Fórmula caos

LA F1 era el último gran acontecimiento que seguía en pie. Mezcla de negocio y papelón. Y del campeón vegano.

El deporte de este fin de semana tenía un asunto central en su calendario. El inicio del Mundial de Fórmula 1 en Melbourne, Australia. El coronavirus ya había obligado a suspender torneos de tenis, fútbol, rugby, NBA y de otras numerosas disciplinas en todo el mundo. No en Australia. El país había recibido elogios por su rápida reacción ante el virus. La cercanía con China, los miles de ciudadanos chinos que vuelan habitualmente a las principales ciudades australianas, obligaron a anunciar las primeras medidas ya el 22 de enero. Higiene y aislamiento para viajeros, centro de coordinación nacional, controles en aeropuertos y hasta rescate a ciudadanos australianos en Wuhan para ponerlos en cuarentena en una isla.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró pandemia. Y Tom Hanks, que estaba en Australia para filmar una película, dijo el miércoles que tenía el virus, pero su contagio, aclararon autoridades, había sucedido antes de llegar al país. Algo más de ciento cincuenta casos y tres muertes (el verano ayuda) parecían cifras bajas respecto de otros países. Por eso, el último jueves el premier Scott Harrison decía tranquilo que el sábado iría a ver a Cronulla Sharks, su equipo favorito del campeonato de Rugby League. No se cancelaban conciertos ni otros espectáculos. ¿Por qué no iría a correrse el Gran Premio de F1? ¿Por qué no si además celebraba la fiesta de su 25ª edición?

«El dinero es rey»

A las 22.30 hora australiana del jueves saltó la primera alarma. McLaren informó que uno de sus miembros se había contagiado y que la escudería no participaría entonces de la carrera. Otras ocho personas examinadas dieron negativo. El único que se animó a decir públicamente que la carrera no debía correrse fue Lewis Hamilton, de la escudería Mercedes, seis veces campeón mundial, defensor del título. «Estoy realmente muy sorprendido de que estemos aquí. Para mí -había dicho el piloto inglés en conferencia de prensa ese mismo jueves- es sorprendente que todos estemos sentados en esta sala». Un periodista le preguntó por qué creía entonces que la carrera se mantenía. «Cash is king» (El dinero es el rey), respondió Hamilton. Su propia escudería lo respaldó el jueves y pidió la cancelación de la carrera.

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Los rumores indicaron que el alemán Sebastian Vettel y el finlandés Kimi Raikkonen ya se habían ido de Australia. Son los pilotos de Ferrari y Alfa Romeo, respectivamente, emblemas de Italia, uno de los países cuyos vuelos, acababa de decidir el gobierno australiano, ya no podían entrar al país. Ferrari tiene su sede en Módena, norte de Italia, corazón europeo del virus.

Todas las escuderías presionaron el jueves. Pero las autoridades mantenían el GP. También el gobierno australiano, que aportó 38 millones de dólares para la carrera. El circo ya estaba allí. Su paddock para 2.500 integrantes entre pilotos, mecánicos y oficiales de equipo. Una asistencia estimada de doscientas mil personas de viernes a domingo. La TV. Los contratos que establecen que cada GP debe pagar por adelantado entre 5 y 55 millones de dólares (como abonó Australia) a la firma estadounidense Liberty Media, dueña del circo que manejaba el británico Bernie Ecclestone.

El viernes a primera hora, voceros oficiales deslizaron la posibilidad de que el GP se corriera sin público. Pero a las siete de la mañana ya había cientos de aficionados haciendo fila para los ensayos que comenzarían cinco horas después. Nunca pudieron entrar. Fueron notificados de la cancelación en los portones. Algunos estallaron furiosos. Y escucharon luego la conferencia del jefe de Liberty, Chase Carey. Su réplica a Hamilton: «Si el dinero hubiese sido el rey, entonces la carrera no se habría cancelado». Michael Lynch escribió en The Age que «el viernes 13 de marzo de 2020 será recordado como uno de los momentos más desastrosos en la historia de la F1».

El campeón vegano

A sus 35 años, Hamilton, primer campeón negro en la F1, no es el mismo joven algo arrogante e indisciplinado de años atrás. Hace unos meses sorprendió cuando dijo que el mundo estaba «hecho un asco» y daba «ganas de dejarlo todo» pues casi nadie advertía el problema cada vez más grave de la contaminación. Hamilton abogó por dejar de comer carne y apuntó contra «la industria que destroza la flora, los bosques, la crueldad animal, los mares y el cambio climático». Multimillonario con jet privado (lo vendió en 2018) y yates, pagado por gigantes petroleras (Petronas es la principal patrocinadora de Mercedes), Hamilton, con más de 70.000 kilómetros recorridos en trece temporadas como piloto de F1, lleva consumidas unas 30 toneladas de gasolina.

La F1 ha sido siempre apuntada por los ambientalistas. Deporte contaminante. Desprendimiento de gases. Pura combustión. El mismo GP australiano fue centro de debates por su mudanza en 1996 al Albert Park de Melbourne, que suscitó furia de ecologistas. Por eso el plan para 2030 que prevé un deporte neutro en emisiones de carbono y un circo que utilizará energía cien por ciento renovable.

«Nosotros somos la pandemia». La frase la leí en pleno debate sobre las causas del coronavirus. Los especialistas responsabilizaban a políticas contra el medio ambiente, destrucción de hábitats naturales, ecosistemas alterados y bosques tropicales talados. «Cualquier cambio que hagamos en el planeta -decía uno de ellos- va a tener un impacto en nuestra salud. Si la Tierra está enferma, nosotros también».

Fue paradójico entonces que justamente la F1 haya sido el deporte que resistió hasta último momento. Por codicia, por política, por su rol de Disneylandia portátil, por lo que fuere. Resistió hasta dónde pudo. Hasta que tuvo que cerrarle la puerta a los fans en sus propias narices. Apenas después de la cancelación de la carrera comenzaron a suspenderse en Australia otras competencias, recitales y shows. Vuelos y cruceros. No más reuniones con más de quinientas personas a partir del lunes. El gobierno de Harrison, el premier que el jueves decía que vería el sábado a Cronulla Sharks, anunció algo así como un «gabinete de guerra».

Cada país tiene su complejidad. Unas semanas atrás, cuando surgió el primer caso de coronavirus, los australianos arrasaron con el papel higiénico. «Ni barbijos ni alcohol ni comida. Papel higiénico», me dice un amigo desde Melbourne. Aún hoy siguen las góndolas vacías. El gobierno anunció que las inundará con nuevos rollos y los que acapararon probaron de devolver parte del stock acumulado. Los supermercados lo rechazan. «Cuando se trata de la compra de papel higiénico por pánico -ironizó Richard Glover en The Sydney Morning Herald-, me declaro inocente».

La F1 aplazó también los próximos GP y se especula que volvería recién para la octava fecha, el 7 de junio en Azerbaiján, un golpe para un negocio de 2.000 millones de dólares cuyas ganancias se han reducido en los últimos años. Desde el 19 de febrero, las acciones de la F1 (FWONK) que cotizan en el índice NasdaqGS norteamericano no paran de caer. Nadie sabe dónde está la bandera a cuadros.

Soy periodista desde 1978. Año de Mundial en dictadura y formidable para entender que el deporte lo tenía todo: juego, política, negocio, pueblo, pasión, épica, drama, héroes y villanos. Escribí columnas por todos lados. De Página 12 a La Nación y del New York Times a Playboy. Trabajé en radios, TV, escribí libros, recibí algunos premios y cubrí nueve Mundiales. Pero mi mejor currículum es el recibo de sueldo. Mal o bien, cobré siempre por informar.