Hacia un modelo alternativo de desarrollo urbano

Un análisis sobre el paradigma del macrismo en esta materia y sus consecuencias tras 14 años de gobierno en CABA.

Desde hace un tiempo, y muy especialmente desde que la pandemia puso patas para arriba la vida urbana, consumimos diariamente noticias de ciudades del mundo que encaran con alguna respuesta innovadora las desigualdades urbanas: compra de inmuebles por parte del Estado, regulación de alquileres, exigencia a los desarrollos privados de un porcentaje para vivienda social y nos entusiasmamos con que este cambio de época llegue también a Buenos Aires. Pero seamos honestos: esa mirada sobre la ciudad no es la regla.

La perspectiva de desarrollo urbano que impulsa desde hace más de 10 años el macrismo en la ciudad es también la hegemónica a nivel global. Según esa mirada, a la ciudad la hace el mercado y el Estado tiene un rol subsidiario que consiste en promover oportunidades de negocios. En ese encuadre, las acciones y normativas que regulan cuestiones como la expansión de la mancha urbana, la densificación de ciertas zonas o la creación de equipamiento, se ponen en función de la obtención de renta privada. Por su consolidación a nivel global y local, para contrastar esa perspectiva dominante hay que hacerlo con profundidad y rigurosidad, desmenuzando su naturaleza y racionalidad y analizando sus impactos directos y sus externalidades. Ese es el punto de partida para poder oponer un modelo de gestión urbana alternativo de forma seria y consistente.

La metáfora más acabada del modelo predominante en la ciudad se refleja en el uso abusivo y desordenado de los convenios urbanísticos que está impulsando el Gobierno porteño en el último tiempo. Los convenios son acuerdos entre el Ejecutivo y un privado para autorizar excepciones a la norma urbanística y habilitar construcciones de mayor tamaño, sobre todo torres en altura. Este tipo de arreglos antes eran el resultado de una negociación que se realizaba en una oficina y de manera opaca y ahora se establecen mediante un convenio que fija una contraprestación (injusta en la mayoría de los casos) a pagar por parte del desarrollador. El Gobierno de la Ciudad argumenta que lo que se recauda de los convenios puede servir para reinvertir en zonas degradadas. Pero en la realidad esto no se hace y los convenios terminan sirviendo solo para favorecer emprendimientos privados, sin criterio urbanístico y como mecanismo recaudatorio. Si bien es una herramienta que puede ser útil en numerosas ocasiones (para grandes equipamientos, para revertir la degradación de algunas zonas o para cambiarle el perfil a una pieza urbana), de la manera en que se están llevando a cabo hoy son disfuncionales.

Un convenio urbanístico siempre, por definición, es la creación artificial de una renta urbana. Pero, para que sirvan y sean un buen vehículo para redistribuir riqueza a otra zona o a otro sector social, deben cumplirse algunos puntos. Primero, se tiene que establecer una compensación justa y establecida con criterios transparentes, luego la renta excedente debe ser apropiada por el Estado y, por último, deben tributar a un criterio urbanístico que sea armónico con la trama urbana adonde se inserta. Ninguna de esas condiciones se cumple actualmente en la ciudad de Buenos Aires. Hoy, los convenios se utilizan para favorecer emprendimientos urbanamente disfuncionales y como mecanismo recaudatorio.

Es absolutamente indiscutible que el paradigma urbano del macrismo no genera ni distribuye bienestar social. En concreto, y más allá de algunos hitos parciales y de alcance relativo (expansión de la red de metrobus y ciclovías y embellecimiento de algunos espacios públicos), no logró resolver ninguno de los problemas urbanos más evidentes: durante sus 14 años de gobierno la población en villas se duplicó, la población de hogares inquilinos pasó del 27% al 35% del total de la ciudad, la disponibilidad de espacios verdes es cada vez más insuficiente en relación a lo que se construye y es cada vez más notoria la disfuncionalidad e ineficiencia del sistema de higiene urbana en todos sus componentes.

Mientras tanto, entre 2008 y 2018 -último año con datos oficiales disponibles- se autorizó la construcción de 12 millones de m2 de viviendas nuevas, la mitad de las cuales fueron lujosas o suntuosas. Dado que la población de la ciudad se mantuvo estable en ese período, cabe preguntarse para quiénes se construyeron esas viviendas.

Así las cosas, desde la oposición debemos superar la indignación que nos produce la actual gestión y focalizar los esfuerzos en construir alternativas para afrontar los desafíos urbanos, como si efectivamente nuestro espacio pudiera gobernar la ciudad en el corto plazo. Este posicionamiento requiere trascender el voluntarismo, comprender las racionalidades privadas de quienes intervienen en la configuración de la ciudad y tener un proyecto concreto para conducirla hacia otro rumbo. 

Una nueva política de desarrollo urbano, requiere de una nueva economía política que le dé sentido y sustento. Para repensar y reorganizar la industria de la construcción y el negocio inmobiliario hay que conocer a sus jugadores, sustraer la discusión de su plano moral, y comprender la racionalidad de quienes invierten y hunden capital.

En la Ciudad de Buenos Aires, el 50% de la población tiene algún tipo de vulnerabilidad habitacional: vive en villas o alquila en un mercado totalmente desregulado. Por la escala del problema, ya no hay forma de resolver el déficit habitacional sin la articulación con el sector privado, al cual no tiene sentido exigirle que actúe bajo el criterio de solidaridad que organiza nuestro pensamiento político.

Cualquier modelo de desarrollo urbano alternativo y de carácter progresista tiene que propender a desmercantilizar el acceso a derechos elementales, como el derecho a la vivienda. Pero desmercantilizar el acceso a la vivienda no es negar ni omitir que en la construcción y el desarrollo inmobiliario privado el afán de lucro es el estímulo principal. Y eso es un dato en cualquier economía capitalista.

En la ciudad se construye mucha vivienda. El problema es que se construye para un público que no la necesita, pero que la compra como reserva de valor frente a la pérdida de valor de nuestra moneda. Ahí no hay maldad, hay estricta racionalidad. Se trata, entonces, de reorientar lo que se construye, cómo se construye y para quiénes se construye. Y eso sólo es posible entendiendo en qué piensa y qué expectativas tiene quien invierte la enorme cantidad de recursos que insume un emprendimiento estándar.

La construcción está afectada por diferentes tributos, tasas y derechos locales que, en jurisdicciones como la Ciudad de Buenos Aires, pueden implicar entre un 10% y un 20% del costo total. Además, los terrenos sobre los que se edifica también soportan gravámenes.

Entendiendo la racionalidad privada y su estructura de costos, una alternativa sería apalancar el financiamiento con crédito público vía el Banco Ciudad y promover la reducción de la carga fiscal. Sin embargo, ello sólo sería virtuoso si efectivamente esa acción redujera en similar proporción su incidencia efectiva en el resto de la cadena de comercialización garantizando su accesibilidad para sectores medios y populares.

Las grandes constructoras o los grupos de desarrollo inmobiliario no son ni buenos ni malos. Son empresas en busca de maximizar sus utilidades. Pero tampoco son los únicos ni los que más construyen en nuestra ciudad. Hay también centenas de estudios de arquitectura y pequeñas constructoras, sin espalda, que invierten y/o estructuran modalidades de financiamiento en contextos de mucha volatilidad macroeconómica.

El principio de solución al déficit habitacional está en la estructura de la oferta (en su cantidad, su tipología, su costo y su precio). No es posible garantizar el acceso a la vivienda de los sectores medios y populares únicamente con políticas de estímulo a la demanda. Cualquier política agresiva de crédito hipotecario, como la que bienintencionadamente reclama un sector del progresismo, sin aumentar previamente el stock de las viviendas disponibles, provoca un aumento de precios que deja el problema en un status quo aun peor que el que se pretendía destrabar. Hace falta encarar el problema desde la oferta. Y ahí el sector privado, en toda su diversidad, es el jugador principal.

El nuevo modelo de desarrollo inmobiliario tiene que generar viviendas multifamiliares, de diferentes tipologías y accesibles en pesos, preservando una renta lo suficientemente atractiva para movilizar inversiones privadas de diversa escala. Hay que construir diferente, pero aun así mucho. Porque, además, la industria de la construcción genera empleo allí donde más urgente se necesita. Para ello, insistimos en la necesidad de articular una nueva economía política. Una coalición que integre y haga converger la planificación pública con el interés privado, en una dinámica virtuosa donde hacer un negocio inmobiliario no sea una mala palabra.

Hay que trabajar con el sector sobre su estructura de costos y sus modelos de financiamiento, repensar el rol del Banco Ciudad y el uso del stock de tierra pública, redefinir agresivamente el esquema tributario nacional y subnacional y diversificar y densificar aún más los actores que intervienen en la industria de la construcción de viviendas.

En nuestro modelo alternativo el Estado tiene un rol insustituible porque es el único actor capaz de articular una racionalidad pública integral y equilibrada para habitar el territorio. Sobre esa matriz, podrán prosperar los negocios privados. Y sería saludable que así ocurriera. 


El microcentro como laboratorio para un nuevo modelo de desarrollo urbano

El proceso de degradación del centro de la Ciudad de Buenos Aires está a la vista de todos: comercios cerrados, oficinas vacías, muchísimas propiedades en venta y a bajo precio. Es una de las zonas más castigadas por la pandemia pero el proceso de degradación venía desde tiempo atrás, cuando el macrismo inició la descentralización administrativa sin planificación urbana.

El área central, por su importancia material, económica y simbólica, es ideal para pensar iniciativas con lógicas novedosas que luego puedan replicarse en otros barrios porteños. Por supuesto, la intervención pensada para un área en particular nunca debe perder de vista el carácter integral de la planificación local y a escala metropolitana. Sin embargo, creemos que las propuestas para revitalizar el centro pueden ser un buen punto de partida para proponer una nueva manera de enfrentar los desafíos actuales del acceso a la vivienda y el desarrollo urbano.

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Desde la Legislatura impulsamos un conjunto de iniciativas para convertir al Centro en un barrio residencial para la clase media. Creemos que la conversión de oficinas en viviendas tiene que estar acompañada de una mirada crítica respecto del funcionamiento actual del mercado inmobiliario. La inquilinización crece a pasos agigantados por lo cual es un momento único para proponer otra forma de funcionamiento del mercado de alquileres. Una más equilibrada, con más certezas para propietarios y para inquilinos. De esta manera, nuestra propuesta aborda dos problemas acuciantes: el de los propietarios de oficinas (hoy vacías y acumulando deudas) y el de las personas inquilinas que cada vez tienen más dificultades para acceder a un alquiler. Para los primeros, pensamos en un crédito a tasa subsidiada para que puedan convertir las oficinas en viviendas y luego volcarlas en un nuevo mercado de alquiler. Para las segundas, la garantía de un valor de alquiler por debajo del de mercado y el cumplimiento de la normativa vigente. Lo que proponemos es movilizar ahorro privado (en forma de metros cuadrados disponibles ya construidos) para atender la urgente demanda habitacional de los sectores medios. 

Pero sabemos que con esta operación no bastará para convertir al centro en un barrio residencial. Por eso y dada la oportunidad inigualable del contexto, creemos que no hay mejor momento para que el Gobierno porteño compre inmuebles a bajo precio y se capitalice para orientar el desarrollo futuro del área. Hacerse de inmuebles permitirá a la gestión local planificar su destino y ponerlos a disposición para viviendas de alquiler, espacios públicos, equipamientos o comercios de cercanía con alquiler regulado.

Planteamos propuestas concretas, donde conviven armónica y complementariamente la renta privada con el bien común, marcando un camino y una perspectiva clara respecto a cómo debe direccionarse el desarrollo urbano de la ciudad. Creemos que es posible planificar nuevos usos y, como consecuencia, impulsar una nueva dinámica para convertir al Centro en un área en la que disfrutemos trabajar y vivir. Para ello, el Estado debe tener un rol rector en la dirección de este proceso, articulando con el sector privado, pero sin perder el horizonte de la justicia espacial y social.

Hay que animarse a más. La imaginación, la creatividad y la heterodoxia son claves para planificar una ciudad en la que queramos y podamos vivir. El momento es ahora.

Legislador de la Ciudad de Buenos Aires por el Frente de Todos