornales nominales la proveeduría, parte del mismo entramado, se encarga de reducirlos a las proporciones que convienen. Habla de una invención verdaderamente diabólica: vales al portador que se emiten, con otro nombre, a trabajadores que no saben leer y que luego no pueden canjear en la proveeduría.

Cuenta una conversación, en Reconquista, sobre un obrero que relata el método de un ingenio que dejó de pagar el salario durante nueve meses. No lo describía como una excepcionalidad sino como un método. Trabajar con capital insuficiente que se ajustaba vía el salario. El propio obrero defendía la actitud patronal: el ingenio no tenía vida sin este abuso y el trabajador debía agradecer a quien se sacrificaba para darle trabajo. Aunque, dirá Bialet Massé, el ingenio no soportaba esos inconvenientes tanto para dar trabajo como para ganar dinero sobre un capital que no tenía. Y el crédito lo daban los obreros, “a costa del hambre de su estómago y la desnudez de sus carnes”. Créditos, además, sin interés ni participación posterior en las utilidades.

Habrá excepciones, dirá. El establecimiento del señor Briolini, en Colonia Benítez, Chaco, un cañaveral y algodonal que paga nominalmente menos a su trabajadores indios y criollos. Pero todos lo prefieren porque allí no hay proveeduría, ni vales, ni ninguna otra forma de explotación. Paga en billetes nacionales y cada uno los gasta como le parece. Tiene descanso dominical y feriados. Nadie falta los lunes y los trabajadores observan buena conducta. Pero son eso. Excepciones.

Trabajadores en los viñedos en Mendoza. Fotografía del informe de Bialet Massé.

La regla son los pueblos como San Pedro, un pueblito de cien casas, propiedad de los señores Leach Hermanos y Compañía. 98 de las 100 casas le pertenecen y no se puede vivir, ni montar un comercio sin permiso de la empresa. Todo respira estacionamiento y descuido, dice Bialet Massé. La suciedad es sin igual. Entrando al pueblo encuentra a un grupo de obreros que juegan a la taba. Uno de ellos gana más de cincuenta pesos, se queda dormido y se despierta con los bolsillos vacíos. Cuando el médico español lo advierte, el damnificado -sin demasiado interés- contesta:

–Esta vida es tan terrible, la fiebre lo abrasa a uno; no tenemos más rato de placer y de alegría que el juego y el trago.

Recorremos la finca de treinta y cinco leguas cuadradas de cañaverales y arrozales que también pertenecen a los hermanos Leach. Allí trabajan muchos cristianos e indios y se pregunta Bialet Massé por qué.

–Es que no hay otro modo de trabajar –le responden. El trato es correcto y, aunque se paga poco, trabajar con otros es peor. Acá no vejan a nadie. Se vive muy pobremente –le dicen– pero se vive.

Parece querer responder, en su informe, la pregunta sobre los inmigrantes. Pero tampoco puede responder sin volver al estado de situación de las clases patronales. Cita la frase (ya en 1904, por si alguien se creía una novedad) acerca de que “aquí no vive el que no quiere trabajar”. Y se responde: nadie me sabe decir de qué trabajaría alguien fuera de las cosechas. “Cuando le pregunto a un ricacho por qué no se dedicaba al cultivo de algodón u otra cosa me contesta que no puede mientras no baje la mano de obra”. Se lo dice un estanciero en Corrientes que paga 8 pesos el jornal con comida. Se lo dice una señora de una casa con cinco sirvientas que asegura que en Buenos Aires “da gusto el nivel de las sirvientas”.

–Pero allí ganan tres o cuatro veces lo que aquí –retruca el español.

–Sí, pero lo ganan –contesta la señora.

Es optimista, sin embargo. Dirá que Argentina puede alojar 500.000 inmigrantes más por año a los que no haría falta traer, que vendrían espontáneamente, si el país derribase tres murallas. La primera, el mal estado de la población criolla, a la que Bialet Massé reivindica. Propone “llenar los anhelos del Deán Funes en la Constitución de 1820”, dice, para decir que hay que repartir entre ellos la tierra. “Que se venda al que viene de afuera, pero al dueño de casa hay que darle lo suyo”, señala. La segunda muralla es una reforma impositiva. No quitar impuestos internos pero repensar su distribución. Quiénes y por qué pagan impuestos.

Y la tercera muralla, a la que describe como formidable, está en los latifundios. “Hay en el país, reunidos en una sola mano, hasta 15.000 kilómetros cuadrados”, asegura. Lo que lo indigna aún más: verdaderos feudos pero, aún peor, feudos muertos. Improductivos. En manos de lo que describe como verdaderos perros del hortelano, que no producen ni dejan producir. Leguas de tierra que hace treinta años valían 500 pesos y ahora 20.000, en Santa Fe, en Córdoba, “sin que sus dueños hayan puesto un ápice para semejante progreso”. Quien sí ha puesto ha sido el Gobierno, describe, construyendo ferrocarriles y caminos y entregando la ganancia que produjo. Aquí no hay distinción: el capital criollo y el extranjero, sostiene, es igual de rentista.

Y aunque nuestro amigo español ha sido convocado para escribir sobre una ley de trabajo no puede sino sugerir que esta tierra inculta debe ser la más gravada. “La ley Georges, de California, se impone”, sostiene en referencia a la propuesta de Henry George de que la renta económica de la tierra debe ser participada por la sociedad. El pretexto del capitalista es que no tiene capital para cultivar. Bialet Massé tiene una solución: “podrían desprenderse de la mitad de la tierra para cultivar la otra mitad”. Pero sabe que nada de eso va a pasar sin intervención gubernamental: “¿Cuál será el gobierno que tenga las fuerzas necesarias para hacer de Córdoba el vergel y la Chicago argentina?”

Bialet Massé no propone la expropiación de los medios de producción bajo control obrero. Lejos está. Pide reponer, al menos, las Leyes de Indias, a las que considera incluso más justas y humanitarias que la situación de los trabajadores en ese momento. No es un anarquista ni un comunista: es antes que nada un positivista (cuando positivismo significaba adscribir a las ideas del positivismo científico, no decir cosas positivas para que sucedan). Cree que la situación de los trabajadores y el vínculo entre el capital y el trabajo tiene una solución. Y que esa solución es científica. Porque hay una ciencia del trabajo que supone objetiva.

Bialet Massé llega a los lugares y, además de charlar con los trabajadores, los mide, los pesa. Calcula sus fuerzas, el promedio de fuerza necesaria que uno realiza diariamente, el peso límite de una bolsa en la estiba, la cantidad de calorías necesarias para reproducir la fuerza de trabajo.

La Revolución Francesa, dice, rompió las trabas del privilegio y creó la burguesía. Pero la riqueza no da por sí ciencia. “La codicia extravía y hasta ciega; y va derecha, como el asno cargado de dinero y con los ojos vendados, a caer en un precipicio que ella misma se ha cavado”. Solo la ciencia puede salvarla del precipicio que es, según el autor, la lucha encarnizada con los obreros. Los patrones no podrán evitar la huelga, a la que define como “instintiva, un derecho natural anterior a toda legislación”. Se podrá reglamentar, disminuir y conciliar pero nunca eliminar. Usa una expresión muy linda para referirse a una huelga en Tucumán: “O viene la ley reglamentando la jornada, los descansos y estableciendo el arbitraje, o los patrones organizan el trabajo racionalmente, o los obreros no irán y entonces aprenderán por los registros de caja”.

La solución racional, dice, está en la ciencia y únicamente en la ciencia. Conmovedor es su esfuerzo de refutar a Marx por un problema de cálculos: “El ingeniero hace sus cálculos sobre la base del efecto útil; pero el obrero no puede menos de hacer los suyos bajo el de las energías que emplea. He aquí lo que no han tomado en cuenta Carlos Marx y todos los socialistas, base de los mayores errores”. Llegará el día, dice, que no se podrá entrar a la carrera de sociología sin saber psicofisiología.

El informe de Bialet Massé fue entregado en tiempo y forma. Al final de cada capítulo tenía recomendaciones para la elaboración de una Ley del Trabajo. El proyecto que se presentó en base al trabajo fue rechazado tanto por los representantes del capital como del trabajo. Los empresarios, porque era un reconocimiento formal de las instituciones obreras. Los trabajadores, porque suponía sujetar la lucha de clases a la intervención del Estado.

Como efecto del informe y el rechazo de la ley, en 1907 se creó un instituto denominado “Departamento Nacional del Trabajo” que tenía como objetivo intervenir en el ámbito de las relaciones laborales. El instituto, con pocos recursos y poder de policía, tuvo poca trascendencia hasta noviembre de 1943 cuando un coronel argentino lo pidió para convertirlo en Secretaría de Trabajo. Pero esa es otra historia.

Una que no se resuelve con ciencia ni con matemáticas porque nunca fue, ni es, ni va a ser, un problema matemático.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y director de la agencia de comunicación Monteagudo. Es co editor del sitio Artepolítica. Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.