Ganó Argentina: no es la primera vez que el césped sangra bajo estos colores

Al fin, Messi festejó. Porque el Mundial lo inventaron para los dioses, los de verdad.

Los dedos al cielo señalando a Celia. Cinco ediciones, cuatro continentes y dieciséis años de morder la almohada por el sueño que no declaró en un video. La piel arrugada, los dedos por la mandíbula para matar la ansiedad, el entrecejo para pensar cómo resolverlo, un estadio y millones de televisores rezándole. Van 6:24 del complemento. Enzo Fernández toca. El 10 lo desdobla por el costado y quiebra el cuello para fichar al arquero. Ángel Di María controla y filtra el pase entre tres rivales. Lionel Messi recibe y la acomoda con la zurda. Seis segundos en el fútbol son una eternidad. Son los que espera para que su botín le rompa el arco a los mexicanos. Van 6:31. El tiempo puede ser una relatividad. Más si a los 35 años se puede seguir siendo un niño que va detrás del mismo desvelo: ganar un Mundial y dedicárselo a la abuela que amarás para toda la vida.

No es la primera vez que el césped sangra bajo estos colores y esa silueta. Hasta comienza a desesperarse. No alcanza a recibir. Aparece en mitad de cancha para conectar. El Tata Martino parece dar una clase de cómo anularlo. Aunque eso le implique a su Selección la chance de caer y perderse en la primera fase. Cambian los intérpretes y persisten los dolores. Fallan algunos socios y florecen nuevas figuritas. Él está ahí. Con Di María como su eterno ancho de basto. Peleando con un par de escarbadientes para no sucumbir ante una carrera eterna. Dicen que para jugar de verdad hay que poseer una idea para que, en el caso de que pierdas, te quede algo. Eso está claro. No busquen en dibujos tácticos. La única razón de este amor es que Messi jamás se dará por vencido. Ayer, ahora y siempre.

Messi pidió confiar. Si algo no quería perder era el cariño al equipo. Ni la pavada de los mufas ni ser visitante en Catar: los mundiales ocurren con los dientes apretados y un cagazo inconmensurable. El posmodernismo le inventa roles a quien no los tiene. Los documentales confunden los sentimientos. Esto es un juego. México se propuso el empate. Tres defensores centrales para custodiar al 10 y a Lautaro Martínez. El carrilero derecho contra el Huevo Acuña. El izquierdo, frente a Fideo. Tres volantes para arruinar a De Paul y a Mac Allister. Dos delanteros para contener a Guido Rodríguez, a Nicolás Otamendi y a Lisandro Martínez. Siempre libre Gonzalo Montiel para que reciba la bocha al pie atrás de mitad de cancha. Argentina no halla espacios y no conquista los huecos vacíos. Pensar y pensar y pensar. Hasta que el 10 regresa a la fórmula que le inventó Pep Guardiola: vaciar la zona para salirse de la referencia. Segundo tiempo. Si hace falta, hasta marchar lejos del arco. Construir. Arribar desde atrás hacia adelante. Primero, la falta del tiro libre. Segundo, la misma situación del gol. Esto se juega con los pies y con la cabeza. Súbanse al ring y sáquenle el cinturón al mejor del mundo. El resto que se dedique a Tik Tok. 

En 2006, por los octavos de final del Mundial de Alemania, Lionel Scaloni fue titular, escuchó el himno y se preguntó qué mierda hacía ahí y no en su casa. Iba el suplementario. Messi se la abrió a Juampi Sorín. El lateral izquierdo se la cruzó a Maxi Rodríguez. Que la calzó en el aire y la clavó en el ángulo. Todavía no era el 10, pero corrió a festejar. Se cruzaron los Lioneles y se alzaron en el aire para festejar. México era el rival. La posibilidad de la hoguera funcionaba como el precipicio. Intentarlo dio la respuesta. Una y mil veces. Con arte, que en el fútbol significa golazos. Demasiados circunstanciales que se parecen como para resumirlo en una pelotudez. Piensen lo que quieran.

Al fútbol se juega con demasiadas partes en el cuerpo. A los mundiales, con los cracks. No se trata de pensar en que Messi salve Argentina. Sino que a estos eventos los inventaron para los dioses. Los de verdad. Capaces de jugar hasta el último aliento. De agarrarla afuera del área, de acomodarla contra la red, de apretar el puño, de decir vamos juntos y de festejar lo que el corazón aguante. Las opiniones no importan. Lo que vale es el amor por el Mundial y por la abuela Celia. Ambos, otra vez, mil veces, ojalá mil veces más, en Doha o en la luna, están aquí, resucitando y sonriendo.

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Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.