Golpe de Estado en Bolivia: historia de un final evitable

Evo Morales renunció a la presidencia después de haber convocado a nuevas elecciones, cercado por las protestas en su contra y abandonado por las fuerzas armadas.

En octubre de 2014, Evo Morales salió al balcón del Palacio Quemado a confirmar que, por decisión de una mayoría de ciudadanos, estaría un tiempo más al frente de la presidencia de Bolivia. Pero cometió un error, o un fallido. En su discurso agradeció al pueblo paceño por los siguientes «nueve años de gobierno». Al instante rectificó la confusión, no eran nueve sino cinco, pero la frase era un adelanto de lo vendría: el último gobierno del MAS dedicaría una atención desmedida a pensar mecanismos para habilitar una nueva candidatura de Evo para el 2019.

Ese año, Evo Morales ganó las elecciones con el 61% de los votos y una diferencia de más de 37 puntos con el candidato de Unidad Demócrata, Samuel Doria Medina. El resultado no sólo le permitió evitar una segunda vuelta electoral y conservar el control de la Asamblea Legislativa sino también fortalecer su legitimidad política.

Ese año, también tuvo lugar un hecho histórico: el MAS ganó por primera vez en ocho de los nueve departamentos del país -incluso en Santa Cruz, Pando y Tarija- consiguiendo romper la tradicional división político-territorial boliviana que partía al país al medio. Evo Morales había conseguido sepultar los restos de la vieja medialuna secesionista.

Pero ese año también vimos su primera artimaña electoral. Morales forzó la interpretación de las reglas que él mismo había construido con la nueva Constitución Política del Estado -avalada por una mayoría social en 2009- al presentarse por tercera vez de manera consecutiva. Su argumento fue que en lugar de ser su tercera elección era la segunda porque había que empezar a contar desde las elecciones del 2009 y no del 2005, que fue cuando cuando llegó al gobierno. El discurso oficial era que en 2009 había empezado a regir una nueva Constitución Política y era desde ahí que había que empezar a contar los mandatos. Si bien fue tema de discusión en la opinión pública, no llegó a mayores.

Pero fue ahí cuando, desde el oficialismo, empezaron a discutir la posibilidad de una reforma constitucional para habilitar una nueva candidatura en 2019. Dos años más tarde, en febrero de 2016, concretaron la iniciativa y Bolivia tuvo su referéndum donde le preguntaron a los bolivianos y bolivianas si estaba de acuerdo con modificar el artículo 168 de la Constitución Política que dice, hasta hoy, que «el período de mandato de la Presidenta o del Presidente y de la Vicepresidenta o del Vicepresidente del Estado es de cinco años, y pueden ser electas o electos por una sola vez de manera continúa».

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Con una participación del 84%, un 51,3% le dijó que No, una diferencia de poco más de 130.000 votos que consiguió el rechazo frente al Sí. Y de vuelta, la reactivación de Tarija, Beni, Santa Cruz, Pando y Chuquisaca en contra de la propuesta oficialista.

La derrota del MAS en el referéndum, no sólo llevó a Morales a forzar nuevos mecanismos legales para su candidatura sino que también dejó escapar unas de sus mayores conquistas simbólicas: la ilusión del fin del país dividido que había conseguido en 2014.

La campaña por el referéndum sin dudas fue de lo más sucia. La oposición, en lugar de debatir ideas, operó con una historia de novela. Hicieron estallar el caso de Gabriela Zapata, una ex novia de Evo Morales -hoy enjuiciada y arrestada por tráfico de influencias y enriquecimiento ilícito- que denunciaba vínculos entre el poder político, las empresas chinas y los sectores empresariales locales pero también con la supuesta aparición de un hijo -ya fallecido- de Morales con Zapata. El presidente quedó demasiado expuesto, no supo salir bien en su defensa, hasta que finalmente la justicia sentenció que Evo había sido engañado por Zapata pero el referéndum ya había pasado. Un enredo grotesco sobre la vida privada del presidente que desvió el auténtico debate sobre el problema.

La derrota en el referéndum constitucional debería haber sido el punto final de las ambiciones políticas más personalistas. Pero Evo decidió insistir incluso en contra de las recomendaciones de su propio círculo, aunque apoyado por algunos los cabildos abiertos que nucleaba a las organizaciones sindicales y campesinas.

Finalmente, el oficialismo optó por desoír el mensaje de las urnas y acudió al Tribunal Constitucional, argumentando que limitar una nueva reelección de Morales atentaba contra sus derechos políticos. En 2017, la justicia falló a favor del presidente de Bolivia y, de esta manera, Evo consiguió el respaldo legal que perseguía. Lo que no midió fue el costo de semejante obsesión política. El presidente puso en jaque la estabilidad y la idea de orden democrático en Bolivia que él mismo, con tanto esfuerzo, había construido.

Morales fue el principal impulsor de una nueva institucionalidad en Bolivia, de una institucionalidad democrática cada vez más parecida a su gente en un país con historia de democracias pactadas, de exclusión de las mayorías e inestabilidad política, pero en 2016 menospreció su propia Constitución Política de 2009 y puso por encima la decisión de la justicia.

La tozudez de Morales alimentó una campaña basada en la falta de legitimidad de su candidatura. La estrategia de la oposición de deslegitimar esa candidatura fue inesperadamente desactivada por la intervención del secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, quien llegó a considerar que sería «absolutamente discriminatorio» que el presidente no pudiera buscar una nueva reelección en los comicios de octubre y, de esa manera, respaldó el fallo judicial que lo habilita. La oposición enfurecida decidió, de igual manera, participar de las elecciones del 20 de octubre pasado.

Ahora bien, partiendo de una cuestionada candidatura oficialista, estas últimas elecciones debían extremar los cuidados. Evo tenía que ganar con una diferencia aplastante de votos y la transparencia en el conteo no podía quedar en dudas. Pero esto no sucedió. Evo pasó del 61% de 2014 al 47%, superó en sólo medio punto a esos 10 puntos necesarios para evitar la segunda vuelta mientras el TSE suspendió el conteo rápido de votos durante 20 horas, lo que desató una profunda crisis política.

Sin lugar a dudas, Morales subestimó costo político del desconocimiento del resultado del referéndum, creyó que con el apoyo de un impensado aliado circunstancial como Luis Almagro -que busca una nueva elección al frente del organismo el año próximo- podría avanzar desoyendo las críticas de la oposición e, incluso, de parte de su electorado. Y así lo hizo.

Pero el conflicto trepó muy alto en muy poco tiempo. Y el gobierno, que al principio dijo que la victoria no estaba en discusión, decidió someterse la auditoría de la OEA motivo por el cual, por una decisión política nada cosmética, convocó el domingo a nuevas elecciones generales y anunció que se comprometía renovar la totalidad de los miembros del Tribunal Supremo Electoral ¿Por qué no lo hizo antes? ¿Por qué dejó escalar tanto el conflicto? Porque esperaba esa auditoría, un informe final que todavía no llegó y que a pesar de ser preliminar, el gobierno decidió acatar al instante.

El 10 de noviembre de 2019 podría haber sido el punto final a esta escalada del conflicto pero la oposición, representada tanto por el ex presidente y candidato Carlos Mesa así como por el ultraconservador, Luis Fernando Camacho, no aceptó la tregua y exigió la renuncia del presidente.

Evo Morales fue electo presidente de Bolivia en 2014, con el 61% de los votos, en elecciones libres y transparentes que lo habilitaban a gobernar Bolivia hasta el 22 de enero 2020. Evo Morales se va antes, forzado por la escalada de violencia desatada por un sector opositor respaldado por la Policía. Evo Morales deja el poder después de que las Fuerzas Armadas le exigieran su renuncia de manera explícita mediante un mensaje público del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Willimas Kalima. Evo Morales renuncia después del amedrentamiento de un grupo de violentos que entraron a las casas de los principales dirigentes políticos oficialistas, le destrozaron las casas y amenazaron de muerte a toda su familia. Evo Morales se va después de que Luis Fernando Camacho, líder circunstancial de la oposición, sin ningún tipo de cargo político, ingresara al palacio de gobierno con un pedido de renuncia para el presidente, una biblia y una bandera de Bolivia. Evo Morales renuncia horas después de haber convocado a unas nuevas elecciones, obedeciendo al pedido de la OEA y habiéndose comprometido a renovar la totalidad de las autoridades electorales. Evo Morales se va, dos meses antes de terminar su gobierno, para evitar un derramamiento de sangre en un país con una historia reciente de violencia política. Evo Morales deja el poder después de haber querido solucionar un problema político con más política y no con represión, tanques y muertos. Que Evo Morales no haya podido terminar su mandato es algo malo no para el oficialismo, tampoco para el Movimiento al Socialismo sino para toda Bolivia.

Cualquiera que sepa un poco de la historia reciente de Bolivia sabe que los años de Morales fueron revolucionarios por su crecimiento económico con inclusión pero también por la construcción de estabilidad sin violencia desde el Estado. Esto no es menor. Morales asumió en 2006, pero entre 2001 y 2005 Bolivia tuvo cinco presidentes que no pudieron terminar sus mandatos, entre ellos el dictador Hugo Banzer Suárez, su vice el conservador Tuto Quiroga y el liberal Sánchez de Lozada quien abandonó el poder después de la masacre de octubre de 2003 que se cobró casi un centenar de vidas. En 2003, Sánchez de Lozada abandona el poder, se toma un vuelo a Miami y en su lugar asume su vice, el hoy candidato a la presidencia, Carlos Mesa, quien tampoco pudo terminar su mandato.

Que Evo Morales no haya podido cumplir su mandato es una tragedia política para Bolivia. Que haya sido corrido por la fuerza después de convocar a nuevas elecciones es un golpe de Estado y eso no es malo sólo para el oficialismo sino para toda Bolivia. No era poca cosa para ningún país, menos para éste, convertirse en símbolo de estabilidad política.

A pesar de que Evo Morales ganó el 20 de octubre pasado por 10 puntos, el pedido de nuevas elecciones era totalmente legítimo en un contexto como el que mencionamos más arriba. Sin embargo, la presión para su renuncia después del anuncio de nuevas elecciones es un despropósito. Nadie dentro del oficialismo se hubiera animado a decir que Evo tenía ganada la elección sino más bien todo lo contrario. Una nueva elección hubiera sido profundamente competitiva pero no la aceptaron.

Es obligación del gobierno convocar a nuevas elecciones cuando la legalidad de la candidatura es altamente cuestionada, cuando hay sospechas de irregularidades, cuando la diferencia de votos necesaria para esquivar una segunda vuelta son ínfimos y cuando el temor del gobierno a perder el poder es grande. Ahora bien, cuando el presidente responde al reclamo, escucha el llamado de la OEA y convoca a unas nuevas elecciones, es condición de una oposición política responsable bajar la tensión política y aislar a los violentos.

Existieron dos puntos de bifurcación que podrían haber evitado este final, pero ahí está una vez más Bolivia, sumida en un estado de violencia y anarquía que recuerdan a los peores años de su historia política. Lo que está viviendo Bolivia no es malo para unos y bueno para otros, es malo para todo el sistema democrático y su estabilidad política, que tanto trabajo y sangre le costó a Bolivia.

Soy periodista especializada en política internacional. Estudié Ciencia Política (UBA) y tengo un máster en Periodismo (UTDT). Viví un tiempo en Caracas, Madrid y Londres. Co-conduzco la Edición Internacional del noticiero de TV Pública y soy columnista en la semana en la Edición Central. Produzco y conduzco el podcast de análisis político de la revista Nueva Sociedad y escribo en distintos medios como Le Monde Diplomatique. Tengo tres obsesiones políticas: Bolivia, Brasil y Venezuela.